domingo, 25 de octubre de 2009

Imaginando prehistorias

Todos tenemos un imaginario prehistórico aunque no lo sepamos conscientemente, común además en la mayoría de nosotros, que se nos activa cada vez que nos hablan de aquellos lejanos tiempos. Procede en gran parte de las películas y documentales, de la misma forma que se activan otros cuando nos mencionan “Edad Media”, “Revolución Francesa” o “California años 60s”. Son tan potentes y están tan instalados en nuestra, digamos, mente automática que incluso nos permiten leer manuales y artículos que son contrarios a tal imaginario prehistórico sin que consigan desgastarlo en lo sustancial. Por eso me he sentido obligado a zarandear dichas asunciones iconográficas con algo que puede recordar los pasatiempos conocidos como “encuentre las 8 diferencias”, atreviéndome con una serie de ilustraciones de las que no hay que esperar más calidad que lo que doy de mí como articulista. Son, más que dibujos, collages que intentan representar en poco espacio y de forma esquemática los elementos prehistóricos que espero evolucionen en nuestra mente, desde un estado tópico a otro más acorde con lo visto a lo largo del blog. Lo ideal sería que cada uno los grabara en su ordenador y luego los fuera pasando sucesivamente como fotogramas de una película (el mismo visor que ofrece Windows sirve) para comprobar los cambios.

Empecemos entonces con la visión más común que tenemos del Pasado Remoto:

Vemos cuatro machos adultos armados con lanzas y hachas rodeados de un entorno gélido y patentemente hostil, aun cuando lo haya suavizado para hacerlo aplicable a la Península Ibérica. Vestidos de pieles y con hechuras animalescas, otean la caza mayor, preferentemente mamuts, rinocerontes lanudos o algo que sea igualmente épico de abatir, dando significativamente la espalda al arbusto con bayas que aparece arriba a la derecha. Esta gente vive sin duda a salto de mata y nada en el cuadro implica una sedentarización siquiera estacional; están ahí de ruta cazadora, a la fuga quizás de algún temible depredador y poco durarán ante nuestra vista. Cronológicamente carece de márgenes definidos, porque se trata de una estampa que tanto la vemos cuando nos pintan a los antecessors, a los hedielbergensis, a los neandertales o a los humanos modernos del Pleistoceno, aunque sí la ubicamos en la segunda mitad del gran concepto Prehistoria, es decir, cuando salimos de África y ya no somos peludos “medio-monos”. Esta es como digo la visión estándar que todos hemos heredado de la prehistoria de celuloide.

Pasemos al primer ajuste sobre este imaginario:

Los cambios observados afectan tanto al entorno como a los protagonistas. En cuanto al primero, las nieves han desaparecido, algo necesario cuando tratamos nuestra Península. Aquí, quede claro, no hubo glaciares al estilo europeo y menos aún en Afroiberia, donde sólo en Sierra Nevada se puede interpretar una presencia mucho menos que anecdótica. De hecho, nuestras tierras son consideradas por los especialistas un refugio climático para todas aquellas especies, incluida la humana, que huía de los glaciares como de la peste. En lo que se refiere a las personas, hay cuatro cambios significativos. El primero es que hemos cambiado los cuatro machos por dos hembras y dos varones, algo que lejos de ser una licencia feminista o una debilidad por lo políticamente correcto supone una realidad reproductiva incontestable: ¿con quién si no tenían hijos los cuatro bestiajos de la ilustración anterior? Si no queremos confundirlos con las amebas y su partenogénesis, cada vez que imaginemos un “hombre de las cavernas” tenemos la impostergable obligación de acompañarlo de su versión femenina. El segundo elemento es el de la humanidad plena, en sus gestos, sus posturas e intercomunicación, algo que es capital para entender nuestra condición de humanos y que se sigue escamoteando en los reportajes pretendidamente más actualizados. El público debe saber que, a sólo 200m de distancia, nos sería imposible distinguir entre un grupo de erectus y otro de humanos modernos: los mismos andares, el mismo rascarse, las mismas manos en jarra, las mismas carcajadas o los mismos silbidos. El tercer elemento es, salta a la vista, que frente a la blancura de los anteriores defiendo la negritud (o tremenda morenura) de sus rasgos anatómicos, algo que no puede ser refutado tras los recientes descubrimientos tanto paleoantropológicos como genéticos. El hombre de cualquier especie llegó a Afroiberia desde África con la piel negra, y no existen motivos climáticos para suponer que aquí (o en el Mediterráneo) necesitara albinizarse de forma sustancial, aunque mutaciones algo más claras tampoco serían castigadas por el entorno. No obstante las hembras son menos oscuras que los machos, pues esa diferencia de tonalidad es necesaria para que los fetos absorban desde el vientre de sus madres vitamina D, necesaria para no padecer raquitismo. Finalmente, he querido poner el énfasis en las tareas de recolección frente a las de caza. “Cazador-recolector” es para muchos un eufemismo o tecnicismo para referirse a sus adorados cazadores, así que yo los convierto en “recolectores-cazadores” para equilibrar la balanza y porque creo realmente que esa es el orden prioritario en su búsqueda de alimentos, más aún si entendemos que determinados nutrientes animales como los huevos, las almejas o la miel se recolectan, no se cazan. Sin embargo, soy tradicional en el sentido de que sostengo que la caza es más cosa de hombres y la recolección de mujeres, a nivel estadístico y no normativo, pues lo contrario no sería muy compatible con las fases de embarazo y lactancia.

Asimilado esto, podemos atrevernos con el segundo ajuste:

Volvemos a dividir nuestros comentarios entre el entorno y los humanos. Es patente que la naturaleza ha explotado en fertilidad respecto a la imagen anterior. Conste que he sido muy moderado en mi representación, pues me he limitado a situar la escena en un abigarrado encinar, y no en los bosques de laurisilva o entre alcornoques de 30m de altura y 4m de diámetro en el tronco que se pudieron también dar (OIS 5E o Eemiense en el Pleistoceno, Período Atlántico en el Holoceno) y que corresponden a estados climáticos más cálidos y húmedos que hoy. No, basta eliminar la destructiva acción antrópica para que un clima como el nuestro, o incluso más frío pero también más húmedo, pudiera permitir bosques muy espesos, acuíferos al tope de su capacidad (el agua de la derecha es fruto de un manantial cercano que sale del mismo karst que generó la cueva), y una fauna/caza que hoy nos cuesta trabajo imaginar para Afroiberia: equinos parecidos a cebras, macacos, osos, mejillones de 20cm de valva, castores, elefantes e incluso un tipo de pingüino como se verá en otro artículo. Por su parte los humanos se han multiplicado de cuatro a diez, y lo han hecho por la misma lógica por la que antes incluimos a las hembras: la pirámide de población de cualquier grupo cazador-recolector actual, incluso de cualquier población histórica de eso que llamamos “Antiguo Régimen” implica una mayoría aplastante de subadultos. Así, el cuadro final está compuesto por un anciano (varón), tres adultos (dos hembras y un macho) y seis niños (machos y hembras en igual proporción, uno de ellos aún en el vientre materno). Las niñas se diferencian de los niños por su tono más claro, como ya vimos en los adultos, comprobando que tanto recolectan bayas como capturan pescado, al tiempo que he querido representar a un varoncito tomando a una niña pequeña en brazos mientras otro aprende técnicas líticas del abuelo, en un intento por desmantelar tópicos sobre la asignación de tareas según el género. La última observación que cabe hacer es que el conjunto general de la imagen cuestiona el que tuvieran que ser forzosamente nómadas: hay demasiados niños para andar todo el día de ruta, el ecosistema circundante tiene recursos de sobra durante todo el año, y por encima de todo hay que recordar que sólo vemos una familia dentro de un grupo mucho mayor, de unos 300 individuos en total que se extendería en vecindad por una extensa región. Evidentemente, por el patrón fisión-fusión que compartimos con otros simios, estas sociedades sufrían continuas reorganizaciones entre sus miembros, las cuales implicaban a veces traslados a considerable distancia, pero más a nivel de individuos (exogamia) y de circunstancias (estacionalidad) que a nivel global, y más a nivel interno que externo.

Ajustemos por última vez nuestro imaginario prehistórico:

Esta ilustración carece de cambios en lo paisajístico para centrarse en lo tecno-cultural. En cuanto a los modos de explotación podemos ver:

- Abajo a la derecha, el niño del estanque pesca. A la manera de los actuales amazónicos, ha envenenado previamente el agua con una planta y ahora procede a sacar los adormilados peces con una cesta-red hecha de los juncos que le rodean, de tripas, de crines, o de lo que cada uno prefiera imaginar.

- Si nos fijamos bien, al alcornoque grande le han quitado el corcho, y con él han podido realizar desde contenedores alimenticios a colmenas. Obviamente estas no aparecerían en el plano pues no se suelen colocar tan cerca de los lugares de habitación.

- Aparece un perro o un lobo domesticado, sin duda muy útil como compañero de caza y como defensa en el refugio. La domesticación pleistocénica de cánidos es ya indiscutible, aunque los recalcitrantes continúan cuestionando si se trata de la norma o de un par de fenómenos aislados y anacrónicos.

- El niño que aprende técnicas líticas porta arco y carcaj, algo que todo el mundo acepta desde el solutrense, pero que otros nos atrevemos a remontarlo hasta el ateriense africano y más atrás, como atestiguan ciertas puntas musterienses francamente “leptolíticas” e incluso “microlíticas”.

- Todo se ha vuelto de color, las pieles, la entrada a la cueva, o las piedras decoradas. Los tintes y cremas naturales han sido conocidos desde siempre: caolín, ocre, almagra, índigo, alheña, sangre, hollín, tintes moráceos de determinadas bayas o de tonos verdes a partir del jugo de hojas, etc. Algunos se aplicaban de forma natural y otros eran ayudados en su fijación añadiéndoles sustancias como la orina; algunos eran simplemente ornamentales mientras otros tenían funciones añadidas (como el barro frente al sol y los mosquitos).

- Finalmente podemos suponer un interior de cueva no sólo decorado con arte parietal sino con una despensa de carne y pescado conservados ya sea mediante salazón o mediante ahumado.

Junto a estos avances puramente tecnológicos también observamos cambios en lo cultural e identitario. Esta es quizás la parte más problemática del proceso y la que implica un riesgo mayor a la hora de dibujar su ilustración correspondiente. Sabemos que nuestros ancestros del pasado remoto tenían culturas, identidades o etnias muy marcadas, tanto porque lo certificamos en el registro arqueológico como porque así lo siguen demostrando los pocos cazadores-recolectores que sobreviven. Y no sólo ellos: cualquier aficionado a la Etnografía se ha maravillado con esas fotos antiguas donde a cada kilómetro del Río Congo o a cada salto de isla melanesia cambian drásticamente los tocados, maquillajes, vestidos, y el tratamiento general de la imagen. Sin embargo, no podemos atrapar en un solo dibujo esta enorme riqueza sino jugar una apuesta dentro de las muchas posibles, y en ese justo instante sentimos la crítica positivista jadeando en nuestra nuca: “¿cómo sabe usted que las afroibéricas llevaban ese complejo tocado, o que los guerreros se pintaban con caolín?” De nuevo exigen que demostremos nuestra inocencia, algo aberrante si lo extrapolamos al terreno judicial democrático. Son ellos los que deben responder por qué les parece imposible que así lo hicieran. Por supuesto, lo que pretendo representar no es el modo en que se adornaban sino hasta qué grado eran capaces de adornarse, aunque para hacerlo lo tenga que concretar en un ejemplo. Lo contrario sería limitarme a la cobarde y aséptica representación a la que nos tienen acostumbrados, donde por no aventurar una forma estético-cultural concreta acaban sugiriendo, por pasiva, que carecían de tal capacidad identitaria. De la misma forma, sus organizaciones sociales y familiares variarían, y esto también se reflejaría en sus apariencias. Para nuestro ejemplo, los niños y los ancianos llevan el cabello corto, signo de que están fuera del juego reproductivo, aunque el anciano se permite una larga barba que el joven guerrero tiene vetada. Este sin embargo, puede dejarse el pelo largo y portar las pantorrilleras de crin de encebro. Al llegar a la pubertad, las niñas son escarcificadas (cicatrices que forman dibujos en relieve) mientras que los niños son tatuados. Ya adultos, el ocre es tabú para los hombres y el caolín para las mujeres, mientras que los abalorios (collares, expansores de oreja, huesos insertados en el mentón, etc.) son de uso mixto. Supongo innecesario repetir que esta no es sino una forma más entre las posibles de expresar que su complejidad social se manifestaba bajo diversos códigos, el estético entre ellos.

Sólo nos queda retomar la primera ilustración y contrastarla con esta última que hemos visto. Una representa la inercia iconográfica heredada y la otra es un ejemplo de cómo hay que desterrarla de nuestras mentes. No se trata de dos modos contrapuestos de interpretar unos mismos restos arqueológicos sino que reproducen la diferencia entre un paradigma cargado de prejuicios (antropocéntrico, eurocentrista, machista, etc.) frente a otro que no lo está, o que al menos ha pretendido con todas sus fuerzas no estarlo. Confieso que he sido cobarde en mi propuesta, que no he querido provocar demasiado shock entre los bienpensantes y que pocas veces he repasado tanto en mis fuentes qué elementos iba a incluir y cuáles no, pero aún así el resultado es llamativo incluso para mi. Pues entre todos los prejuicios que se desprenden del primer cuadro, el evolucionismo filosófico no es el menor: la gran diferencia entre una ilustración y otra es que jamás querríamos vivir en las nieves de la una mientras que muchos firmaríamos sin pensar llevar la vida de la otra. El evolucionismo dota, sí, a sus cavernícolas de innegables virtudes, hasta el punto de convertirlos en precursores del guerrero épico occidental, pero al mismo tiempo los arrincona hacia un estado de primitivismo infundado. Clima adverso, predadores, alimento escaso, hacen que carezcan de oportunidad para salir de un ciclo de mera subsistencia, viviendo en la escasez y el stress continuo, todo lo cual los hace parecer subnormales o animalescos a nuestros ojos modernos por mucho que alabemos su valentía y resistencia. El evolucionismo necesita mostrarnos una vida prehistórica azarosa y carencial que podamos despreciar y que nos sintamos orgullosos de haberla dejado atrás mediante “adaptaciones”. Sin embargo, tal y como yo modifico la escena en la última ilustración, no podemos hablar de un modo de vida inferior sino de otro modo de vida: frente evolucionismo, alteridad. En esto coincido con los actuales antropólogos que rechazan tajantemente el apelativo de “primitivos” para nuestros cazadores-recolectores actuales. ¿O acaso quedan racistas que piensen que al bosquimano le falta todavía un “hervor” evolutivo?

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