domingo, 20 de diciembre de 2009

Pintas afroibéricas 4. Pautas anatómicas.

La doctora Nina G. Jablonski estima en 20.000 años el tiempo necesario para que una población pase de tener la piel más negra a la más blanca, por motivos de exclusiva adaptación medioambiental. Si estimamos la antigüedad de nuestra especie en unos 300.000 años, un mismo linaje humano ha podido cambiar 15 veces y de forma drástica el color de su piel, debiendo suponer que esta periodicidad es aplicable también a algunos más de nuestros rasgos. Si añadimos los otros dos motivos por el que nuestro aspecto ha podido cambiar (selección sexual y mestizaje), el lapso requerido durante la Prehistoria para pasar de una “raza” a otra no excedería probablemente los 10.000 años. Traducido a nuestro caso equivaldría a imaginar al afroibérico surgiendo con pintas de tasmanio, evolucionar luego al aspecto de un chino, más tarde al de un lapón, posteriormente al de un somalí, y así unas 300 veces más a lo largo de su pasado sin que su stock genético se hubiera visto significativamente alterado. Con este panorama, es muy lógico llegar a pensar que hay infinitas maneras de reconstruir dicha evolución somática, que los humanos del pasado remoto pudieron tener cualquier aspecto imaginable. Pero no es así.

Aunque nos duela el orgullo antropocéntrico, los humanos vivieron y vivimos sometidos a unas reglas climáticas y biológicas, estrictas y empíricamente demostrables, que desembocan en que mostremos determinados rasgos anatómicos y no otros. No es que hayamos tenido siempre el mismo aspecto, menos aún que hayamos pertenecido a la misma “raza” o linaje, sino que reproducimos unas características comunes en nuestros sucesivos aspectos, unos rasgos a los que no hemos podido renunciar por simple supervivencia. Por eso hablo de “pauta anatómica”, algo parecido a un ritmo común para distintas melodías o una misma modelo para distintos pintores. A través de un análisis diacrónico de algunos de nuestros rasgos somáticos, intentaré demostrar que existen una serie de circunstancias objetivas que ponen límites a la imaginación y que apuntan a un abanico limitado, y muy africano por cierto, para el aspecto físico de nuestros antepasados.

1. La melanina.

De entre todos los rasgos anatómicos que nos distinguen “racialmente”, aquellos en los que está implicada la melanina (color de piel, cabello y ojos) son a los que concedemos más importancia. Mucho antes de poder distinguir si un individuo que se acerca tiene nariz convexa, cráneo mesocéfalo o arcos zigomáticos masivos, ya sabremos si es negro o sonrosado, rubio o moreno. Además, la cantidad de melanina está sujeta a leyes naturales bastante fiables que permiten diagnosticarla muy aproximadamente para cada época y lugar. Según el tipo de melanina presente en nuestra piel, porque hay varias, podemos presentar coloraciones rojizas (feomelanina), negras (eumelanina negra), o marrones (eumelanina café). Últimamente se han descubierto nuevas y asombrosas funciones para la melanina, cuya ausencia se relaciona tanto con la inmunodeficiencia, como con el Parkinson o la sordera, pero ahora nos centraremos en su papel más conocido como filtro frente a las radiaciones solares, especialmente los rayos ultravioleta. A este respecto conocemos de sobra el papel del sol como causa del cáncer de piel, pero en este caso la melanina de nuestra piel protege a la propia piel. Otra cuestión, menos conocida pero de igual trascendencia, es la protección que la melanina de la piel proporciona al organismo en general. La radiación ultravioleta devora, en un proceso conocido como fotodegradación, algunas de nuestras más preciadas vitaminas, responsables del desarrollo fetal, el crecimiento infantil, los antioxidantes, etc., como puedan ser las rivoflaminas (vit. B2), el tocoferol (vit. E), los carotenoides (pro-vit. A), y sobre todo el ácido fólico (vit. B9). Por todas estas causas, en el ambiente tropical africano que vio nacer al Homo sapiens y sus ancestros, tener la piel muy oscura fue y es cuestión de estricta supervivencia.

Aplicando el enfoque diacrónico, todos los humanos prehistóricos fueron negros mientras no se demuestre lo contrario, lo cual supone invertir el debate “racial” tal y como se ha venido entendiendo oficialmente. El humano original, indiscutiblemente africano y negro, se desplaza sin salir de África hasta llegar al sur de la Península Ibérica por Gibraltar, hasta Arabia por Yemen, hasta Palestina por el Sinaí, o hasta Italia por Sicilia. No hay necesidad de defender la negritud de las poblaciones de estos nuevos territorios extra-africanos, pues se presupone, sino que por el contrario son otros quienes tienen que proporcionar argumentos a favor del emblanquecimiento racial que defienden. Sin duda el principal de esos argumentos es el que atañe a la vitamina D, pues se sabe que la insuficiencia de radiación ultravioleta impide la formación de esta vitamina, lo cual conduce al raquitismo y en muchos casos a la muerte. Este dato ha sido inmediatamente adoptado y proclamado por los arqueólogos y prehistoriadores, pues en realidad es el tipo de información que llevaban décadas deseando escuchar. A diferencia de los evidentes beneficios de una piel negra en entorno tropical, no conseguían encontrar un origen lógico y adaptativo para la piel blanca, tradicionalmente vista como cualidad en negativo: la pérdida de color por ausencia de sol. Aquello de la vitamina D proporcionaba al fin un argumento científico para defender que, bajo determinadas circunstancias, palidecer no sólo era aceptable sino necesario. Sin embargo esta verdad indiscutible ha sido manipulada y exagerada por los paleoantropólogos, los cuales andan divulgando la idea de que a cada milímetro que nos alejamos el ecuador terrestre nos hemos de volver más y más claritos. Existen múltiples factores que desmienten esta presunción, tanto climáticos como de salud. En primer lugar hay que recordar que, aunque partimos de un negro original, eso no quiere decir que se trate de un tarado que sólo pueda sobrevivir en la justa raya del ecuador. La concentración de melanina que tiene un senegalés le puede dar problemas de raquitismo en la norteña Chicago, pero no en Barcelona, aunque sea cierto que allí la radiación UV haya descendido mucho respecto al centro de África y que unas concentraciones menores de melanina en piel sean lo óptimo. Por otro lado suele ocurrir que los analistas de la vitamina D olvidan el tema de el ácido fólico, el melanoma y demás asuntos asociados con el color de piel, y no aceptan que todos ellos son causa de sobra para que el Homo sapiens mostrara una conducta genética más bien conservadora respecto a su negritud. Quiero decir que de nada sirve llegar a los niveles óptimos de absorción cutánea de vitamina D si con ello pones en riesgo tus niveles de ácido fólico y antioxidantes, o tu resistencia al cáncer de piel. Teniendo tantos motivos a favor de mantener la negritud corporal y sólo el de la vitamina D para reivindicar un necesario blanqueamiento, centrémonos en esta para saber cuando obligatoriamente nos conduce a perder melanina. Para ello he realizado un mapa en base a diferentes trabajos provenientes de disciplinas tan empíricas como ajenas al mundillo paleoantropológico y sus intereses:


- Zona 1. Desde el ecuador hasta los 30º. La radiación ultravioleta es tan potente que, aunque no estuviera implicada en el melanoma o la pérdida de a. fólico y otras vitaminas, causaría en individuos con piel más clara una sobredosis de vitamina D. Sus habitantes suscribirían la siguiente frase: “necesito ser negro para sobrevivir”.

- Zona 2. Entre 30º y 40º de latitud (aplicable a ambos hemisferios). No hay forma de justificar una disminución de la melanina en razón al procesamiento de vitamina D y los perjuicios por tener una piel demasiado clara son evidentes. Frase: “mejor seguir siendo oscuro”. Esta es la zona que abarca a Afroiberia.

- Zona 3. Entre 40 y 45º de latitud. Empezaría un discreto emblanquecimiento, pero hasta los 45º de latitud la síntesis endógena de vitamina D (la provocada por el sol) sigue siendo la fuente principal de su absorción. Frase: “tanto da ser más claro que más oscuro”.

- Zona 4. Entre 45º y 50º de latitud. Comienzan los problemas para las pieles más oscuras, pues el sol ya no tiene la fuerza de antes y si no emblanquecemos corremos el riesgo de padecer raquitismo. Frase: “mejor emblanquecer”.

- Zona 5. A partir de los 50º de latitud. Las pieles blancas son la norma aunque a la vez sobrevivan excepcionalmente grupos oscuros, por motivos que a continuación veremos. Frase: “necesito ser blanco para sobrevivir”.

Lo que más llama la atención de este mapa, aparte de lo al norte puede ir a vivir un negro sin enfermar, es la fidelidad de las zonas respecto a los grados de latitud terrestre. Lo cierto es que la proporción de melanina de los pueblos está determinada también por otros factores como la altitud, la pluviosidad, la reflexión del mar o la nieve (albedo), etc. pero en una dosis mucho menos importante. Quizás sea más determinante el procesado de vitamina D a través de los alimentos (pescados grasos como el atún, la sardina o el salmón, la yema de huevo, etc.). Basta que un pueblo hubiera sido principalmente consumidor de pescado y no habría tenido necesidad de palidecer por muy al norte que se hubiera trasladado, como pasa con los esquimales. En todo caso, nuestro mapa representa la cantidad de melanina cuando la adaptación climática se ha culminado, lo que según la doctora Jablonski llevaría unos 20.000 años de mutaciones (sin selección sexual ni mestizajes que lo aceleren). En sentido estricto los negros originales no necesitaron emblanquecer, y sólo parcialmente, sino después de traspasar los 45º de latitud (lo que para Europa supone un eje Burdeos-Milán-Bucarest).

2. Proporciones

La constitución física también parece guardar bastante fidelidad al clima, aunque no hasta llegar a ser cuestión de vida o muerte como vimos con la melanina y la piel. La regla ecológica térmica de Allen, contrastada en todo el reino animal, nos permite suponer que los hombres y homo de África surgieron con proporciones longilíneas. Con el calor se fomentan las extremidades alargadas y la estrechez de caderas, mientras que el frío favorece los tipos corpulentos pero chaparros, con gruesas y cortas extremidades, y el tronco denominado “de tonel”. Obviamente un cuerpo alargado supone una superficie menor de insolación y una mayor ventilación, mientras que una forma masiva es mejor para retener calor en ambientes fríos. Desde luego, las proporciones de las extremidades de nuestros antepasados fósiles avalan esta tendencia, así que no veo por qué no debemos imaginar al humano original tan negro como longilíneo en su complexión. Sólo queda matizar que longilíneo no implica ser necesariamente alto, pues hablamos de proporciones y no de tamaño; en cuanto al peso, aunque la estructura longilínea favorece los tipos delgados es perfectamente normal encontrar obesos de huesos gráciles.

3. Otros rasgos

Fuera de estos dos casos, encontramos mutaciones que quizás representen una mejora respecto a lo ya existente, pero aún no estamos en condiciones de demostrarlo. A menudo, los intentos por explicar el origen de determinados rasgos “raciales” son contradictorios o simplistas, pues provienen de un radicalismo evolucionista que por fuerza debe encontrar una explicación lógica y adaptativa para cada uno de nuestros rasgos. Por ejemplo, se ha querido relacionar el pliegue epicántico (ojos achinados) con una adaptación a los hielos boreales, cuando todos los bosquimanos y no pocos sudaneses los tienen también, por no hablar de los neonatos de cualquier raza. Más curioso aún es el caso de las narices, pues recibe justificaciones opuestas según la tesis que adoptemos. De un lado se puede defender que los climas fríos propician narices pequeñas, si nos acogemos a la anterior regla de Allen, que también regula la longitud de las extremidades cartilaginosas. Como el mamut, el oso polar, el leming, etc. presentan colas, orejas, etc. más cortas que sus equivalentes tropicales, lo mismo podría suponerse de nuestras narices, y como ejemplos tenemos a los chatos esquimales, lapones y siberianos. Por el contrario, la presencia indiscutible de tipos con grandes y protuberantes narices en las zonas frías de planeta, desde el neandertal a los modernos británicos, da lugar a una explicación opuesta en virtud a la cual tales napias son imprescindibles para calentar el aire frío antes de entrar en los pulmones. Pero esto a su vez no explicaría por qué se encuentran en zonas tan cálidas como Somalia, Arabia o India narices tan largas y estrechas como las europeas. Finalmente, se suele explicar el vello facial como producto de condiciones frías, alegando que los subsaharianos tienen barbas ralas y los europeos espesas. Lo cierto es que es fácil encontrar tanto poblaciones del calor con barbas cerradas (los australianos y los melanesios, ambos por cierto negros de piel) como pueblos boreales tan lampiños como un guineano (esquimales, lapones e indios norteamericanos).

4. ¿Determinismo?

Cada vez que alguien defiende el clima como factor de cambio humano se le acusa de ser determinista ambiental. Yo no temo la etiqueta si los argumentos climáticos son del peso de los arriba expuestos, y más aún si son la única fuente de investigación fiable. La selección sexual-cultural y el mestizaje, que ya en el primer párrafo mencioné como los otros dos motivos por el que podría haber cambiado nuestro aspecto “racial”, no pueden darnos respuestas tan definitivas y científicas. En ambos casos carecemos de pruebas científicas a favor de una u otra hipótesis, es decir, que podemos tanto defender el mestizaje con negros como con blancos, la selección sexual favoreciendo tanto emblanquecer como oscurecer, y que ambas hipótesis extremas se neutralizan ante la falta total de pruebas científicas. El clima no es por tanto el único factor para cambiar el aspecto, pero sí el único que hoy por hoy nos permite sacar conclusiones ciertas sobre este.

Por si fuera poco, hace días escuché en la radio que la Junta de Andalucía va a recomendar a los padres tomar ácido fólico un poco antes de la concepción del bebé. A este dato hay que sumar el aumento de la incidencia del melanoma entre nuestra población, para comprender que los afroibéricos estamos demasiado blancos para el clima en el que vivimos, y que ni el s.XXI con toda su tecnología puede librarnos de las fatales consecuencias que supone. El enorme esfuerzo de selección sexual-cultural que se ha llevado a cabo desde los Reyes Católicos hasta hoy para borrar rastros andalusíes y sefardíes, así como la entrada en un circuito de mestizaje europeo y no africano, ha desembocado en una inadaptación evolutiva. Por supuesto hay que tener en cuenta el cambio climático, el mayor influjo de los ultravioleta, los malos hábitos del bañista moderno, etc., pero no es menos cierto que, si no hubiésemos caído en tan visceral fobia hacia nuestra herencia africana, hoy estaríamos mejor preparados para tener hijos sanos y no morir achicharrados por el sol. No entonces al determinismo ambiental, pero sí a cierto ambientalismo con moraleja incluida.

Conclusión

El clima nos ha permitido saber con bastante certeza que el afroibérico del Pleistoceno y principios del Holoceno era muy oscuro de piel, si no negro, y de constitución grácil, tal y como los dibujé en aquella polémica entrada. Al apoyarse en evidencias climáticas y metabólicas poco importa el momento prehistórico que abordemos o las especies implicadas. Así, aunque en valores absolutos todos los humanos pleistocénicos eran robustos, el sapiens moderno era grácil y oscuro comparado con el neandertal de un modo muy similar a como luego lo fueron el ibero respecto al germano. Esto en ningún caso significa que el neandertal y el germano representen la perpetuación de una misma raza de blancos robustos, o que Afroiberia haya estado poblada siempre por un mismo linaje de morenos esbeltos. De nuevo hay que resaltar el sentido de pautas anatómicas, de adaptaciones recurrentes ante un mismo clima, tanto si eres de los de toda la vida o de los que acaban de llegar. Sin embargo tenemos que conformarnos con una visión borrosa, como si sólo la pudiésemos ver a cien metros de distancia, pues por ahora no podemos precisar si sus cabellos eran crespos o lacios, ni la silueta de sus narices, ni si sus ojos eran achinados. Para todos estos rasgos hay una serie de vías auxiliares de investigación como pueda ser el estudio de los restos óseos, la iconografía artística, los primeros textos, la organización socio-cultural (para inferir el tipo de selección sexual y el grado de mestizaje), la antropología comparada, etc. Cuando nos dediquemos al aspecto “racial” de los afroibéricos en sus distintas etapas utilizaremos todas estas herramientas, sin olvidar nunca que carecen del peso empírico de los datos referentes a la piel y la constitución, siendo a menudo datos parciales o imprecisos, y que por tanto han de tomarse con cautela.

miércoles, 16 de diciembre de 2009

Pintas afroibéricas 3. Diacronía vs. Sincronía

I. El modelo clásico o sincrónico

La imagen superior muestra el esquema tradicional raciológico que divide la humanidad en tres grandes linajes: blanco, amarillo y negro (aquí eufemísticamente rebautizados como “caucasoide”, “mongoloide” y “negroide”). Decimos que es sincrónico porque evita el análisis cronológico, partiendo de un supuesto estado atemporal donde cada tipo o raza parece haber surgido independientemente. Sin embargo este desprecio por el reloj ni suele ser absoluto ni mucho menos explícito, dando lugar a efectistas apariencias de verosimilitud que hay que desenmascarar. La primera de ellas, recordando a Magritte y su pipa, es que lo que vemos arriba no son “tres razas humanas”, ni mucho menos “los tres grandes troncos raciales de la humanidad”, sino sólo tres retratos que ni siquiera representan tres personas reales sino una acumulación de datos anatómicos estereotipados.



En este mapa aparecen los territorios tradicionales de aquellos pueblos cuya imagen coincide significativamente, aunque nunca de forma total, con el aspecto de los tres individuos retratados. Inmediatamente nos sentimos obligados a preguntar de qué raza somos entonces los pueblos que habitamos zonas continentales sin colorear, ya que suponemos la mayoría de la población mundial. Los raciólogos clásicos no dudarían en respondernos que principalmente somos mestizos, derivados o arcaizantes de los tres troncos raciales mencionados, pero en cualquier caso gentes sin un “espíritu racial claro”. El blanco, el negro o el amarillo “puros” (esta y no otra era la denominación empleada) serían estrictamente los aquí coloreados en el mapa. Como vemos llegan a analizar cierta evolución cronológica en las “razas”, pero siempre partiendo de un momento en que los tres grandes troncos raciales están ya establecidos, pues estos son la materia original de la que surge el resto de la humanidad por combinación o mutación. A su vez aprovechan para defender que cada uno de los tres troncos ocupaba originalmente una mayor extensión geográfica, considerando que sus actuales distribuciones son reductos de “pureza racial” libre de las zonas de contagio y mestizaje (en blanco en el mapa). No hay que ser un lince para ver el simplismo de esta teoría, sustentada en la perspectiva eurocéntrica de nuestras primeras exploraciones intercontinentales: frente a un “nosotros” (blancos) surgen los lejanos “otros” (negros al sur, amarillos al este) con los “mestizos” en medio (eslavos, bereberes, árabes o indios). La aparición de nuevos tipos raciales en continentes recién descubiertos (indígenas americanos, australianos, etc.) puso en cuestión el modelo de los tres troncos fundamentales, aunque no faltaron quienes se apresuraron a incluirlos dentro de las categorías existentes (diagnosticando por ejemplo a los australianos como proto-negroides y a los amerindios como mongoloides transgresivos).
El modelo tradicional tiende además a dilatar por todos los medios el innegable origen común de negros, amarillos y blancos. De nuevo es el racismo y el eurocentrismo el único motor, pues al blanco propiamente dicho, puro, o que se cree tal cosa, le repugna profundamente compartir cuna con las poblaciones que considera inferiores por ser de color. Partiendo del deseo inicial de que tal origen común jamás se hubiera dado, el blanco racista no ha hecho sino claudicar a trompicones con la evidencia científica, desde aquel poligenismo que defendía que cada una de las tres grandes razas provenía de un simio diferente hasta el actual multirregionalismo, que remonta el origen de nuestras razas al Homo erectus, teorías de las cuales ya he hablado en otras entradas. Sería además hipócrita y cobarde no denunciar que es el entramado compuesto por la derecha ultraliberal, la pretendida sociobiología y el darwinismo social quién más se beneficia perpetuando este paradigma. Llamemos como llamemos a la ideología subyacente, en todos los casos se precisa que las distintas humanidades hayan accedido independientemente a su modernidad biológica, esto es, que cada raza represente un caso distinto de cómo un pitecantropo (lit. “mono-hombre”) puede volverse plenamente humano. Al llegar cada raza a su humanidad total por distintos caminos y circunstancias se haría necesario reconocer que cada una tendrá sus virtudes y defectos, físicos y espirituales. Es decir, que las poblaciones de un color u otro serían superiores a las demás en unos rasgos e inferiores en otros, lo cual abre el camino a establecer como probable que unas razas hayan salido en general mejor paradas (más virtudes que defectos), y por tanto sean “mejores” que otras, incluso “superiores”.
III. El modelo actual o diacrónico
Afortunadamente, en la década de los 90s del siglo pasado se produjo el comienzo del fin para todos estos intentos de resucitar el racismo científico, y hoy en día es prácticamente inviable defender algo que no sea el origen común, africano y relativamente reciente de todos los humanos actuales. No es preciso ahora hacer un profundo análisis de estas ideas y su solvencia, basta que los interesados en hacerlo busquen en google tecleando por ejemplo “Out of Africa”, “Eva mitocondrial”, “Homo Idaltu” o “Jebel Irhoud”, y se darán cuenta de lo fuerte que ha pegado esta idea revolucionaria de que todos somos sustancialmente negros africanos, modificados luego en lo más superficial de nuestra anatomía al colonizar nuevas regiones del planeta. Esta es la tesis que mayoritariamente suscribo y que puede representarse con este dibujo, muy distinto a los anteriores:

Decimos que el esquema superior es diacrónico porque representa cambios anatómicos a través del tiempo. Pese a ser una escueta simplificación, nos servirá para comprender la dinámica del nuevo paradigma y sus diferencias respecto al anterior. El tipo numerado con un 1 representa al Homo sapiens sapiens original, africano y negro, a partir del cual van surgiendo nuevas formas anatómicas, de las cuales a su vez surgirán otras siguiendo un modelo arbóreo. Hay que aclarar que el surgimiento de nuevos tipos anatómicos no supone la desaparición del tipo ancestral, y de hecho el tipo 1 convive aún con nosotros. Para mayor claridad he asignado códigos de determinados colores para aquellos tipos que son equivalentes en deriva cronológica, siendo el más antiguo y básico el rojo, y el más progresivo y reciente el verde. La primera diferencia respecto al modelo tradicional sincrónico es que, lejos de ser los troncos “raciales” básicos y ancestrales, el “blanco propiamente dicho” (1B1A) y el “amarillo propiamente dicho” (1B2A) son precisamente los últimos en aparecer. Incluso el “negro propiamente dicho” (1A), mucho más antiguo en comparación, tampoco equivale al humano ancestral (1, más indiferenciado). Por el contrario, las hasta hoy tenidas por razas mestizas se convierten en intermediarios cronológicos entre el negro ancestral y los otros dos troncos. En nuestro caso, del tipo panafricano original surgió otro más amulatado (1B) presente principalmente en el norte y el este de África; de él surgió una variedad aún más clara (1B1) cuando Homo sapiens se expande por el Mediterráneo y el Próximo Oriente; finalmente este tipo 1B1 pasa a 1B1A, derivación totalmente albinizada, cuando alcanza el centro y norte de Europa. En resumen, y usando nomenclatura racialista, si el viejo paradigma defendía que el mediterráneo es una mezcla de nórdico y etíope, hoy el mediterráneo (1B1) es visto como hijo del etíope (1B) y padre del nórdico (1B1A).
Una vez que hemos asimilado la médula motor del nuevo paradigma “racial” a través de este esquema, hemos de volver a la realidad, mucho más compleja y que escapa a una representación tan simplista. Sin embargo, y aunque en muchos aspectos lo contradicen, estoy convencido de que estas matizaciones al modelo hacen más por enriquecerlo que por anularlo. Veamos las principales:
- A fin de cuentas, yo también me he dejado engañar por la pipa de Magritte. En realidad no existen los tipos por mí representados sino una serie de rasgos anatómicos aislados que la percepción y la costumbre tienden a agrupar porque son más comunes entre determinados pueblos que en otros. Así, las narices no se estrechan ni los pelos se alisan necesariamente al ritmo en que se aclaran las pieles o los labios adelgazan. Cada rasgo anatómico estudiado por los racialistas merecería su propio esquema arbóreo.
- Tampoco he representado todos los tipos catalogados por los especialistas como “razas” presentes o históricas, sino que he elaborado un árbol muy simplificado que explique la proveniencia real de los “grandes troncos raciales” de la tradición antropológica.
- Las flechas intentan resumir en un brusco salto lo que en realidad está compuesto por infinitos grados anatómicos (clinas). En una representación más realista, pero sin duda más confusa, las flechas deberían componerse no de líneas sino de cadenas donde cada pequeño eslabón lo forma una clina anatómica, una cabeza para cada grado de la transición.
- Finalmente, hay que abordar el talón de Aquiles de muchas de las posturas diácrónicas. Si los tradicionalistas carecían de la perspectiva temporal, a los modernos se les olvida lo geográfico (que en genética equivale a mestizaje). Los tradicionalistas esquivan la perspectiva diacrónica por racismo, mientras que los modernos huyen del mestizaje porque amenaza con desbaratar sus pulcras líneas evolutivas. Pero es innegable que absolutamente todos los grupos humanos se han sometido al mestizaje en todas las direcciones de su rosa de los vientos. De este modo nuestro esquema debería representar también flechas bidireccionales que conecten a todos los tipos que sean vecinos geográficos. Más aún, dado que en pasadas entradas suscribimos la hibridación entre ancestros del hombre y del chimpancé (durante nada menos que cuatro millones de años), parece ridículo no contemplar una misma posibilidad entre los Homo sapiens modernos y otras poblaciones de Homo sapiens o de Homo en general. Si el mestizaje entre sapiens modernos difumina las líneas de evolución somática, la mezcla genética con otras humanidades (en cantidad y calidad aún por determinar) inyecta y sustrae elementos anatómicos de forma inesperada. Para los aún renuentes al mestizaje entre especies Homo, recordar que la mejor manera de ser diacrónico es la que pone al hombre en contexto con todo su ciclo evolutivo, haciendo que lo que un día fue posible lo sea también después. Por mi parte no soy racista con las demás especies humanas y, aunque me siento mayoritariamente descendiente de sapiens modernos africanos, estoy seguro de que algún ramalazo llevo de neandertal malagueño, erectus granadino o sapiens arcaico marroquí.
Como vemos el cuadro se ha complicado hasta casi lo ininteligible, y esa ha sido la principal razón de que desistiera de representarlo con mucho más rigor. Sólo quiero que se retenga la idea de una evolución diacrónica a partir de un humano moderno que surgió en África bajo condiciones tropicales, y por tanto muy similar a los actuales negros subsaharianos. Sus descendientes irán cambiando de aspecto a medida que se expandan de su cuna africana hacia nuevos climas y mestizajes, en un proceso que no ha cesado hasta hoy y que ha dado lugar a la grandiosa variedad, adaptabilidad y belleza de nuestros tipos actuales. Dicho proceso de expansión se ha llevado a cabo en diferentes momentos, a diferentes ritmos, con distintas ratios de mestizaje intra- e inter-específico, por diferentes rutas (incluso simultáneas), etc. Pero lo más importante es que se trata de una expansión de rasgos anatómicos sueltos, no necesariamente de paquetes “raciales”. Todo ello nos tiene que volver muy cautelosos a la hora de determinar el aspecto anatómico de un pueblo como el de Afroiberia a lo largo de su historia. Y aunque por ese motivo desisto de elaborar una teoría demasiado perfilada al respecto, creo que existen elementos lo bastante sólidos como para defender cierto canon anatómico afroibérico. Aunque es muy general, cuenta con lo indispensable para trastocar la visión tradicional, y eurocentrista, que se tiene aún sobre el aspecto físico de nuestros tatarabuelos remotos. Lo desarrollaremos en la siguiente entrada de esta serie.

miércoles, 4 de noviembre de 2009

Pintas afroibéricas 2. El afroibéirico, persona de color

En España, decir que una persona es “de color” es un mero eufemismo para evitar mencionar que es negro. Pero originalmente, cuando la esclavitud y el colonialismo estaban en alza, se entendía como “gente de color” a toda aquella población del mundo que no perteneciera a la “raza” blanca. Después el término cayó en desuso salvo para realidades tan dispares como los mulatos sudafricanos, los criollos de Louisiana, o los afroamericanos en general cuando eran tratados con corrección política (de donde viene el uso que hacemos los españoles). Fueron los grandes ideólogos afroamericanos de los 60s (Martin Luther King, Malcolm X o Franz Fanon) los que devolvieron al término “gente de color” su acepción original, en armonía evidente con otros conceptos de su época como “anti-imperialismo”, “Tercer Mundo” o “países no alineados”. Un mensaje común a todos los citados venía a ser: “no me importa si no eres negro como yo, si eres cobrizo, pardo, amarillo o rojo, eres un hermano que también ha padecido la locura racista del blanco”. Se trata para mí de una expresión cargada de contenido y de esperanza que debería imponerse en todos los ámbitos académicos y mediáticos. Existe no obstante una crítica muy curiosa salida siempre de labios de blancos: según dicen, el término los excluye en una especie de complot de los demás humanos contra ellos. Algo cínico si tenemos en cuenta que fueron los blancos los que decidieron crear dicho término y lo que implica, esto es, su escisión total respecto a los demás habitantes del planeta, sin perder siquiera el tiempo a ver matices entre estos. Como es de esperar, el rostro pálido teme la unión de todas las víctimas de su racismo y colonialismo en una querella común, y procura recalcar la especificidad de las distintas problemáticas (blanco-negro, payo-gitano, cristiano-musulmán, etc.) a la vez que instiga las rencillas entre hombres de color para demostrar que esto de la opresión y el esclavismo ha sido cosa de todos contra todos. A veces tiene éxito y, como hoy día, el término “de color” vuelve a caer en desuso o tergiversa su sentido.

Dijimos en la entrada anterior que la raza no existe científicamente hablando, por tanto el blanco tampoco, de donde aceptaremos que mucho menos científico será el término “persona de color” entendida como no-blanco. Todo es perceptivo-subjetivo, no existen límites claros entre el blanco y el no-blanco, sino que estos fluctúan según quien los percibe y, más sangrante, según las circunstancias en que lo percibe. He conocido una sudanesa que todos teníamos por negra hasta que esta nos respondió indignada que ella era “árabe” y por tanto tan blanca como nosotros. He conocido nazis andaluces que han sido apaleados por sus homónimos nada más poner el pie el Londres o Berlín. Finalmente, todos podemos distinguir el abismo que se abre entre decir que los bereberes son caucásicos mediterráneos y aceptar que tu hija se acueste con un moro. Esta incongruencia entre teoría racial y praxis racista, y entre cómo nos vemos y cómo nos ven, provoca que la definición de “hombre de color” diste de ser unitaria. Así, para algunos sólo son pueblos de color los que antiguamente se denominaban troncos negroide y mongoloide, haciendo blanco en su totalidad al caucasoide. Otros consideran que árabes, indios de Asia, gitanos, bereberes, turcos y un largo etcétera de pueblos considerados caucásicos por los manuales raciológicos también forman parte de las gentes de color, y esa es por cierto la acepción que más seguidores tiene. Aunque ambas líneas tienen mi simpatía, sobre todo la segunda, las dos yerran al no abandonar la pretensión de una objetividad empírica en materia racial. Su distribución del hombre de color por el mundo sigue esclava de las trasnochadas categorías raciales, porque en el fondo creen en ellas.

Por el contrario hay que buscar una definición para “persona de color” que esté libre de la sombra raciológica, y creo que la solución está en analizar la forma más dura con la que los blancos utilizaron esta expresión. Hemos de recordar aquello que dije en la entrada de 4/12/2008, la anécdota del gobernador colonial que consideraba hombres de color no ya a los árabes e hindús junto a los negros, sino a los propios griegos y portugueses. No es el único ejemplo que podemos tener de la existencia de un “hombre de color blanco” como los euromediterráneos citados: los lapones, determinados eslavos, los magiares, los afganos, etc. La noción de “hombre blanco” es como una cebolla a la cual, según el grado de su paranoia racista, el blanco propiamente dicho o puro va integrando o eliminando capas. Es históricamente innegable que a veces cierra filas hasta excluir a los europeos mediterráneos, pasando a considerarlos hombres de color, aunque también es verdad que esta no ha sido siempre la teoría vigente, o al menos no la teoría que hoy hacen pública. Pero esas fases de laxitud racial son fruto de la astucia: cuando el blanco se ve débil frente al influjo de los pueblos de color, “contrata” blancos de segunda (en realidad sociedades de color bastante blancas) para que hagan de parapeto y acometan el trabajo sucio; cuando por el contrario se ven fuertes (Inglaterra isabelina, Alemania Nazi, USA de la posguerra) el racismo blanco vuelve a su más intransigente versión. Debe entonces quedar muy claro que el racismo blanco llega a ser tan agresivo que a menudo actúa contra otros blancos, convirtiéndolos por ende en hombres de color.

En medio de esta rifa de blanquitud la suerte del ibérico en general, y del afroibérico en particular, fluctúa vertiginosamente. Para muchos de mis paisanos eurocentristas aquello de que “África empieza tras los Pirineos” no es más que una exageración propia del pasado o de fanáticos, y no representa la concepción general que de Iberia tiene ese Occidente al que creen y desean pertenecer. Por el contrario yo defiendo que el afroibérico es un hombre de color por los cuatro costados, y estoy convencido de que el llamado anglosajón, el germánico o el nórdico opinan lo mismo en el fondo. Somos personas de color aunque nuestra piel sea clara, por meras razones históricas y sociológicas. Todo cuanto rodea al sur peninsular tiene un aire colonial y exótico que aparece invariablemente cuando nos preguntamos en qué parte de Iberia hay a la vez más turismo, más paro y subdesarrollo, más pasado islámico, menos industria, más cuarteles nacionales, más bases militares internacionales, o más paisanos caricaturizados por su fama de graciosos, flojos y sensuales (curiosamente lo mismo que en USA piensa un blanco de un afroamericano o un latino). Pero además somos, anatómicamente hablando, personas de color por más que a muchos duela. Es cierto que hoy sales por una calle andaluza y todos parecen muy europeos, porque un poco de depilación, de tintes, amén de la conveniente selección sexual hace milagros, pero esa es quizás la percepción del español que se mira a sí mismo. Para acceder a la idea que tiene un nórdico o un anglosajón de nosotros necesitas adquirir sus prejuicios, viajando y estudiando la vieja raciología. Entonces comprendes que esa española con el pelo rubio y la piel rosada que aquí apodaron “la sueca” no pasaría nunca por blanca en Europa, porque tiene el cabello duro y encrespado, evidente prognatismo y culo con esteatopigia. Llevamos más de cinco siglos (unas 20-25 generaciones) blanqueándonos a toda pastilla mediante selección sexual y mediante discriminación, con resultados más o menos exitosos. Pero ni siquiera todo este esfuerzo, este serio problema de identidad que la sociedad española arrastra desde los Reyes Católicos, que nos ha llevado a inquisiciones, expulsiones, pragmáticas y falsificación de orígenes, ha podido borrar nuestra marca africana y oriental. Seguimos siendo los más morenos de España, a su vez uno de los países más morenos de la Unión Europea.

Si algún ibérico quiere saber si su carnet de blanco es vitalicio que se pregunte si sería aceptado por el Partido Nazi Alemán o el Ku Klux Klan, porque estas son sólo minorías que traslucen lo que otros ocultan o posponen para mejor situación. Ningún rey tartésico sería admitido en un club inglés decimonónico, norteamericano de los 40s o sudafricano de los 80s tan sólo por el color de su piel o por sus tropicales rasgos, y el mismo rechazo les habría provocado cualquier afroibérico desde el Pleistoceno hasta la Edad Media. Frente a estas trabas, sabemos que para formar parte de los pueblos de color basta poseer un grado considerable de sangre no europea, contar con ancestros víctimas del abuso racista (o seguir padeciéndolo aún) y sentirse mutuamente solidario respecto a la comunidad de color, todo lo cual se ajusta también al pueblo afroibérico y sus necesidades. Personalmente opto por no esperar el perdón o la invitación por parte del club de los blancos (para lo que va a durar…), y afrontar la realidad de mi origen, del aspecto físico y modo de vida de mis antepasados. No importa cuán blancos nos veamos ante el espejo, todo aquel que se sienta afroibérico ha de sentirse también persona de color.

lunes, 2 de noviembre de 2009

Pintas afroibéricas 1. Introducción

Recientemente he mantenido algunas conversaciones que me han indignado y me han hecho querer retomar con fuerza el tema del aspecto físico de los afroibéricos. El detonante ha sido una entrada que recientemente colgué (Imaginando prehistorias), donde aparece un grupo humano que considero paradigmático de nuestro Pasado Remoto: mujeres, hombres y niños muy morenos en convivencia pacífica con el entorno. Parece ser que la simple observación de tal estampa provoca en algunos sudores e indigestión, así como la necesidad de contraatacarme con algo más que buenas palabras. Veamos algunos de los argumentos que me han dirigido en esta ocasión:

1.

Para cierto sector de estos críticos, del cual creo necesario puntualizar que se alinea en la derecha y el tradicionalismo ideológicos, mi afán por reivindicar que los antiguos afroibéricos eran gentes de color es una simple “mariconada” (perdón, pero así gustan de expresarlo), una especie de prehistoria salida del Ministerio de Igualdad o de una canción de Pedro Guerra. Como ya vimos en la cuarta entrega de esta serie (4/12/2008), los racistas encubiertos creen que la actual negación científica del concepto “raza” es simple producto del buenismo o de la corrección política, una mentira piadosa en aras de la convivencia y del quedar bien. Por eso están convencidos de que si un día se reactivase el debate racial la superioridad del hombre blanco volvería a aflorar.

2.

Del otro lado del arco ideológico aparecen los progres con su negacionismo de la raza (en inglés “race blindness”, “ceguera racial”). En este caso su accidental representante me ha afeado el no haber ofrecido un panorama más plurirracial (a propósito, curioso término para alguien que reniega de la “raza” como concepto). Se a lo que se refiere, pues desde que se popularizó lo de la Eva mitocondrial, los documentales y películas se esmeran en congregar en el casting a miembros de multitud de etnias o poblaciones (magrebíes, polinesios, esquimales, afroamericanos y por supuesto caucásicos) para dar la idea de que en origen todos vivimos como una sola comunidad. Resumiendo, no les parece mal que los dibuje morenos, pero me afean que todos los representados lo sean.

3.

Asimismo, en tales charlas volvió a mencionarse con sorna mi particular y biográfica identificación con el colectivo de los negruzcos. Parece ser que si un rubio reivindica la rubicundez celta hace ciencia, mientras que si un moreno reivindica la morenura de determinada civilización tiene como única motivación el exorcizar complejos (supongo que de inferioridad racial).

Para mi defensa delegaré en un abogado tan inmejorable como es la UNESCO, en concreto lo que defiende en su Declaración sobre la raza y los prejuicios raciales (27/11/1978). Se trata de un documento sin desperdicio, de lectura casi obligada, del que destaco las siguientes ideas:

- Tras consultar con la comunidad científica mundial del más alto prestigio, la UNESCO manifestó categóricamente que la raza es un concepto sin ningún valor empírico, es decir, que carece de existencia objetiva.

- Sin embargo, defiende con la misma rotundidad la existencia de una percepción social de las razas. En su artículo 1 dice textualmente: “Todos los individuos y los grupos tienen derecho a ser diferentes, a considerarse y ser considerados como tales. Sin embargo, la diversidad de las formas de vida y el derecho a la diferencia no pueden en ningún caso servir de pretexto a los prejuicios raciales”. Quiero destacar de esta frase la dicotomía entre derechos y deberes raciales, derecho a la autoafirmación y deber de rechazar las creencias supremacistas. Al racismo no se llega estudiando o reivindicando las razas sino sólo al hacerlo con pretensiones científicas y con un claro interés por demostrar la superioridad intrínseca de unos (generalmente blancos) sobre otros.

- Finalmente, la Declaración dedica su artículo octavo a exhortar a todos los seres humanos sin distinción a combatir el racismo en la medida de sus posibilidades. En el caso concreto de los académicos, gobiernos y medios de comunicación les hace una amonestación más severa para que velen especialmente porque no se propaguen mentiras racistas y aseguren que el pueblo esté correctamente informado.

Estas conclusiones se oponen frontalmente con cualquiera de las tres críticas que he recibido. Por un lado los racistas más o menos encubiertos tienen que comprender de una vez que no hay concesiones buenistas en la negación de un status científico para el término “raza”, y que tampoco hay salvación posible para toda la raciología clásica hoy aparcada, precisamente por habérselas querido dar de científica. Por el otro los negacionistas han de preguntarse por qué somos exclusivamente personas de color las que más interesados estamos en abordar la “raza” desde un enfoque sociológico, psicológico, histórico, perceptivo, etc., mientras que ellos (en su mayoría autoconsiderados blancos) nos responden que tal pretensión ya es por sí misma racismo. Ambos bandos deben saber que si yo pinto a los afroibéricos antiguos con rasgos muy africanos es porque lo considero la opción más probable, porque creo documentada y vehementemente que así fue. Según la UNESCO tengo derecho a creerlo mientras no acabe pregonando la supremacía intrínseca de la raza morena, lo cual está muy lejos de ser mi caso. De hecho ya dije que no me considero heredero de los viejos manuales de antropología física, que no funciono con sus razas sino con algo que mejor podríamos denominar aspecto físico, porte anatómico, hechuras o pintas. Todo el mundo sabe distinguir al “negro” que se cruza por la calle, las descripciones “raciales” ahorran muchos rodeos a la investigación policial, y todos sabemos captar al vuelo un gesto racista, así que es hipócrita defender que ese tipo de percepción psico-social no pueda aplicarse al Pasado Remoto. Finalmente no tengo la culpa de que siendo moreno me interese por la total reluctancia que muestran sociedad y académicos para reconocer influjos genéticos africanos en su vecina Iberia. Que mi inquietud provenga precisamente de ser yo tan moreno no resta en absoluto objetividad a mis investigaciones, sino que la UNESCO lo ve un motivo óptimo para sentirme en el deber y obligación de profundizar en ese camino.

Espero que mi indignación sea comprensible: de las críticas recibidas, unos me han llamado blandengue, los otros racista y los terceros narcisista. Si nos fijamos, en los tres casos los argumentos brillan por su ausencia, ninguno ha venido a discutirme una idea concreta de las que defiendo a lo largo del blog, y acaso crean que no lo necesitan. Hasta ayer les bastaba con adoptar un tono acusativo y chulesco, sabedores de que los mecanismos de autoridad cultural así se lo han venido permitendo. Pero gracias a Santa Internet mis ideas ya no se ven ahogadas por ese muro académico y editorial, con ese filtro y censura con el que hasta ayer tenía que lidiar cualquier disidente. Viendo la visceral reacción ante unos simples dibujos, viendo además que las críticas provienen de ideologías tan distintas, he creído imprescindible contraatacar con toda la batería de argumentos en mi mano. Tan exhaustiva va a ser mi argumentación que he creado una serie de entradas exclusivamente dedicadas a nuestra morenura ancestral, a pesar de su innegable parentesco con otra serie, Complejos identitarios, cuyas conclusiones habría que sumar. ¿No quieres chocolate? Pues toma dos tazas del más oscuro.

lunes, 26 de octubre de 2009

Isla de Flores: menos huesos y más canoas

Ayer 25 de octubre me desperté con la noticia de que el polémico Homo Floresiensis, al que ya me he referido en alguna ocasión, no es un erectus enano sino que desciende directamente de habilis o de rudolfensis. Francamente, esa cuestión me tiene sin cuidado e invito a que cualquiera consulte la web (Mundo Neandertal y El Paleofreak son blogs perfectos para ello) para comprobar la velocidad con que se producen drásticos vapuleos a las teorías sobre este pequeño hombrecito del paleolítico indonesio. Es entonces inevitable que dentro de unos meses aparezca un nuevo artículo desmintiendo todo lo anterior, es decir, todo lo que ahora debemos acatar como dogma de fe. Gracias, pero prefiero ahorrarme el viaje.

Desde mi punto de vista, el Hombre de Flores nos ofrece datos mucho más útiles y libres de interpretación, básicamente relacionados con su cronología y con la geología. Tomando todos los individuos encontrados (porque el famoso cráneo que bautizó la especie no es el único), su presencia en la isla abarca un período entre 90.000 y 12.000 años antes del presente. Con la misma fiabilidad, otras dataciones han determinado que unos útiles líticos encontrados en la isla tendrían alrededor de 850.000 años de antigüedad. De otro lado, los geólogos y climatólogos nos aseguran rotundamente que ni en la primera ni en la segunda fecha, en ninguna realmente, pudo ocurrir que una glaciación bajase el nivel del mar hasta crear un puente continental para la isla. Aquellos huesos y aquellas piedras demuestran que llegaron por mar en épocas escalofriantemente remotas. Como digo, ninguno de estos dos elementos puede ponerse en duda: que llegaron hace tanto tiempo y que lo hicieron por vía marítima. En sí supone una de las mayores revoluciones en el panorama de la Hominización, pero sin embargo contemplamos atónitos como se la ignora para continuar en el mismo debate de siempre sobre huesitos, clados y evoluciones “en mosaico”. Todos parecen olvidar que, aunque jamás hubieran aparecido los huesos del floresiensis, desde hace años se conocía la presencia de industrias de piedra en la Isla de Flores con una antigüedad cercana al millón de años y que esto bastaba para abrir un debate en torno a la navegación prehistórica que artificial e interesadamente se viene posponiendo.

Mi postura al respecto, por parecerme la más plausible, es que el género Homo pudo dominar rudimentos de navegación en esa época, algo que solivianta a numerosos académicos. Para ellos, la única razón de esta tempranísima presencia en Flores es que los autores de esos útiles hubieran llegado a la isla accidentalmente pero, ¿en qué consiste realmente eso? Sabemos que determinados animales llegaron a sus actuales hábitats transportados por troncos, a veces recorriendo distancias enormes, pero hablamos de monos o iguanas, esto es, seres relativamente pequeños y cómodos subidos a una rama. Al aplicarlo a los humanos, por primitivos que sean, este argumento se vuelve inaplicable como no sea recurriendo a unas circunstancias francamente inverosímiles, tan ridículas que en comparación mis homínidos navegantes parecen un argumento mucho más probable y natural. En cualquier caso finjamos suscribir las tesis de la llegada accidental e imaginemos que un homínido bípedo de alrededor del metro de altura y los 40kg de peso acaba subido en un tronco que flota en el mar. Lo primero que debemos preguntarnos es por qué, y debemos ser cuidadosos en nuestra respuesta. Porque si queremos equipararlos a los chimpancés y orangutanes, poca confianza iba a depositar este individuo en el mar, así que no es factible que andara jugando con tronquitos en la playa. Circulan por ejemplo bochornosas teorías de homínidos accidentalmente dormidos en un tronco que la pleamar arrastrara océano adentro, pero se trata de una circunstancia tan estrafalaria que jamás podríamos basar en ella la colonización de toda una isla. Recordemos que para que haya colonización necesitamos una población, no a un solo individuo, y que esto sólo sería factible si los transportados fueran al menos dos, o si el fenómeno se produjera a menudo, algo del todo imposible con la teoría de la “cama flotante”. Ni siquiera un humano actual tendría posibilidades significativas de atravesar sobre un tronco los kilómetros de esos estrechos insulares plagados de tiburones y con corrientes de aúpa (mucho menos si se despierta de una siesta en pleno océano). Si va más de uno en el tronco las posibilidades de dar un vuelco son mucho mayores; si los transportados individualmente no son de sexo contrario ni sufren su percance en fechas cercanas adiós a toda posibilidad de reproducirse en las nuevas tierras; si el tronco no es lo bastante grande los tiburones se cebaran de los pies que cuelgan para mantener el equilibrio, etc. En fin, existe toda una batería de argumentos para desterrar la milonga de la llegada accidental al terreno de lo sumamente improbable. Un argumento aparentemente infantil que realmente esconde prejuicios evolucionistas, la negativa de muchos de conceder un don tecnológico como el navegar (hasta ayer datado en el neolítico) a esos infra-humanos.

Una perspectiva libre de condicionamientos nos pone sobre otro tipo de pistas, como que la expansión de los humanos por el planeta se ha hecho siguiendo los litorales, así que no es ninguna locura presuponer a sus protagonistas cierta familiaridad con el medio acuático. Incluso los defensores de las teorías accidentales tienen que ubicar a sus homínidos al borde de la playa antes de ser raptados por el tronquito sedante. Aceptado esto, es muy difícil pensar que aquellos seres no estuvieran hartos de ver maderas flotando, y de ahí a pensar en aplicaciones para la pesca va un paso. Para mí es evidente que una persona habituada a tallar industrias bifaciales o encender fuego es a la vez muy capaz de cortar unos maderos y atarlos hasta formar una balsa, y más si el lograrlo le va a reportar una captura mayor de peces o, en este caso, el acceso a unas tierras libres de competidores. Dejemos la mesana, el trinquete o el timón, hablo de unos rudimentos náuticos que tampoco podrían ofrecer unas garantías de éxito muy halagüeñas, pero que en un momento de necesidad pudo suponer un riesgo ineludible e incluso deseable. En un par de balsas sí podemos lanzar un número de personas que aseguren la reproducción del grupo en su destino, así como contar con unas condiciones de seguridad algo mayores frente al oleaje o los depredadores marinos. Queda entonces a cargo de los hiperescépticos o desmitificadores la tarea de demostrar por qué piensan que tal capacidad y circunstancias fueron imposibles hasta el Holoceno.

Afroiberia no es en absoluto ajena a esta polémica. Los 14km que nos separan de África se corresponden aproximadamente a la distancia que media entre Flores y la isla grande más cercana. En ambos casos el paisaje de la tierra de destino era perfectamente divisible desde la de origen, lo cual constituiría una tentación permanente. Además, las corrientes gibraltareñas han sido a menudo un argumento empleado para negarnos toda comunicación intercontinental, cuando está más que demostrado que a las fuertes corrientes marinas indonesias hay que sumar la presencia de impresionantes tormentas, aquellas que han hecho famosos a los mares del sur. Por otra parte es imposible que lo que ocurría en la lejana Java no se repitiera en Gibraltar, a un paso de la madre África y su avalancha de prototipos homínidos. Para colmo, el que dichas navegaciones fueran factibles desde hace 850.000 años permite que el contacto vía Gibraltar se vuelva la mejor opción para explicar el origen de la humanidad afroibérica desde Orce en adelante. Por todo lo anterior, defender la plausibilidad de navegaciones pleistocénicas a Flores equivale por carambola a africanizar los orígenes de nuestros humanos peninsulares. Como lógico reverso, muchos de los prejuicios que se vierten sobre Flores coinciden con los que se destinan a Afroiberia, y puede que incluso tengan un mismo origen.

Si alguno piensa que llegado a este extremo he perdido un poco la objetividad, que soy de nuevo carne de conspiranoia, quizás le pueda convencer de lo contrario la siguiente prueba o ejemplo. Salvador Moyá fue uno de los discípulos que traicionó a José Gibert (descubridor del Hombre de Orce), y por tanto uno de los más enconados enemigos de la preeminencia de humanos antiguos en el sur peninsular, es decir, de una cuna afroibérica para la humanidad europea. Pues bien, el mismo individuo publicó en 2008 un artículo afirmando que los restos de Flores no corresponden a otra especie sino a un humano moderno con malformaciones. Cualquiera que esté habituado al modo de proceder de estos funcionarios del conocimiento, que obedecen todos un estricto sistema de etiqueta y de respetar el territorio ajeno, habrá notado lo mucho que desentona un académico español opinando sobre fósiles indonesios. Las figuras mundiales sí, esas suelen opinar de todo y todos las escuchan, pero lo normal es que las figuras mediocres (la mayoría de españoles entre ellos) guarden silencio sobre aquellos asuntos que en nada les afectan y que implicarse en ellos sólo les reportaría enemigos de altura internacional. Otra cosa son los manuales generalistas, donde por lógica se trata todo el panorama mundial de hallazgos; o las colaboraciones en esos artículos multitudinarios con plantilla internacional, donde la opinión de uno se diluye en el gran todo; o incluso habría que aplicar otra lectura cuando este bombazo se mencionara de pasada en un artículo dedicado a un asunto diferente aunque relacionado. Pero en este caso nos encontramos con un artículo dedicado exclusivamente al Floresiensis, escrito únicamente por este autor en colaboración con Meike Köhler, publicado por el Institut Catalá de Paleontología para el que ambos trabajan, y donde arremeten sin disimulo contra la tesis central de los descubridores del Floresiensis. El caso es que si éste humano es moderno ya no necesitamos de una llegada muy antigua a la isla (aquellas piedritas de hace 850.000 años podrían ser tildadas de “eolitos” o ser cuestionadas en su datación, algo a lo que Moyá se acostumbró en Granada) y por tanto la navegación podría volver a postergarse hasta muy recientemente. Apliquemos lo mismo a Gibraltar y vemos que lo que parecía una inexplicable salida de tono de este judas ultraoficialista se ajusta como un guante a su rechazo por los restos de la zona de Orce: si permite navegaciones de hace casi un millón de años de antigüedad le será casi imposible negar la presencia humana en nuestro sur para las mismas fechas, llegada desde África vía Gibraltar, y consecuentemente Gibert y sus teorías lo dejarían en el ridículo que desde hace décadas merece. ¿Casualidad? Como dijo el poeta, no me contéis más cuentos.

domingo, 25 de octubre de 2009

Imaginando prehistorias

Todos tenemos un imaginario prehistórico aunque no lo sepamos conscientemente, común además en la mayoría de nosotros, que se nos activa cada vez que nos hablan de aquellos lejanos tiempos. Procede en gran parte de las películas y documentales, de la misma forma que se activan otros cuando nos mencionan “Edad Media”, “Revolución Francesa” o “California años 60s”. Son tan potentes y están tan instalados en nuestra, digamos, mente automática que incluso nos permiten leer manuales y artículos que son contrarios a tal imaginario prehistórico sin que consigan desgastarlo en lo sustancial. Por eso me he sentido obligado a zarandear dichas asunciones iconográficas con algo que puede recordar los pasatiempos conocidos como “encuentre las 8 diferencias”, atreviéndome con una serie de ilustraciones de las que no hay que esperar más calidad que lo que doy de mí como articulista. Son, más que dibujos, collages que intentan representar en poco espacio y de forma esquemática los elementos prehistóricos que espero evolucionen en nuestra mente, desde un estado tópico a otro más acorde con lo visto a lo largo del blog. Lo ideal sería que cada uno los grabara en su ordenador y luego los fuera pasando sucesivamente como fotogramas de una película (el mismo visor que ofrece Windows sirve) para comprobar los cambios.

Empecemos entonces con la visión más común que tenemos del Pasado Remoto:

Vemos cuatro machos adultos armados con lanzas y hachas rodeados de un entorno gélido y patentemente hostil, aun cuando lo haya suavizado para hacerlo aplicable a la Península Ibérica. Vestidos de pieles y con hechuras animalescas, otean la caza mayor, preferentemente mamuts, rinocerontes lanudos o algo que sea igualmente épico de abatir, dando significativamente la espalda al arbusto con bayas que aparece arriba a la derecha. Esta gente vive sin duda a salto de mata y nada en el cuadro implica una sedentarización siquiera estacional; están ahí de ruta cazadora, a la fuga quizás de algún temible depredador y poco durarán ante nuestra vista. Cronológicamente carece de márgenes definidos, porque se trata de una estampa que tanto la vemos cuando nos pintan a los antecessors, a los hedielbergensis, a los neandertales o a los humanos modernos del Pleistoceno, aunque sí la ubicamos en la segunda mitad del gran concepto Prehistoria, es decir, cuando salimos de África y ya no somos peludos “medio-monos”. Esta es como digo la visión estándar que todos hemos heredado de la prehistoria de celuloide.

Pasemos al primer ajuste sobre este imaginario:

Los cambios observados afectan tanto al entorno como a los protagonistas. En cuanto al primero, las nieves han desaparecido, algo necesario cuando tratamos nuestra Península. Aquí, quede claro, no hubo glaciares al estilo europeo y menos aún en Afroiberia, donde sólo en Sierra Nevada se puede interpretar una presencia mucho menos que anecdótica. De hecho, nuestras tierras son consideradas por los especialistas un refugio climático para todas aquellas especies, incluida la humana, que huía de los glaciares como de la peste. En lo que se refiere a las personas, hay cuatro cambios significativos. El primero es que hemos cambiado los cuatro machos por dos hembras y dos varones, algo que lejos de ser una licencia feminista o una debilidad por lo políticamente correcto supone una realidad reproductiva incontestable: ¿con quién si no tenían hijos los cuatro bestiajos de la ilustración anterior? Si no queremos confundirlos con las amebas y su partenogénesis, cada vez que imaginemos un “hombre de las cavernas” tenemos la impostergable obligación de acompañarlo de su versión femenina. El segundo elemento es el de la humanidad plena, en sus gestos, sus posturas e intercomunicación, algo que es capital para entender nuestra condición de humanos y que se sigue escamoteando en los reportajes pretendidamente más actualizados. El público debe saber que, a sólo 200m de distancia, nos sería imposible distinguir entre un grupo de erectus y otro de humanos modernos: los mismos andares, el mismo rascarse, las mismas manos en jarra, las mismas carcajadas o los mismos silbidos. El tercer elemento es, salta a la vista, que frente a la blancura de los anteriores defiendo la negritud (o tremenda morenura) de sus rasgos anatómicos, algo que no puede ser refutado tras los recientes descubrimientos tanto paleoantropológicos como genéticos. El hombre de cualquier especie llegó a Afroiberia desde África con la piel negra, y no existen motivos climáticos para suponer que aquí (o en el Mediterráneo) necesitara albinizarse de forma sustancial, aunque mutaciones algo más claras tampoco serían castigadas por el entorno. No obstante las hembras son menos oscuras que los machos, pues esa diferencia de tonalidad es necesaria para que los fetos absorban desde el vientre de sus madres vitamina D, necesaria para no padecer raquitismo. Finalmente, he querido poner el énfasis en las tareas de recolección frente a las de caza. “Cazador-recolector” es para muchos un eufemismo o tecnicismo para referirse a sus adorados cazadores, así que yo los convierto en “recolectores-cazadores” para equilibrar la balanza y porque creo realmente que esa es el orden prioritario en su búsqueda de alimentos, más aún si entendemos que determinados nutrientes animales como los huevos, las almejas o la miel se recolectan, no se cazan. Sin embargo, soy tradicional en el sentido de que sostengo que la caza es más cosa de hombres y la recolección de mujeres, a nivel estadístico y no normativo, pues lo contrario no sería muy compatible con las fases de embarazo y lactancia.

Asimilado esto, podemos atrevernos con el segundo ajuste:

Volvemos a dividir nuestros comentarios entre el entorno y los humanos. Es patente que la naturaleza ha explotado en fertilidad respecto a la imagen anterior. Conste que he sido muy moderado en mi representación, pues me he limitado a situar la escena en un abigarrado encinar, y no en los bosques de laurisilva o entre alcornoques de 30m de altura y 4m de diámetro en el tronco que se pudieron también dar (OIS 5E o Eemiense en el Pleistoceno, Período Atlántico en el Holoceno) y que corresponden a estados climáticos más cálidos y húmedos que hoy. No, basta eliminar la destructiva acción antrópica para que un clima como el nuestro, o incluso más frío pero también más húmedo, pudiera permitir bosques muy espesos, acuíferos al tope de su capacidad (el agua de la derecha es fruto de un manantial cercano que sale del mismo karst que generó la cueva), y una fauna/caza que hoy nos cuesta trabajo imaginar para Afroiberia: equinos parecidos a cebras, macacos, osos, mejillones de 20cm de valva, castores, elefantes e incluso un tipo de pingüino como se verá en otro artículo. Por su parte los humanos se han multiplicado de cuatro a diez, y lo han hecho por la misma lógica por la que antes incluimos a las hembras: la pirámide de población de cualquier grupo cazador-recolector actual, incluso de cualquier población histórica de eso que llamamos “Antiguo Régimen” implica una mayoría aplastante de subadultos. Así, el cuadro final está compuesto por un anciano (varón), tres adultos (dos hembras y un macho) y seis niños (machos y hembras en igual proporción, uno de ellos aún en el vientre materno). Las niñas se diferencian de los niños por su tono más claro, como ya vimos en los adultos, comprobando que tanto recolectan bayas como capturan pescado, al tiempo que he querido representar a un varoncito tomando a una niña pequeña en brazos mientras otro aprende técnicas líticas del abuelo, en un intento por desmantelar tópicos sobre la asignación de tareas según el género. La última observación que cabe hacer es que el conjunto general de la imagen cuestiona el que tuvieran que ser forzosamente nómadas: hay demasiados niños para andar todo el día de ruta, el ecosistema circundante tiene recursos de sobra durante todo el año, y por encima de todo hay que recordar que sólo vemos una familia dentro de un grupo mucho mayor, de unos 300 individuos en total que se extendería en vecindad por una extensa región. Evidentemente, por el patrón fisión-fusión que compartimos con otros simios, estas sociedades sufrían continuas reorganizaciones entre sus miembros, las cuales implicaban a veces traslados a considerable distancia, pero más a nivel de individuos (exogamia) y de circunstancias (estacionalidad) que a nivel global, y más a nivel interno que externo.

Ajustemos por última vez nuestro imaginario prehistórico:

Esta ilustración carece de cambios en lo paisajístico para centrarse en lo tecno-cultural. En cuanto a los modos de explotación podemos ver:

- Abajo a la derecha, el niño del estanque pesca. A la manera de los actuales amazónicos, ha envenenado previamente el agua con una planta y ahora procede a sacar los adormilados peces con una cesta-red hecha de los juncos que le rodean, de tripas, de crines, o de lo que cada uno prefiera imaginar.

- Si nos fijamos bien, al alcornoque grande le han quitado el corcho, y con él han podido realizar desde contenedores alimenticios a colmenas. Obviamente estas no aparecerían en el plano pues no se suelen colocar tan cerca de los lugares de habitación.

- Aparece un perro o un lobo domesticado, sin duda muy útil como compañero de caza y como defensa en el refugio. La domesticación pleistocénica de cánidos es ya indiscutible, aunque los recalcitrantes continúan cuestionando si se trata de la norma o de un par de fenómenos aislados y anacrónicos.

- El niño que aprende técnicas líticas porta arco y carcaj, algo que todo el mundo acepta desde el solutrense, pero que otros nos atrevemos a remontarlo hasta el ateriense africano y más atrás, como atestiguan ciertas puntas musterienses francamente “leptolíticas” e incluso “microlíticas”.

- Todo se ha vuelto de color, las pieles, la entrada a la cueva, o las piedras decoradas. Los tintes y cremas naturales han sido conocidos desde siempre: caolín, ocre, almagra, índigo, alheña, sangre, hollín, tintes moráceos de determinadas bayas o de tonos verdes a partir del jugo de hojas, etc. Algunos se aplicaban de forma natural y otros eran ayudados en su fijación añadiéndoles sustancias como la orina; algunos eran simplemente ornamentales mientras otros tenían funciones añadidas (como el barro frente al sol y los mosquitos).

- Finalmente podemos suponer un interior de cueva no sólo decorado con arte parietal sino con una despensa de carne y pescado conservados ya sea mediante salazón o mediante ahumado.

Junto a estos avances puramente tecnológicos también observamos cambios en lo cultural e identitario. Esta es quizás la parte más problemática del proceso y la que implica un riesgo mayor a la hora de dibujar su ilustración correspondiente. Sabemos que nuestros ancestros del pasado remoto tenían culturas, identidades o etnias muy marcadas, tanto porque lo certificamos en el registro arqueológico como porque así lo siguen demostrando los pocos cazadores-recolectores que sobreviven. Y no sólo ellos: cualquier aficionado a la Etnografía se ha maravillado con esas fotos antiguas donde a cada kilómetro del Río Congo o a cada salto de isla melanesia cambian drásticamente los tocados, maquillajes, vestidos, y el tratamiento general de la imagen. Sin embargo, no podemos atrapar en un solo dibujo esta enorme riqueza sino jugar una apuesta dentro de las muchas posibles, y en ese justo instante sentimos la crítica positivista jadeando en nuestra nuca: “¿cómo sabe usted que las afroibéricas llevaban ese complejo tocado, o que los guerreros se pintaban con caolín?” De nuevo exigen que demostremos nuestra inocencia, algo aberrante si lo extrapolamos al terreno judicial democrático. Son ellos los que deben responder por qué les parece imposible que así lo hicieran. Por supuesto, lo que pretendo representar no es el modo en que se adornaban sino hasta qué grado eran capaces de adornarse, aunque para hacerlo lo tenga que concretar en un ejemplo. Lo contrario sería limitarme a la cobarde y aséptica representación a la que nos tienen acostumbrados, donde por no aventurar una forma estético-cultural concreta acaban sugiriendo, por pasiva, que carecían de tal capacidad identitaria. De la misma forma, sus organizaciones sociales y familiares variarían, y esto también se reflejaría en sus apariencias. Para nuestro ejemplo, los niños y los ancianos llevan el cabello corto, signo de que están fuera del juego reproductivo, aunque el anciano se permite una larga barba que el joven guerrero tiene vetada. Este sin embargo, puede dejarse el pelo largo y portar las pantorrilleras de crin de encebro. Al llegar a la pubertad, las niñas son escarcificadas (cicatrices que forman dibujos en relieve) mientras que los niños son tatuados. Ya adultos, el ocre es tabú para los hombres y el caolín para las mujeres, mientras que los abalorios (collares, expansores de oreja, huesos insertados en el mentón, etc.) son de uso mixto. Supongo innecesario repetir que esta no es sino una forma más entre las posibles de expresar que su complejidad social se manifestaba bajo diversos códigos, el estético entre ellos.

Sólo nos queda retomar la primera ilustración y contrastarla con esta última que hemos visto. Una representa la inercia iconográfica heredada y la otra es un ejemplo de cómo hay que desterrarla de nuestras mentes. No se trata de dos modos contrapuestos de interpretar unos mismos restos arqueológicos sino que reproducen la diferencia entre un paradigma cargado de prejuicios (antropocéntrico, eurocentrista, machista, etc.) frente a otro que no lo está, o que al menos ha pretendido con todas sus fuerzas no estarlo. Confieso que he sido cobarde en mi propuesta, que no he querido provocar demasiado shock entre los bienpensantes y que pocas veces he repasado tanto en mis fuentes qué elementos iba a incluir y cuáles no, pero aún así el resultado es llamativo incluso para mi. Pues entre todos los prejuicios que se desprenden del primer cuadro, el evolucionismo filosófico no es el menor: la gran diferencia entre una ilustración y otra es que jamás querríamos vivir en las nieves de la una mientras que muchos firmaríamos sin pensar llevar la vida de la otra. El evolucionismo dota, sí, a sus cavernícolas de innegables virtudes, hasta el punto de convertirlos en precursores del guerrero épico occidental, pero al mismo tiempo los arrincona hacia un estado de primitivismo infundado. Clima adverso, predadores, alimento escaso, hacen que carezcan de oportunidad para salir de un ciclo de mera subsistencia, viviendo en la escasez y el stress continuo, todo lo cual los hace parecer subnormales o animalescos a nuestros ojos modernos por mucho que alabemos su valentía y resistencia. El evolucionismo necesita mostrarnos una vida prehistórica azarosa y carencial que podamos despreciar y que nos sintamos orgullosos de haberla dejado atrás mediante “adaptaciones”. Sin embargo, tal y como yo modifico la escena en la última ilustración, no podemos hablar de un modo de vida inferior sino de otro modo de vida: frente evolucionismo, alteridad. En esto coincido con los actuales antropólogos que rechazan tajantemente el apelativo de “primitivos” para nuestros cazadores-recolectores actuales. ¿O acaso quedan racistas que piensen que al bosquimano le falta todavía un “hervor” evolutivo?

jueves, 8 de octubre de 2009

Amnistiad El Carambolo

Desde el pasado 1 de octubre y hasta el 10 de enero del 2010, El Museo Arqueológico de Sevilla expone el Tesoro del Carambolo junto a otras piezas protohistóricas provenientes de distintos museos e instituciones nacionales. Lo más llamativo es que dicho tesoro no proviene del Museo Arqueológico Nacional o de otro museo de fuera, sino de la caja de seguridad de un banco. Esta absurda circunstancia se quiso justificar por el miedo que cundió en 1977 debido al robo de la Cámara Santa de Oviedo, por más que aquellas joyas fueran recuperadas días después. Como resultado, en 1978 se saca el tesoro del Museo Arqueológico y se traslada a un banco. Aquello se saltaba por cierto la legalidad de entonces, pues si el Carambolo no acabó en el Museo Arqueológico Nacional fue porque el Ayuntamiento de Sevilla acordó con Madrid la titularidad de dicho tesoro, aunque el Estado puso entre otras condiciones que jamás debería salir del museo sevillano. Más adelante, se me ocurren dos momentos en los que hubiera quedado muy bien la “liberación” del Carambolo: 1982, llegada de un sevillano a la presidencia del gobierno, y 1992, Expo de Sevilla. Pero no se hizo. De hecho el Tesoro del Carambolo sólo ha visto la luz en cuatro ocasiones desde 1978, y siempre ha vuelto a las catacumbas. Con esta última exposición pretenden hacernos creer que ahora sí viene la buena, que esta vez el Carambolo se queda en el Arqueológico de Sevilla, a la sazón recientemente rehabilitado. Pero yo me pregunto: ¿quién puede tomarlo en serio si ya se ha puesto fecha final para dicha exposición?

Cuestión aparte es el modo en que los periódicos han enfocado la noticia. En concreto vamos a tratar la cobertura que hace El País (3/10/2009), la cual nos va a servir para denunciar la actitud de ciertos arqueólogos e historiadores de la propia Andalucía. “El Tesoro del Carambolo recupera los rituales fenicios” y “El tesoro de Baal y Astarté” son respectivamente los títulos de la entradilla y del artículo. Creo que son por sí mismos evidentes, pero otra pista puede ser que el término “fenicio” se menciona hasta 8 veces en un texto que no ocupa más de un folio. Su enfoque no coincide con el de ningún otro periódico, y por tanto no debe provenir de la nota de prensa facilitada por el comisariado de la exposición. Desde mi humilde opinión es bastante probable que los de El País hayan querido trascender la frialdad del teletipo, añadir un toque chic a su noticia, y han pensado que lo mejor era consultar a su hombre de confianza en estos asuntos. Pero parece que su arqueólogo de cabecera ha tomado claro partido en un debate historiográfico y su consejo afecta negativamente la noticia, y de paso la credibilidad del periódico. ¿Tartessos o Fenicios? El País nos dice que fenicios, y se siente con ello moderno y rompedor, pero lo que hace es denigrar su cometido social. Porque cuando no existe consenso entre la comunidad científica los diarios no deben dárselas de entendidos apoyando a una u otra facción, sino citar a ambas o esconder a las dos y limitarse a lo básico.

Muchos me habrán encasillado ya entre los “indigenistas” dentro del debate tartésico pero puedo asegurar que, si acaso, andaría en el bando contrario. Soy el más acalorado defensor de nuestra identidad cananea, de hecho creo firmemente que aún queda mucho de ella por mis tierras, pero no se qué tiene eso que ver con dinamitar la identidad tartésica. De nuevo aparece robotín cartesiano: “si tartesio… no fenicio… bip… si fenicio… no tartesio”. Señores catedráticos, deben salir de sus rancias diatribas y echar un ojo a los manuales más básicos (actualizados, eso sí) de Antropología. Yo no dejo de ser español por creer en un mesías cananeo (¿qué otra cosa fue Jesús?) ni me vuelvo judío por ponerme unos Levi´s, ni musulmán por comerme un kebab. La identidad es un concepto casi espiritual, subjetivo hasta el límite, que se ríe de toda la arqueología descriptiva y sus “fósiles guía”. El Tesoro del Carambolo ha dejado de ser el paradigma de una realidad tartésica. Se ha descubierto que el lugar donde fue hallado era un santuario dedicado a Astarté y Baal, los dioses mayores de los fenicios, dice El País. Esta aparente relación causa-efecto es un timo: ¿decimos acaso que Cartago no existió usando los mismos argumentos?, más aún, ¿alguien se atreve a rebajar Roma a mera colonia griega por provenir Júpiter de Zeus? El mismo Baal fenicio usa la corona del Alto Egipto y en sus representaciones como “smiting god” copia modelos hititas y mesopotámicos, ¿deja de ser por ello cananeo de pura cepa? Sin duda queda mucho por hablar de este tema, pero habrá que posponerlo para una entrada monográfica.

Por ahora lo que importa es constatar que llegados a Afroiberia, aún colonial y culturalmente subdesarrollada, todos estos argumentos que por el mundo suenan disparatados cobran la importancia de un dogma. Tartessos escuece porque puede provocar la ira del centralismo castellano, porque apunta a un innecesario alarde de identidad si acaba significando, como debería, “Afroiberia protohistórica”. Han encontrado multitud de yacimientos cananeos en nuestra región, enhorabuena para todos, es un aporte cultural que recibimos con orgullo y que debemos tener muy presente para comprender nuestra identidad actual. Los fenicios afectaron en grado sumo a las sociedades locales, tanto como los españoles o ingleses a los indígenas americanos de sus colonias. Pero del mismo modo que los mexicanos no se sentían españoles ni los norteamericanos ingleses a poco de comenzar la colonización, el cananeo establecido en nuestras tierras se “atartesió” tanto como los tartesios se “cananeizaron”. Antropología de la Identidad en mano, es imposible decidir si por genuinamente tartésico debemos comprender lo acontecido antes o después de la llegada cananea, y de hecho contempla esta frontera como artificial e innecesaria.