martes, 6 de diciembre de 2011

El porquero reticente


“La verdad es la verdad, dígala Agamenón o su porquero”. Se trata de una frase del Juan de Mairena que últimamente está de moda entre los periodistas y políticos. Lo que no citan es la parte que le sigue, donde Agamenón responde “conforme” mientras que el porquero replica “no me convence”. Sin estas apostillas se pierde toda la ironía y magia de Antonio Machado, y francamente no entiendo por qué estos presuntos admiradores de Mairena mutilan su esencia con tanta alegría. La impactante paradoja, el auténtico zen de este pasaje, radica precisamente en la actitud de los protagonistas. Lo lógico sería suponer que el rico-poderoso-amo fuese el que se opusiera a tal democratización de la verdad, mientras que el pobre-desvalido-vasallo actuara como su más ardoroso defensor, pero ocurre exactamente lo contrario.

Dentro del mismo discurso acerca de la verdad y sus autores, también hemos cogido el vicio de amonestar al prójimo por sus argumentos “ad hominem”. Este latinajo surge en el entorno filosófico, clasificado entre las falacias o trampas argumentales, y se limita a casos como el del siguiente ejemplo: España franquista, una mujer acusa a un hombre de haberla estafado y este replica que ella es una republicana hija de republicanos. La cobardía, el salir por la vía de Tarifa aprovechando debilidades del contrario, es evidente. Sin embargo, en lenguaje popular-intelectual el argumento “ad hominem” pasa a ser cualquier distingo entre agamenones y porqueros a la hora de aceptar verdades o, llegado al caso, cualquier referencia a lo personal que nos moleste. De nuevo la “verdad aséptica”, el contenido sin continente, sin Agamenón y sin porquero.

Por si no lo han notado, yo soy del bando del porquero, de los que no ven claro que la verdad deba ser desposeída de su autor. De hecho me causa mucha grima la postura de los agamenones de todo tiempo, intentando equiparar sus verdades a las nuestras, o tratando de hacer pasar por ciencia o decencia lo que no es sino fruto de su más recóndita ideología. Se trata de una cuestión visceral, que me lleva también a dar la espalda a cantantes y novelistas a poco descubra que son un pastel. No se divorciar el autor de su obra o, mejor dicho, ciertas partes de un autor y de su obra. Si yo pretendiese discutir el Evolucionismo inventándome que Darwin era sadomasoquista estaría cayendo en el dichoso argumentario “ad hominem”, pero si lo que esgrimo es la actitud abiertamente racista de su obra, ¿dónde queda la barrera entre su opinión personal y su investigación antropológica? Es lo mismo que ocurre cuando los gays quieren sacar del armario a los congresistas, senadores o jueces que pretendan aprobar normativas homófobas.

Toda gran mentira, de esas que nadie cuestiona porque pasan desapercibidas, se ha de componer de pequeños ladrillos de verdad. El truco consiste en la selección y secuenciación de dichos ladrillos. Si Hitler dijo que tras la I Guerra Mundial Alemania fue duramente represaliada nada parece haber ahí de falso o peligroso, es una verdad “que tanto da que la diga Agamenón…”. El problema es que Hitler no dijo sólo esa frase sino cientos más, que supo muchos otros datos pero prefirió ignorarlos o incluso acallarlos, y que puso mucho empeño (un ministerio de propaganda completo) en que esas “verdades” se sucediesen en el tiempo para provocar un determinado fin. A menudo nos enfrentamos a una maraña tan bien urdida que si no acudimos al complemento biográfico es imposible desenmascarar a los listos de turno. Recuerdo que en el artículo sobre Martin Bernal dediqué un párrafo entero a Mary Lefkowitz y su marido ultraderechista-racista: estaba claro que con aquel expediente dicha señora no podía presentarse como imparcial juez de las tesis de Bernal, por muy judío que fuese su apellido y por muy suavón que fuera el tono de sus escritos. No somos máquinas de pensamiento que emiten verdades independientes entre sí, somos la historia de un aprendizaje, donde cada nueva certeza se acomoda a lo ya aprendido (a menudo heredado) para teñir lo que asimilemos en el futuro.

Volviendo a Bernal, no saben la de veces que ha sido acusado de abusar de los argumentos “ad hominem”. Cada vez que señalaba que tal “frío y objetivo” lingüista era yerno, discípulo o amigo de tal “frío y objetivo” historiador, era acusado de bullying “ad hominem”. También cuando delató filiaciones políticas, thik-tanks apegados al poder, o incluso preferencias literarias. Todo era “ad hominem”. Estos agamenones quieren un borrón y cuenta nueva, un modo de interpretar sus teorías que en absoluto tenga en cuenta sus credenciales personales. Adivinar sus motivos no requiere mucho esfuerzo, como tampoco necesita mucha explicación que algunos nos sintamos obligados a ponerlos en su sitio. Por eso me sumo, con tanto orgullo como modestia, al destino de Bernal y otros de su cuerda. El blog Afroiberia nunca ha escondido la importancia que concede a determinados aspectos biográficos de los autores criticados. De hecho, el propósito de gran número de sus entradas es revelar que tras muchas de las “verdades científicas” de nuestros estudios sobre Pasado Remoto se esconden un puñado de prejuicios racistas, pues en definitiva ninguna “Cultura” es inodora, incolora e insípida. Y para ello, demostrar la relación estrecha (o por el contrario la evidente contradicción) entre vida y obra de un intelectual, puede y suele ser capital. Ejerciendo como ejemplo he sido el primero en desvelar aspectos de mi vida que pudiesen teñir la orientación de mis conclusiones, como el hecho de ser andaluz, muy oscuro de piel o carecer de titulación universitaria en Historia, Arqueología o Antropología. Son cosas que los lectores merecen saber, para lo bueno y para lo malo. Como decía el porquero, “no me convence” que mi verdad sea la misma verdad que la de los agamenones, aunque se articule con iguales palabras. Porque esa verdad en la que coincidimos solo es un ladrillo con el que cada uno quiere construir mundos muy diferentes.

“Juro decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad”. Estamos tan habituados a escuchar este voto en las películas de abogados que apenas meditamos su significado. Como fórmula legal está pensada para que nada se escape a su escrutinio, pues no sólo se te exige que lo que digas sea cierto, sino que además se te impone: 1) que no quites nada a esa verdad, que no ocultes otras verdades que complementan lo que dices, y 2) que no añadas ficciones para mejorar, justificar o adornar tu verdad. Agamenon es el poderoso en la parábola de Mairena y puede representar al supremacista blanco (si hablamos de raza) o al académico (en un debate ortodoxia vs. heterodoxia), pero no siempre se da a conocer tan fácilmente. A veces puede encarnarse en un activista antisistema o en un crítico de rock, pues en definitiva se asocia a cualquiera que se sienta con el poder y el público de su lado, por muy alternativo y minoritario que parezca desde fuera. Este tipo de persona cuenta una verdad, y esa quizás sea parecida a la nuestra, pero desde luego se cuida mucho en no contar ni toda la verdad ni nada más que la verdad. Huye de la verdad estadística, de la auténtica democracia en las ideas. Lo más indignante es cuando fingen aceptar eso de que ellos y nosotros compartimos una misma verdad. Seguros de contar con la complicidad de los medios de difusión, saben que la única verdad propagada, legal y asumida será la suya mientras que la de los “legos” se asfixiará o a lo sumo circulará como rumor. Lo que realmente pretenden es que los porqueros ya no tengamos verdad propia y que debamos aceptar la suya como única posible. Si se lo permitimos, den por seguro que se hará realidad aquello de: “la verdad es la verdad, dígala Agamenón o su porquero”.