jueves, 10 de septiembre de 2009

Afroiberia social 3. El hombre del Pleistoceno

El Gelasiense (2.6-1.8m.a Bp) supuso la mayor crisis climática desde hacía 35m.a, y coincide con la aparición de los primeros Homo y sus tecnologías líticas, algo que ya vimos en la entrada Evolución Humana 4. ¿Qué consecuencias tuvo para la sociedad de nuestros ancestros? No podemos decir que supusiera la aparición de fuertes y complejas estructuras grupales, algo que chimpancés y bonobos ya disfrutaban. Tampoco podríamos hablar de lo mismo pero en un grado supino, pues el australopiteco ya se encargó de ello. En realidad, la novedad Homo no implica la mera asunción de valores sociales sino el rechazo, muy justificado, de la animalidad heredada. Si ya los australopitecinos soportaban un fuerte stress motivado por su inadaptación anatómica, la imposición de las sabanas, con sus grandes espacios abiertos y sus veloces predadores, nos puso literalmente al borde del k.o. adaptativo. En aquel ambiente tan hostil nuestros ancestros no encontraban nada en su animalidad que pudiera proporcionarles ventajas para sobrevivir, y era sólo cuestión de tiempo la extinción de nuestra especie o género. Entonces ocurrió algo inesperado, como si a partir de ese momento un sector australopiteco proclamara a coro aquello de “para poca salud ninguna” y diera la espalda totalmente a esa herencia animal que cada vez se le ponía más en contra. Pero hay que recordar que dicha estrategia sólo pudo tener éxito por nuestra herencia sociable e inteligente arrastrada desde los tiempos en que éramos indistinguibles de otros antropomorfos, y posteriormente por las adaptaciones acometidas bajo el grado australopiteco. Ser social, inteligente y afectivo, ser en definitiva “persona”, no es un patrimonio exclusivo de nuestra especie. Considero personas a chimpancés y bonobos, a delfines, y a un montón de mascotas sobre las que tendríamos que preguntar a sus dueños qué piensan al respecto, pero estas personas no han necesitado perder su animalidad para sobrevivir.

Si bien pudo ocurrir antes, a partir de Homo hay que abandonar definitivamente los criterios biológico-evolutivos. Es cierto que hay cambios morfológicos pero en una dirección menos cualitativa que cuantitativa. Como se suele decir, sólo ha habido más de lo mismo (más cerebro, más bipedismo, más infancia), y ese “mismo”, ese paquete básico, se remonta a hace 2.5m.a. con los primeros Homo. Además, todas las posteriores “adaptaciones” anatómicas lo serán en función de su uso social y cultural, no del puramente anatómico y fisiológico. Para mí es capital notar esta diferencia, que el humano no obtiene ventajas inmediatas de sus mutaciones físicas sino que estas sólo son optimizadas por sus habilidades intelectuales, afectivas y sociales. Dicho de otra forma, Homo se convierte en un ser demasiado retorcido para ser explicado con argumentos darwinistas: si quiere garras o dientes donde no los tiene, no muta para generarlos, sino que sus mutaciones van en la dirección de engordar el cerebro para, tras muchos miles de años, tener la capacidad de tallar pedernal y procurarse defensas de forma artificial y diferida. Eso no es adaptación biológica sino cultural, y ya dije que no tolero (por racista-capitalista-machista) ninguna forma de “darwinismo social”. Para entenderlo mejor quiero que nos detengamos en un ejemplo ficticio: imaginemos que un animal se vuelve albino por mutación en un entorno tropical, algo que debería llevarlo inexcusablemente a la extinción; sin embargo su estrategia de supervivencia consiste en esconderse del sol excavando túneles; y finalmente, viene un cataclismo atmosférico por el que perecen todos los seres de la superficie mientras ellos sobreviven. Esas paradojas son demasiado comunes en nuestro panorama zoológico como para considerarlas excepciones inusitadas, y el caso del Homo es un buen ejemplo de ello. Mutamos sí, y a partir de esas oportunidades anatómicas (a veces adversas) buscamos cómo sobrevivir, siendo el destino el encargado de habernos puesto en nuestra situación actual. En nuestro caso, la adaptación no fue selectivo-biológica sino afectivo-espiritual.

Si queremos buscar un arma real con la que Homo afronta los retos existenciales, debemos centrarnos en la identidad, la tecnología y el simbolismo. La identidad implica lo afectivo, la cooperación y el altruismo. La tecnología nos lleva al uso de utensilios líticos, fuego y complejas estrategias. Finalmente, el símbolo nos catapulta al lenguaje, los ritos y la metáfora. Esta trinidad nos conduce sin remedio al aumento demográfico, por cuanto supone en cada uno de sus campos la superación de aquel ancestral estado de stress por la supervivencia. Y a su vez, una abundante población por grupo posibilita y redunda el desarrollo de estas cualidades. Pero para comprenderlo mejor propongo uno de mis experimentos caseros.

Lo primero que pido es que cerremos nuestros ojos y visualicemos mentalmente lo que venimos a considerar una banda de cazadores-recolectores prehistóricos. Seamos francos y reconozcamos que la estampa la compondrán a lo sumo una treintena de individuos, incluyendo mujeres, ancianos y niños, aunque esto se oponga a todo lo que hemos aprendido en la entrada anterior. Nuestro imaginario paleolítico es así porque nos lo han inculcado desde niños, y no hablo sólo de aquellas infumables películas donde imitadoras de Jane Fonda peleaban con dinosaurios, sino de documentos más actuales y reconocidos académicamente como Caminando con Cavernícolas o Los Orígenes del Hombre (BBC). En ese tipo de documentales y reconstrucciones es habitual ver grupos de erectus o de neandertales que no superan la docena de miembros, aberración que sólo podemos justificar porque con ello hayan pretendido ahorrarse un buen pico en disfraces y maquillaje de extras. Al César lo que es del César, ahora me toca felicitar a los de Atapuerca aunque sea tangencial y excepcionalmente. Mauricio Antón, ilustrador que admiro y que fue el encargado de reconstruir los restos humanos burgaleses, ostenta hasta donde sé el record de la ilustración con más individuos prehistóricos representados como grupo social. Se trata de un dibujo que popularmente se conoce como el “retrato de familia” de los restos de Homo hallados en la Sima de los Huesos, y representa a 32 individuos con el divertido gesto de posar para una foto. En cualquier caso, y más allá de que dude de unos vínculos familiares para los huesos de la famosa sima, 32 individuos son sólo la quinta parte de los 150 chimpancés que pueden y suelen formar un grupo. La segunda parte de este experimento parte de la contemplación sosegada del siguiente montaje que me he tomado la libertad de hacer a partir de la ilustración de Mauricio Antón:

Arriba y en amarillo aparece la ilustración de M. Antón, que ya se hizo famosa por representar tanta gente, pero que vemos que no es nada comparada con la que abajo aparece en verde, correspondiente a equiparar nuestro número por el de un grupo de chimpancés. Cuando arriba hablé de contemplación sosegada no quería parecer lírico, sino que realmente necesitamos detenernos en la asimilación de esa nueva cantidad. No es un dato más que añadir para volver a la misma melodía, sino que supone un cuestionamiento global al paradigma prehistórico vigente. Miremos panorámicamente el grupo inferior (verde) durante largo tiempo, repitámonos que menos no podíamos ser porque ese es el número de los chimpancés actuales, y hagámoslo cuantas veces hagan falta hasta acabar más o menos convencidos. Sin apartar la vista del grupo verde, imaginémoslos afrontando predadores, llevando a consenso las estrategias, coordinando el traslado del grupo, o simplemente de fiesta. Aunque resulte reiterativo, debe quedar muy claro que los 150 humanos por banda no son una propuesta osada, sino que es la que por lógica tiene más visos de acercarse a la verdad. Desde mi perspectiva de la plausibilidad, son aquellos que se opusieran a esta cifra los que tendrían que tomarse el esfuerzo de explicarnos, si pueden, por qué los homínidos y humanos prehistóricos eran socialmente menos complejos que sus primos peludos. Por eso no tengamos prisa en pasar a la siguiente parte del experimento, juguemos una y otra vez con las posibilidades que emanan de esta nueva realidad, hasta que la hagamos propia sin sentirnos en cierto modo pecadores.

Entonces estaremos listos para afrontar el grupo rojo que hemos incluido en esta nueva ilustración, compuesto por 300 individuos y que considero representativo del género Homo. Duplicar nuestra media de habitantes por grupo frente a la de los chimpancés no es en este caso un acto de antropocentrismo, sino que se basa en argumentos refrendados por la comunidad académica y bastante digeribles para el sentido común: ¿que ya saben tallar piedras con las que logran lo que sus manos no pueden? pues sube a 180 la media de individuos por grupo, ¿que han llegado a dominar el fuego? llévalos a 220 tipos por banda, ¿que ahora andan descubriendo la cerbatana y pueden matar desde lejos y escondidos? que sean 270 sus componentes, ¿y si practican un lenguaje casi moderno? 320. Entiéndase que los valores numéricos exactos son ahora lo de menos, y que lo que nos debe entrar en la cabeza es no podemos seguirles sumando las ventajas tecnológicas que los salvaban de la muerte y les hacían vivir más cómodamente mientras los mantenemos demográficamente estancados.

El efecto iconográfico del grupo rojo es demoledor, una muchedumbre de 300 que más bien recuerda los hebreos guiados por Abraham. Hemos ido paso a paso y la cosa no parecía tan descabellada, pero cuando comparamos visualmente el grupo amarillo y el rojo volvemos a dudar de la rigurosidad de tales argumentos. Porque se trata de un gentío al que no estamos acostumbrados en Paleoantropología, una masa humana tal que en sí ya representa una fuerza productiva y de defensa de un grado muy considerable, tanto que sólo se le conceden tradicionalmente a los poblados calcolíticos, y no a todos. Imaginemos lo que a este grupo de 300 les podía suponer la aparición de un león o un oso si contaban con fogatas encendidas, lanzas con puntas de piedra, y un lenguaje para coordinar el contraataque. Imaginémoslos batiendo el territorio en busca del último grano, raíz, tallo o fruto, la más escondida lagartija, el nido más encumbrado, los mejillones más adheridos a la roca y el gran herbívoro del lugar: todo a la cazuela. Inmediatamente nos preguntamos por qué entonces no se precipitó la “Historia” un millón de años antes de cuando ésta realmente aparece. Si los humanos de hace 600.000 años formaban ya una media de 300 tipos por grupo, ¿por qué no pasaron inmediatamente a los 500, a los 1.000, 2.500, etc.? El tránsito del Australopiteco al Homo introdujo la variable tecnológica y con ello la demografía de los grupos se disparó de nuevo hasta estos 300 individuos que propongo, pero a partir de ahí la pauta demográfica se estancó hasta el Holoceno. Desde hace 2 millones de años hasta hace 10.000, el hombre se dedicó a perpetuar prácticamente los mismos esquemas demográficos, tecnológicos y sociales, que es el de los cazadores-recolectores. Estas sociedades tienen un grado de movilidad, una imposibilidad para acaparar patrimonio, y otra serie de condicionantes que les impiden altas tasas de natalidad. A partir del denominado Neolítico habrá un nuevo boom porque obviamente el granjero desea 14 hijos para ponerlos a arar y pastorear, mientras que el cazador, lo saben los etnólogos, practica un severo control de natalidad para no tener más de 3 o 4 descendientes. Los Homo, si verdaderamente constituían grupos tan numerosos como el rojo, no tendrían depredador que los amenazara, así que sus únicas limitaciones eran la capacidad del territorio para mantenerlos y otros humanos rivales, precisamente los principales motivos para que el modelo cazador-recolector no necesite o no pueda permitirse grupos más voluminosos. Grupos como el rojo tenían como ventaja el ser una máquina de consumo y autodefensa, pero a la vez sus desventajas inherentes, como fuera esquilmar totalmente el territorio o toparse con otro grupo de humanos igualmente aptos para la defensa de lo que consideraban suyo.

A esto se suma cierta confusión acerca del concepto de banda o grupo, porque por tradición, y como hacíamos con los chimpancés, llamamos “federaciones” de bandas a lo que no es más que una sola banda bajo un patrón fisión-fusión. Cuando digo que 300 individuos era una cifra muy normal para un grupo de ergasters o neandertales, no pretendo que todos estuvieran juntos todo el rato como solemos representar a las escuálidas bandas de nuestro imaginario prehistórico. Esos grupos eran identidades como las actuales, un lote de sentimientos y conceptos de pertenencia a un grupo que siente lo mismo respecto a ti, por lo que el elemento territorial (siendo de gran importancia) no era lo determinante. Como se dijo, el patrón fisión-fusión permite a la vez una gran cohesión grupal y una continua reestructuración interna según las necesidades. Por supuesto que podríamos encontrar grupos dispersos de 10 o 12 como representan en los documentales, pero ni eso era la banda, sino una parte, ni su composición de individuos se mantendría idéntica durante más de unos días o semanas. Podían entonces abarcar territorios nunca tan pequeños como para gastar su capacidad de generar recursos ni tan grandes que entraran en conflicto con los grupos vecinos, siendo lo común que disfrutaran de todos modos de inmensos territorios para tan pocos explotadores-defensores, abarcando varios términos municipales actuales. Pero eso tampoco implica la existencia de fronteras definidas, pues ni social ni tecnológicamente había modo de permitírselas, sino que todos los territorios mostrarían un núcleo duro, defendido a ultranza, fuera estable o nómada, frente a zonas de explotación periférica y ocasional que se compartían sin empacho con otras bandas. 300 humanos necesitan aún de la exogamia para renovar su stock genético (por mucho que se nos hable de un mínimo endógamo de 175 personas), así que no podían ir matando extraños al tun tun. Tampoco tenían ni el número ni el armamento para pasárselas poniendo a raya a los vecinos, y en muchas zonas, Afroiberia entre ellas, la realidad es que sería innecesario porque había recursos para todos. Por supuesto, se darían identidades híbridas provocadas por ser fruto de un mestizaje entre grupos, muy probablemente vecinos. El erectus que abandonaba su familia para vivir con la gente de su pareja no olvidaba sus raíces tan pronto como el bonobo o la chimpancé en iguales circunstancias, y es probable que se resistiera a ver sus dos identidades en lucha, convirtiéndose por ello en un perfecto mediador de conflictos. Exogamia obligatoria, mestizos ambi-identitarios, fronteras porosas… todos son elementos que impiden una xenofobia como la que nos permitimos actualmente y de paso proyectamos a nuestro pasado.

La moraleja que podemos obtener es que nuestra supervivencia dependió del afecto y solidaridad mutuos mucho más que del heroísmo y el liderazgo. Esos grupos pleistocénicos del celuloide quieren perpetuar un esquema eurocentrista, machista y belicista, donde cinco fornidos y machos cavernícolas se enfrentan con éxito, qué duda cabe, con el mamut o el oso de turno, técnica más propia de torero o de Lord Pinkilton en su castillo. Lo más probable es que desde Ergaster en adelante formáramos hordas de unos 300 enclenques muy cohesionados sentimentalmente y muy oportunista en sus modos de sobrevivir. Los hombres del Pleistoceno no subsistían de la caza de grandes animales a manos de los héroes de la tribu, sino de una red depredadora que buscaba la mayor cantidad de proteínas con el mínimo esfuerzo. Conchas, topos, pajarillos y sus huevos, algas, espárragos, carroña, frutas y semillas, todo era óptimo para comer si alimentaba, no te hacía sudar y tampoco ponías en riesgo tu integridad. El día que iban a la caza de un gran bicho, y no era necesario para subsistir, en ningún caso iban tres o cuatro a marcarse un farol, sino que se sumaban cuantos más mejor para tender una oportunista y si quieren cobarde emboscada. Pero lo más importante es que esta máquina de ordeñar el entorno poseía a la vez una identidad espiritual común que los llevaba a cuidar de los heridos (más que constatado arqueológicamente), adoptar huérfanos, alargar la vida de los ancianos, compartir los recursos, arriesgar la vida y procurarse bienestar los unos por los otros, celebrar rituales, hablar un dialecto particular, hacerse un peinado carácterístico, etc. Quizás por eso sorprende que de un “chimpancé raro” como es la afarensis Lucy pasemos a un “niño raro” como es el de Turkana en tan poco tiempo, porque tras el supremo stress biológico que padeció aquel homínido, sólo lo afectivo-intelectual pudo suponer una salida, de tal modo que entonces si se promovió una selección sexual e incluso adaptativa. Hace dos millones de años surgen como de la nada especimenes que de cuello para abajo son idénticos a nosotros, aunque algo microcefálicos y progantos. Son los primeros Homo, y a partir de su repentina anatomía hemos deducido una serie de consecuencias demográficas, psicológicas e identitarias que nos obligan a reconocer que desde que somos anatómicamente humanos lo somos también en lo espiritual. Cuando volvamos a imaginar a un ergaster, no digamos un neandertal o un sapiens prehistórico, neguémonos a ese denigrante unga-unga pandillero del imaginario colectivo. Eran multitudes solidarias entre sí, perfectamente dotadas de lenguaje, atributos culturales, ritos, bromas y símbolos, e incluso con un modo de cortejarse que nos pondría a cien. Además eran colectivos mucho más cohesionados que coaccionados, mucho más solidarios que competitivos, mucho más pacíficos que belicistas, mucho más dialogantes que fanáticos. “Ley del más fuerte”, cíñete a las amebas o vete a paseo.

domingo, 6 de septiembre de 2009

Homenaje al clan Gibert


Siendo aún adolescente alguien me definió al héroe como aquella persona que afrontaba su destino a pesar de saber que era trágico. Si tal cosa es cierta, Josep Gibert es para mí y sin atisbo de dudas el mayor héroe que ha dado la paleoantropología española, pues en él se dieron todos los ingredientes heroicos y en su más estricto orden. Cuando se cumplen casi dos años desde que nos dejó, he querido hacer este humilde homenaje a su persona, a los seres de su entorno que tanto lo vieron sufrir, y en general a cuantos creyeron en él.

Todo ciclo heroico comienza con un estado de inocencia, y en nuestro caso la candidez del profesor Gibert lo llevó a creer que la parcela de ciencia a la que se dedicaba era tan sólo eso: ciencia desprovista de aditamentos palaciegos e ideológicos. Cualquier otro hubiera tenido la picardía de tomarle el pulso a los debates prehistoriográficos de su tiempo para comprender que con su descubrimiento se encaminaría hacia el suicidio académico. Siendo francos, un tipo que planea su martirio es un tarado, alguien que quiere llamar la atención, o quizás un cuco que sabiendo que no tiene puesto entre los ganadores decide boicotear la carrera tanto como puede. Pero no es un héroe. No debemos olvidar que cuando salió a la luz el resto craneal conocido como “Hombre de Orce” corría el año 1982, a sólo siete años de la muerte de Franco, cuando toda España se sentía inocentemente libre, transformadora y crítica. En aquella etapa febril y libertina nada debía extrañar que un catalán quisiera hacer de Andalucía la cuna de la humanidad no sólo peninsular sino europea en su conjunto. Teóricamente, digo sólo teóricamente, lo único que precisaría serían argumentos y pruebas de índole científica. Así lo hizo, y nadie puede negar que la primera reacción se plasmó en una euforia generalizada internacionalmente. Fueron los medios los que bautizaron como “Hombre de Orce” a la humilde etiqueta “VM-0”, como fueron los infames De Lumley los que brindaron espontáneamente por “el primer europeo”. Sin embargo, de una manera que sólo puede calificarse como planeada, el descubrimiento fue sometido muy pronto a la crítica más feroz y traicionera de cuantas conozco en el mundillo paleontológico. Lo que hubo de ser por derecho propio el buque insignia y el orgullo nacional de nuestros prehistoriadores acabó vituperado a manos de tres esferas de influencia: políticos, académicos y periodistas.

El poco tiempo y la fuerza con que se expandió no ya una mera sombra de duda sino la burla descarnada sobre los restos de Orce hacen pensar que estos tres poderes fácticos mencionados trabajaron de forma coordinada. La orientación que tiene este blog no puede sino apuntar al fuerte eurocentrismo arraigado en nuestras instituciones como causa primera de esta campaña propagandística. Era evidente que se les había colado una china en el zapato, como es la idea de que el primer europeo sea un africano que cruzó por Gibraltar, y en cuanto pudieron dictaron las estrategias para desembarazarse de ella. Por supuesto, Europa no podía ya permitirse hacerlo por la vía política, porque es algo que superamos desde la desaparición de nuestros totalitarismos históricos, así que las críticas se hicieron desde el propio ámbito académico, un mundo que el gran público aún cree desprovisto de intereses mezquinos. Los entonces popes de tema homínido en Europa, el matrimonio formado por los franceses Henry y M. Antoniette de Lumley publicaron en 1984 que aquella pieza craneal pertenecía realmente a un equino, y se abrió la veda de caza. Para comprender el despropósito hay que glosar el orden de acontecimientos: en 1982 Gibert toma conocimiento del cráneo, en mayo de 1983 lo publica y en mayo de 1984 es desacreditado por los De Lumley. En tan poco tiempo el mundo académico apenas tiene margen para reaccionar, pues se le supone al método científico un tiempo de debate interno muy riguroso antes de atreverse a desacreditar una tesis. Es escandalosamente inusual que un descubrimiento paleontológico sea aplastado a menos de un año de su publicación, tanto que cuando ocurre da lugar a un debate profesional sobre las medidas de seguridad de sus publicaciones y del método de sus científicos. ¿Acaso no es normal que los franceses criticaran un yacimiento español al cabo del año? Por supuesto que sí, y también si lo hacen unas horas después. Pero en ciencia esto sólo supone dos opiniones encontradas y, a no ser que una de ellas sea apabullantemente más seria que la otra, todavía necesita de un largo ciclo de opiniones de terceros, cuartos y undécimos hasta ir creando un debate que decante más la balanza por una tesis o por la contraria, siendo con todo muy común que estas trifulcas se extiendan sin solución durante décadas. En nuestro caso bastó que los ominosos Lumley abrieran el hocico para que pareciera que la “verdad” se había impuesto a las quijotadas de unos fantoches, para que se diera por zanjado el debate en menos de un año y sin arbitrio de terceros.

Esta es una historia que precisa de los detalles para ser esclarecida. Por ejemplo, cuando José Gibert puso el pie en España, procedente de discutir en Marsella con doña Lumley si el cráneo era equino o humano, ya se encontró con una portada de El País con el titular de que el Hombre de Orce era realmente un asno. No hay tiempo material para que esto se hubiera producido bajo unas condiciones de sanidad académica y periodística, no pudo el periódico preparar sus contenidos la noche anterior sin una muy precipitada filtración por parte de los franceses, y de cualquier manera deberíamos preguntarnos por el tiempo que se permitió el rotativo para contrastar la noticia. Al menos debería haber esperado la llegada del especialista español para tomar nota de sus contrarréplicas. Más siniestra y esclarecedora aún fue la respuesta del semanario El Papus, que dedicó esta portada en junio de 1984:

El papus se definía como “revista satírica y neurasténica” y para todos ha quedado como un exponente de la prensa cachonda y contracultural de la transición, habiendo pasado por su redacción gran parte de nuestros progres de antaño y ahora. Sin embargo, algo no debía funcionar bien en sus cerebros cuando decidieron dedicar un número de su revista a un tema que les era tan alejado como la paleontología. Más aún, la portada que vemos rezuma inquina e ignorancia a partes iguales, así como unos tics subliminales de lo menos progresista. ¿Por qué necesitaban ridiculizar el acento andaluz?, ¿por ponerlo en boca de un asno?, ¿qué puñetas tenía que ver el “Fraga” tatuado del brazo? Es evidente que esta revista luchaba contra el fascismo franquista y sus secuelas democráticas, como no es menos patente que este hombre-burro pretende hacer un retrato-robot su particular anticristo. Es la otra España, la de los malos, los nacionalcatólicos cerriles y violentos, y de ahí comprendemos que amando a fraga proclame su españolidad garrote en mano, pero… ¿en base a qué? El investigador Gibert poco tenía de centralista castellano o de fascista, como tampoco podía ser sospechosa la subdesarrollada y moruna Andalucía, así que no se comprende tan virulenta y nauseabunda reacción por quienes se supone que se ponían siempre en la piel del descamisado y el periférico. Una explicación es que para la izquierda de entonces, y recordemos que El País entraba en la misma esfera, la sola reivindicación de una gloria nacional era sospechosa de rememorar aquellas propagandas franquistas de la “España eterna e imperial”. Otra, más conspiranoica pero no menos plausible, apunta a que ya entonces se fraguaba la entrada al “Mercado Común Europeo” y los más avispados se apresuraron a demostrar al continente norteño lo modernos y serviles que podíamos llegar a volvernos convenientemente subvencionados. Ninguna de estas posibilidades excluye a la otra.

La tercera pata de este cadalso lo forman los políticos. Con las mismas prisas y falta de preguntas que hemos visto en universidad y prensa, la Junta de Andalucía suspendió el congreso previsto sobre el tema de Orce para mayo de 1984. De nuevo nos encontramos ante una actitud aparentemente normal, pues una administración pública es muy libre de apoyar o retirar el apoyo a cualquier proyecto, pero de nuevo todo cobra un matiz siniestro si lo comparamos con lo que entendemos como práctica habitual. Imaginemos que Orce está en Vizcaya o Lérida en lugar de en Granada, ¿alguien se atreve a sugerir la posibilidad de un Lehendakari o una Generalitat quitándose tamaño botín arqueológico como si de lepra se tratase? Y aún menos en la Normandía o en la cuenca del Rhin. Por muchos argumentos en contra que añadan otros especialistas, no digamos si son extranjeros, los gobernantes locales y regionales hacen oídos sordos aunque sea por patrioterismo barato o porque están pensando en los beneficios que tal reclamo dejará en la comarca. Un Arzalluz no va a reconocer que ningún antropólogo considera ya serio trazar parentescos raciales a cuenta del RH, como tampoco el alcalde de Dordoña dirá jamás que lo más sensato y científico es dejar de llamar “cromañon” a nuestro primer ancestro genéticamente moderno. En menos de un año La Junta se daba, con perdón, patadas en el culo por vetar un yacimiento que colocaba a Andalucía en la vanguardia euroasiática del Paleolítico Inferior.

Después de conocer este panorama, poco apoyo o difusión podían esperar Gibert y su equipo, así que como suelen decir las ratas fueron las primeras en abandonar el barco. Esta fue sin duda la faceta más dolorosa que experimentó Gibert durante su largo calvario: la mayoría de sus ayudantes y colaboradores, muchos de los cuales eran conocidos gracias a él, no sólo le dieron la espalda sino que lo hicieron para poderlo apuñalar. Algunos de estos judas se apellidan Agustí, Moyá, Arribas, Martínez Navarro, y no sigo con la lista porque necesitaría tres primperanes para superar la nausea. Al menos Don Quijote tuvo la suerte de nunca ser abandonado por Sancho Panza, pero Gibert hubo de soportar como todos estos enanos bufones de administración pública fueron los primeros en renegar de sus convicciones de hace dos días para abrazar la nueva fe equino-europea. Qué casualidad, paulatinamente recibieron como premio aquellos puestos de los que se iba despidiendo u obligando a dimitir al propio Josep Gibert. Desde fuera de la familia Gibert no podemos hacernos una idea del alcance de tal traición, pues muchas fueron las noches que durmieron bajo una misma lona, muchos de ellos los que trataron a los niños Gibert como si fueran su familia, mucha venta de carretera, muchos sueños, muchas emociones compartidas. Sólo espero que dentro de unos años, cuando se vean viejos en cualquier U.C.I sórdida, recapaciten sobre lo que hicieron y si tanto les valió la pena.

Por fortuna esta conjura repugnante tiene los días contados, pues se ve cada vez más acosada por elementos con los que nunca contó en un principio. De un lado, los españoles ya no tienen ese complejo de parecer patriotas porque tras casi 40 años de democracia hemos aprendido que todas las naciones lo son en menor o mayor medida. Además, dicho patrioterismo prehistórico ya ha sido espoleado por los de Atapuerca, aunque por supuesto en su faceta más cidcampeadora y con la frontera de Francia a menos de 200km (y desacreditando de paso y en lo posible a los de Orce). En segundo lugar, el discurso progresista ha ido abandonando sus tradicionales estandartes proletarios por otros como sean la homosexualidad, la ecología o el aborto. Entre estos nuevos temas debemos incluir con fuerza la reflexión en torno a la articulación territorial por autonomías, la descentralización cultural, etc. de tal modo que ya no se tolerarían socialmente aquellas bromitas sobre los andaluces y aún menos se comprendería su filiación a la derecha de Fraga. Sin duda, la portada de El Papus habría merecido hoy una airada petición de disculpas por parte de la Junta de Andalucía, aunque es triste que sólo lo haría por presión popular, puesto que sus cargos políticos son los mismos que siempre negaron el pan y la sal a Orce y a Gibert. En tercer lugar la Paleoantropología internacional vigente ha dado un giro copernicano respecto a la de aquellos tiempos. Hoy quedas muy mal, y aún peor quedarás en los años que vienen, si te dedicas a oponerte irracionalmente a una herencia genética y cultural africana. De hecho, las tesis oficialistas del momento nos quieren hacer creer que todos los humanos actuales provenimos de ejemplares modernos aparecidos en África y que por tanto nada nos une por la sangre a aquel trozo de cráneo encontrado en Granada, lo que hace que el debate sobre “los orígenes” no esté en juego y que Orce no suponga ya una amenaza tan grande como en los años 80s.

Pero sin duda el elemento que más ha contribuido a recuperar la dignidad de las tesis de Gibert ha sido su propio trabajo y el de sus pocos colaboradores leales. Se ha tratado de una batalla costosa, con todo en contra, con permisos de prospección continuamente denegados, desplantes en los congresos, ostracismo mediático, etc., pero que no por ello se ha dado por perdida. Una vez más aparece la faceta heroica de Gibert y su entorno, en una fase posterior al desencanto, a la pérdida de la inocencia como investigador, una larga etapa de unos veinte años en los que nuestro héroe reconoce su sufrido destino y lo acomete como si cada día fuera una posibilidad de redención. Mientras los señoritos departamentales se limitaban a chillar con la connivencia de los medios que aquello era un burro, los de Gibert hicieron sus deberes como es de ley. Quizás existan argumentos en contra de que aquel cráneo fuera humano, pero lo cierto es que la situación de seguridad (medios, instituciones, academia) hizo ver al bando negacionista todo esto de la ciencia y las pruebas como algo prescindible. No hay argumentos en contra del Hombre de Orce que se puedan acercar ni a la centésima parte de los trabajados argumentos de sus vindicadores. A este respecto me parece capital la obra de Domeneç Campillo a la hora de restituir el honor y la profesionalidad de Gibert. Campillo no es un doctor chiflado que fichó Gibert para dar un lustre científico a sus elucubraciones, sino que se trata del entonces jefe de neurocirugía del Hospital Q.S. l´Aliança de Barcelona, además de haber sido profesor de Paleoantropología en la Universidad Autónoma de la misma ciudad. Hay muchos más investigadores de renombre que han dado la razón a Gibert, no siendo el menor Phillip Tobias. Sin embargo considero que más vale centrarnos en Gibert y Campillo pues protagonizaron sendas ediciones recientes y divulgativas de sus ideas, que permitirán a cualquier lector formarse un criterio propio. Los libros recomendados son:

- Campillo, D. El cráneo infantil de Orce: el homínido más antiguo de Eurasia. Barcelona: Bellaterra, 2002.

- Gibert, J. El Hombre de Orce: los homínidos que llegaron del sur. Córdoba: Almuzara, 2004

El primero constituye una fuente valiosa por provenir de fuera del ámbito paleontológico, por ser obra de un especialista reconocido internacionalmente, pero sobre todo por el apabullante aluvión de argumentos que nos ofrece. El segundo añade a lo científico el matiz biográfico, la crónica de zancadillas y traiciones que tuvieron que atravesar los Gibert hasta lavar de nuevo su reputación. Y digo “los” porque la estela de ostracismo no se limitó a Gibert padre: basta leer la desgarradora nota que escribe su hija Patxu al final de la monografía, basta conocer las continuas trabas que se ponen a su hijo Luis para investigar en nuestras tierras. Ni qué decir su esposa, que supongo se planteará cuánto más podría haberse mejorado e incluso prolongado la existencia de Gibert sin tanto sobresalto y puñalada. Afortunadamente nos queda el consuelo de saber que, como Moisés, Gibert vio su soñada Canaán antes de dejarnos definitivamente. Su hijo, o el propio Gibert al educarlo, fue lo bastante astuto como para estudiar Geología y no Paleontología, y de no promocionarse en una España que lo acosaba sino en marchar a Estados Unidos. Allí acabó trabajando para el Berkley Geochronology Center, nada más y nada menos que en colaboración con Gary Scott, implicado en dataciones tan importantes como las de Java o Dmanisi. En un trabajo publicado en 2006 por el Quaternary Sciences Rewiew, establecieron la antigüedad de Orce en 1.300.000 años, mientras que en la mezquina Iberia andaban escamoteándole siquiera el millón. ¿No querían ir de europeístas y abiertos? Pues ahí tienen al mismísimo hijo de Gibert enmendándoles la plana con el 7º de Caballería a sus espaldas. Para colmo de delicias, unos arqueólogos descubrieron en Tarragona (2007) un resto craneal de una joven de época romana que era idéntico al de Orce, con lo cual todo el debate morfológico y su adscripción animal quedaban fuera de lugar. El mismo año fallecía el genial Josep Gibert.

Epílogo. Hace pocos días recibimos una nueva alegría por parte de Luis Gibert, lo cual ha sido el verdadero desencadenante de este homenaje. La prestigiosa revista Nature le ha publicado un artículo (junto a G. Scott) donde se publica el hallazgo de útiles líticos achelenses en Fonelas (muy cerca de Orce) con una datación no inferior a los 900.000 años de antigüedad, el doble que las encontradas hasta hoy en el resto del continente. Granada vuelve a ser epicentro de humanidad mucho más temprano que cualquier otro lugar europeo. Si los andaluces y los interesados en general por la verdad conocemos algo de esto es exclusivamente gracias a Josep Gibert y a su estela familiar y profesional. Por todo ello, muchas gracias.