jueves, 4 de diciembre de 2008

Complejos identitarios 4. El hombre de color, el “negro propiamente dicho” y la “one drop rule”

Para la presente blog-entrada hemos de remitirnos a los antiguos libros de Antropología Física, entonces llamada Raciología. Pese a que la “raza” es un concepto totalmente acientífico, también es cierto que aunque lo sabemos seguimos dotando a las razas de un innegable significado social. No hay científicamente razas pero sí existe una percepción social de las mismas y, dado que esta última puede y suele desembocar en racismo, se trata de un tema que nos atañe seriamente. Qué casualidad, son los blancos los únicos que hoy quieren dar por zanjado el asunto racial y los que cínicamente acusan de racistas a los negros o amarillos que quieren volver al tema para sacarse las espinas de la pasada y presente discriminación. Dado que la negación de nuestro africanismo tiene mucho de racismo encubierto, este blog pasará una y otra vez por el asunto racial. Y lo hará sin complejos, orgulloso de aspirar a ser de los primeros portales de opinión anti-eurocéntrica de España. A las personas de color nos ha quedado además la sensación de que el blanco, o el que se tiene por tal, ha conseguido la jugada perfecta: tras siglos proclamando nuestra inferioridad, ahora se presenta como el que nos perdona la vida, como aquel que inundado de buenismo da por zanjado un debate justo cuando se le ponía en contra.

 

Y es que el debate racial no está perdido por el blanco solamente porque el propio asunto haya prescrito en su cientificidad, que también, sino que ya estaba condenado al fracaso usando sus propios argumentos. Quiero decir que no existía una teoría racialista perfectamente entramada que daba la victoria al hombre blanco, sino una serie de teorías débiles cuando no claramente fraudulentas que sólo seguían en pie porque el hombre de color tenía vetado intervenir en el debate. Apenas pudimos gozar de los primeros pasos de teóricos no-blancos al respecto y de inmediato el blanco se apresuró a dar por terminada la discusión. Hoy los sabios de color prefieren no detenerse demasiado en la cuestión racial por miedo a ser tachados de racistas inversos. Se estudia mucho el racismo, es cierto, pero si para ello escogemos ignorar la raza estamos condenados a fracasar. Se estudia a los racistas como se estudia a los psicópatas asesinos, y en gran medida es algo que aplaudo, pero olvidamos que para ellos existe todo un argumentario que los “progres” dan por zanjado en aras de la corrección política y el tener la fiesta en paz. Debemos entender que los racistas creen tener la razón, una verdad demasiado dura para las tragaderas de los vendidos al moro y a la masonería. A la postre esa creencia en estar participando de “la” verdad, por dura y políticamente incorrecta que suene, es lo que les proporciona un mayor placer y protagonismo. Se sienten una minoría despierta entre una multitud que prefiere mirar a otro lado e hipnotizarse con la “race blindness”. Mientras este casi mesianismo persista no podremos acabar con el racismo, y la única manera que encuentro para sofocarlo es combatirlo en su propio terreno.

 

Mi postura es por tanto la de retomar aquellos tiempos lejanos en que Anta Diop o Ki-Zerbo le subían los colores a la plana eurocentrista, y que recientemente sólo encuentran testimoniales ecos (Martin Bernal y Ferrán Iniesta son ejemplos al alcance de todos). Quiero usar los mismos datos históricos, arqueológicos y antropológicos para demostrar de largo que el eurocentrismo es tan absurdo como contraproducente. Desgraciadamente, esto supone hoy día cargar con tres enemigos. El primero, claro está, es el eurocentrismo militante y los supremacistas blancos. El segundo, también mencionado, la “race blindness” para la que hablar de razas es ser racista. El tercer grupo de adversarios, en este caso más bien obstáculos, lo forman los autodenominados afrocentristas, a los que confieso que un día pertenecí con pasión. El afrocentrismo es el eurocentrismo al otro lado del espejo, es una especie de borrachera rencorosa que nos entra a las personas de color cuando descubrimos el gran timo historiográfico montado en loor al rostro pálido. Pero cuando llega el rigor y se marcha el rencor acabas por rechazar todos los “x-centrismos”. El problema de los afrocentristas es que dan pie para que los argumentos que yo y la tradición que humildemente represento sean tenidos a guasa. Las obras afrocéntricas actuales se repiten demasiado en los datos, suelen tender a la exageración y al parcialismo, no son ya más que un producto de consumo para afroamericanos de cultura media-baja y tratan de estimular más los intestinos y el corazón que el cerebro y el alma. Por eso creo imprescindible desmarcarme de sus argumentos y orientar el objetivo de mi lucha por otros derroteros bien distintos.

 

¿Por qué importa saber el color o el pelo de determinados personajes y pueblos que participan de nuestra Historia y Prehistoria?, ¿no es eso racismo? Todo lo contrario. “Imaginemos” que no me dan un trabajo por ser muy moreno, o que tal suegra no me quiere para su hija, o que determinados nazis me dan una paliza en un callejón, y yo necesito saber si en el pasado existieron culturas en que tal cosa era inimaginable o al menos practicada con cuentagotas. Entonces necesitaría saber si tal pueblo era o no racista, y no tengo modo de saberlo que no sea conocer cómo reaccionaba éste ante etnias vecinas y lejanas. Pero si no me permiten describir que un griego se las topó con un negro, ¿cómo puedo descubrir si en aquellos tiempos los helenos eran racistas? Más aún, imaginemos que tengo base para decidir que tal o cual personaje relevante del mundo griego era no-blanco, y que sin embargo tenemos constancia que llegó a ser famoso fabulista, notable general o próspero comerciante, ¿no debería ser una prueba sumamente codiciada para aquellos que queremos demostrar que el racismo eurocentrista actual es algo antinatural y antihistórico? A diferencia de los afrocentristas, que necesitan que todo un pueblo o toda una casta sea de color, yo sólo necesito constatar la presencia de un hombre no-blanco en tal sociedad o cultura que haya sido tolerado e incluso querido y admirado por ella. Esto debería acallar uno de los pilares básicos del racista y el supremacista blanco actual: la creencia de que los “grandes” (Grecia, Roma, etc.) eran racistas como ellos, además de absolutamente caucásicos en su aspecto. Y luego está también un sano deseo de identificación no sólo por parte de negros sino también por parte de homosexuales, mujeres, adictos, y en general todo tipo de personas que sufren vejaciones apriorísticas. Saber que Leonardo era una loca, que Freud se metía rayas o que tal Papa era en realidad Papisa supone un subidón de legitimidad para muchos que viven constantemente privados de ella por la sociedad. En mi caso particular se traduce por ejemplo en que de niño me encantaba Murieron con las botas puestas, única peli donde los morenos vencían a los rubios, tan harto como estaba de identificarme con los malos, los salvajes, los cómicos y los perdedores del universo cinematográfico. Otro ejemplo más genérico: a los gitanos les encanta saber que Jesús se parecía más a ellos que a los gachós. Y este es un dato que merecen disfrutar ellos y reconocer los payos porque es la verdad. Así, la próxima vez que un meapilas rechace a un trabajador por ser calé debería pensarse que lo mismo habría hecho si el Nazareno se lo hubiera pedido. Esto y no otra cosa es lo que deberían considerar aquellos que persisten en proferir cosas como “¿qué importa la raza de Jesús? Jesús era de todos los colores como su mensaje de amor”, y otras memeces. Por supuesto el alcance del tema es tan profundo que no podré resumirlo en una entrada, ni en diez del diario, así que por ahora nos vamos a aproximar a él a través de tres conceptos que me parecen fundamentales no sólo para comprender sino para valorar mis opiniones: “hombre de color”, “negro propiamente dicho” y “one drop rule”.

 

En una Historia Universal de Espasa Calpe (tomo I, 1962) F. Hertz facilita un dato que me ha acompañado como argumento durante años. Decía textualmente que “un gobernador europeo en África promulgó una orden acerca de lo que ‘los negros, los árabes, los hindús, los portugueses, los griegos, y demás gentes de color’ debían hacer al tropezarse con un ‘blanco’”. Ante tal frase los españoles deberían estremecerse, pues para nosotros “hombre de color” es un modo educado de referirnos a los negros, pero aquí seríamos nosotros incluidos en el lote, a no ser que nuestra esquizofrenia racial nos haga suponernos más blancos que portugueses o griegos. Desde luego el “gobernador europeo” no era ni portugués ni griego, y de ahí suponemos con toda plausibilidad que tampoco era español ni italiano, ni  probablemente francés, sino que posiblemente fuera inglés, alemán, belga u holandés. Para todos ellos los euromediterráneos somos, al menos antes lo reconocían, hombres de color, y es este uno de los mayores puntos de confusión racial que existen actualmente. Porque el digamos “latino” se cree invitado al gran festín del hombre blanco cuando es meramente utilizado como profiláctico. Así, cuando gente como yo decimos que el hombre blanco tal y cual, los primeros en saltar a nuestra yugular son compatriotas que según ese bando municipal deberían seguir las normas del hombre de color. El euromediterráneo actúa muchas veces como perro guardián de intereses que le son absolutamente ajenos y que de paso libran al nórdico de defenderse por sí mismo. Porque en la mentada colonia, y según el bando de aquel gobernador, el español se sentaría en el banco y comería en el plato para negros y árabes, para indios y portugueses, no en reservado para el hombre blanco, esto es europeo central y septentrional.

 

Toda esta ambigüedad entre lo que es un hombre blanco y otro de color fue reforzada desde la Antropología a través de un ardid conocido como “negro propiamente dicho” (NPD desde ahora). En la terminología antropológica no hay tal cosa como un “blanco propiamente dicho” o un “amarillo propiamente dicho”, lo cual ya debería bastar para sospechar de que sí usen y abusen del tal NPD. En resumen el NPD representa la antítesis de lo blanco: el pelo más crespo entre los posibles, la piel más oscura, la nariz más chata, los labios más gruesos, etc. En primer lugar, tal concepto es inútil porque no tiene constatación en África ni en ninguna otra parte. Hay negros de piel muy oscura, pero quizás sus rasgos faciales no son los más NPD, y el pelo más crespo, llamado “grano de pimienta”, lo tienen los amarillentos bosquimanos, mientras que las bembas más carnosas las suelen ostentar los congoleños que a la sazón son braquicéfalos (algo contrario al NPD). Pero además plantea un problema para los eurocentristas aún mayor que el que trataba de resolver. Porque la finalidad del NPD simplemente es la de procurarse un elemento para negar la negritud de determinados pueblos actuales y pretéritos, sobre todo esto último. Basta que la arqueología arroje una imaginería con mentones, o pelos ondulados, o pieles marrón-rojizo para que se determine que ese pueblo no puede ser catalogado como “negro propiamente dicho”. Sin embargo, si tal maniobra es posible, a la par deberíamos crear un BPD (“blanco propiamente dicho”) al que exigiéramos pelo rubio, ojos claros, piel de cera, labios finos, nariz de Pinocho, mentón de bruja, y con más vello que en un yeti. Me he limitado a citar algunas de las características por las que al parecer más nos distinguimos los “blancos”, y desde luego son aquellas por las que la Arqueología y la Historia del Arte diagnostican presencias “caucasoides” en la India Prevédica o en el Corazón de África. Sin embargo, si nos tiramos a las calles de Europa y su Diáspora a localizar los BPD, ¿qué proporción representarían? Menos del 1%, y hablo de un muestreo donde todos son lo que un burgalés entiende por “blancos”. Por el contrario, lo que encontramos en los clásicos raciológicos como Vallois o Marquer es que el blanco es el único tipo racial que se puede permitir una característica y la contraria: pieles del rosa al chocolate, pelos del lacio al crespo, narices de águila o de mono, etc. La consecuencia más directa es que para ser negro propiamente dicho has de mostrar absolutamente todos los extremos fisionómicos de la negritud, pero que para ser “blanco” o “caucásico” basta con que cuatro antropólogos subrayen uno sólo de tus rasgos.

 

Pero que no exista ese “blanco propiamente dicho” en los manuales de Raciología no implica que no exista socialmente. El BPD es el “nórdico”, el “ario-germánico” y demás denominaciones, el cual o bien se tiene por origen de los blancos, o bien por su perfecta culminación racial. Llegamos por tanto a mito de la pureza racial, pues ese doble plano integrador-segregador del concepto blanco sirve para servirse de nosotros, “medio blancos” o, curiosa fórmula, “blancos de color” para asegurársela. Se crean una serie de sub-razas caucásicas entendidas como mestizadas (mediterránea, indoirania, alpina, lapona, dinárica, etc.) por estar en contacto geográfico con los africanos y asiáticos. A estos el nórdico nos dice: “sois blancos pero menos que yo, un día fuisteis como yo pero os mestizasteis con los inferiores” o “un día seréis tan puros, sabios y bellos como yo si dejáis de mestizaros con los inferiores”. En sí carecemos de características propias, pues la mitad del rostro la tomamos del nórdico-germano o blanco propiamente dicho y la otra mitad es o bien muy mora, o bien demasiado turca, o mongólida de más. La asociación entre la teórica pureza nórdica y la actual bonanza política y económica de los países digamos “blancos” hace que los mediterráneos, caucásicos y bálticos perdamos el trasero por alardear del poco germanismo que seamos capaces de rastrearnos. De hecho nos lo tomamos de una manera más visceral que el propio noreuropeo, que incluso juega a mostrar un trato más calmado y dialogante con las demás razas.

 

Y de la mano de la pureza racial desembocamos en los modos para conservarla en un mundo cada vez más globalizado. Dependiendo del racismo de cada cultura, así es su política racial, y en este caso se vuelve a demostrar que la diferencia entre los blancos de verdad y los blancos de pegote (nosotros) es bien real. De todos es conocida la diferencia entre el colonialismo germánico (anglosajón, alemán, holandés, etc.) respecto al latino (francés, portugués y español). Conste que en absoluto pretendo minimizar nuestro negativo impacto colonialista, nuestras matanzas y abusos, pero estadísticamente es un hecho que en Latinoamérica y en zonas franco-caribeñas el mestizaje con indios y negros ha sido mayor. A veces fue fruto del amor y otras de violaciones o de la prostitución. A veces se produjo un fuerte mestizaje en los primeros siglos y luego se dedicaron a jugar al racismo. Pero las cifras están ahí. La ley de una sola gota de sangre, “one drop rule”, viene que ni pintada para ampliar más el alcance de esta diferencia. Para los anglosajones se establecía un racismo radical, por el cual bastaba una gota de sangre negra o india para ser catalogado como negro o indio, sin matices de por medio. Sin embargo, en la España o el Portugal coloniales floreció una pormenorizada nomenclatura de estados del mestizaje, algunos nombres tan cómicos como “tentenelarie” y “tornatrás”. Lo mejor de todo es que tales conceptos se representaban artísticamente con una clara función divulgativa. El mentado tornatrás ponía en aviso de que los genes del tatarabuelo negro podían aparecer total o parcialmente en algún lejano descendiente, y de ese modo se evitaban sospechas de adulterio en casas que se tenían por “blancas”. Abundando en estas clasificaciones hay que decir también que a través de ellas deducimos que existe una especie de “redención racial” pues llegaba el momento en que a base de selección sexual tus bisnietos podían ser de nuevo tenidos por blancos de pleno derecho. Así, negro más blanca da mulato, mulato con blanca morisco, este con blanca castizo, que con blanca albino, que de ahí a veces tornatrás, pero la descendencia de éste último volvía a ser catalogada simplemente como “blanco”. Una gota de sangre negra acababa totalmente diluida tras ininterrumpido blanqueamiento.

 

Y esta es precisamente la gota que los anglo-germanos pretenden tener en cuenta por los siglos de los siglos y sin redención posible. Siempre, claro está, que hayamos entendido que lo de la gota sólo les funciona respecto a sí mismos. Es decir, que jamás una gota de sangre blanca, ni diez, ni cien, te van a convertir en blanco. La “one drop rule” establece que cuando un blanco se mezcla con alguien pongamos negro su descendencia no es considerada mulata sino directamente negra. Al ser el mulato convertido en negro, la ley de la gota continúa sin cambios cuando tiene hijos, de tal modo que todos aquellos castizos, albinos y tornatrás de las colonias latinas habrían sido reducidos a meros negros en las inglesas y holandesas. Hay que tener además muy presente que el apelativo de ley (rule) no es metafórico sino que estaba como tal contemplado en la legislación colonial y luego estatal de Jamaica, Estados Unidos o Guayana Holandesa. Dichas leyes han ido suavizándose con el tiempo de tal modo que hoy, según estados, en USA se te considera ya blanco si tu porcentaje africano no supera 1/8, o 1/12 de tu composición genética total, pero existen casos (sobre todo en los racistas estados sureños) donde se establece una proporción (1/32) que de facto equivale a la “one drop rule”, por lo demás absolutamente viva a nivel social. Por supuesto el final de tan aberrante criterio es que rubios con ojos azules y nariz picuda sean caracterizados como “afroamericanos” en el registro censal, así como el que muchos de ellos, y hablo de miles, se camuflen cada año en las filas de los blancos o de su antesala latina en un fenómeno conocido como passing. Pero la mayor consecuencia que esto tiene para nuestros estudios es que si aceptamos que los USA son motor y musa del paradigma occidental hemos de aceptar que la “one drop rule” impregne sus análisis históricos y prehistóricos. Cuando por ejemplo los afroamericanos más forofos dicen que nuestro Al-Andalus fue poblado mayoritariamente por “black men” debemos recordar que lo hacen bajo el criterio que han padecido en sus carnes, sea “one drop rule” o sus ridículas adaptaciones a 1/16 o 1/32 de sangre negra. Cuando un norteamericano nos diga que Cervantes, o los Medici, o Agamenón, o Cristo eran negros debemos traducirlo por “personas con la más mínima traza de sangre africana”. Y entonces no podremos sino darles la razón.

 

Como vemos el terreno que pisamos es absolutamente contradictorio. Si tomamos los manuales raciológicos sólo el NPD es un negro verdadero y el resto somos blancos más o menos puros, mientras que según las leyes y la sociedad sólo el “blanco propiamente dicho”, “nórdico” o “anglo-germánico” es un blanco verdadero y el resto no somos sino chusma de color. El eurocentrismo consigue así una perfecta carambola pues el racismo persiste en lo actual y social, mientras que para el pasado remoto se aplica la erudita fórmula integradora de los racialistas teóricos. No puedo pasar la anécdota atribuida creo a Cheik Anta Diop en pleno debate sobre la negritud de los egipcios faraónicos bajo el palio de la UNESCO. Cansado de tanto rollo craneológico y de tanta ambigüedad lanzó la pregunta clave: ¿Habría sido aceptado Ramsés II en un club elitista de un estado sureño tipo la Virginia en los años 40s? Esa y no otra es la prueba definitiva de que el faraón era sin matices un hombre de color. Mi teoría es que junto a Ramsés deberíamos adscribirnos todos los mediterráneos, también los de sus costas europeas y asiáticas. Trasplantados al Estados Unidos anterior a los hippies, muy probablemente habríamos tenido que rellenar la casilla del “black”, “sepia”, “coloured” o “latino” en el censo. Ante esto, poco importa si nos consideramos blancos, o si incluso tenemos francamente aspecto de tales. Si volviera el racismo nazi, o la “one drop rule”, o cualquier otro engendro fabricado por el supremacismo blanco y el eurocentrismo, tal apariencia importaría bien poco, y seríamos las primeras víctimas de una paranoica caza de posibles ancestros impuros. Esta entrada del diario no da para más, pero aconsejo que cualquiera teclee “passing” en Google, la entrada de wikipedia basta, y se empape del tema si sabe inglés o que al menos se contente con las fotos de ejemplares de tantos “afroamericanos” que por una calle española serían indistinguibles, entre ellos George Herriman, autor del entrañable y afamado comic Krazy Kat.

 

Para acabar, un apunte anecdótico. Me revientan aquellos que cuestionan el uso de “negro” para describir físicamente determinados pueblos y personas, pues se trata de una moda de lo políticamente correcto importada del extranjero. Dejándonos llevar por lo fonético, es muy fácil asimilar negro, nigger y negre, tan fácil que lleva a conclusiones ramplonas. Los franceses usan “noir” para definir una silla o un abrigo negro, mientras que los angloparlantes emplean “black”, pero luego usan respectivamente “negre” y “nigger” para hablar con desprecio de los negros, términos que por lo demás nunca se emplean para objetos o seres de ese color. Cuando los españoles llamamos “negros” a los subsaharianos los llamamos realmente “noirs” y “blacks” (entiéndase su equivalente español), que son los adjetivos empleados para definir cualquier realidad de ese espectro cromático, y que son voces tenidas por respetuosas por esos mundos. Si fonéticamente suena más a los insultantes nigger y negre, si incluso puede que los haya parido etimológicamente, ese no es nuestro problema. ¿O vamos a dejar también de decir que el abrigo o la silla son negros? Recuerdo un bochornoso día en que un amigo, chupi-guay para más señas, me invitó a llamar “morenos” a los subsaharianos en aras del respeto y las formas. “Pero –le dije- si ellos son los morenos, ¿qué somos la gente como yo,  como los gitanos o los argelinos?” Él sólo quería ser lo más moderno y tolerante posible, pero había destapado una cuestión de difícil ajuste. En general no nos damos cuenta que la búsqueda de sustitutivos como “moreno” o “de color” vienen a invadir categorías raciales ya definidas a las que sí es cierto que el negro pertenece pero que no abarca: un negro es un hombre de color o un moreno pero no todos los morenos, aún menos los hombres de color, son negros. En segundo lugar no es lo que los propios negros quieren para sí. Cuando Martin Luther King se dirigía a su ‘black people’, cuando cantaba su majestad James Brown: Say it loud, I´m black & proud!, cuando sobre un puño aparece escrito “Black Power”, ¿cree alguien que los negros están dispuestos a que yo lo traduzca respectivamente por “pueblo moreno”, “soy de color y orgulloso” o “Poder atezado”? Otra cosa es que una vez arribados a Madrid, Málaga o Barcelona les moleste que les llamen negros, y esto sólo les viene de que su formación colonialista británica o francesa les ha hecho aborrecer lo que fonéticamente suene a nigger o a negre. Cuando piden que esto sea modificado e incluso piden ser llamados “morenos” muestran a mi pesar una rotunda ignorancia de lo que es nuestra lengua y realidad social. Pero hay más, porque con su actitud sólo tiran piedras sobre su tejado, y me explico. España es de los únicos países occidentales que carecen de esa bicefalia cromático-racial para lo negro, así que no existe un término que como tal sólo describa a los negros, aunque lo de “subsahariano” pegue hoy con fuerza (habría que preguntarse si los boers, malgaches o khoisan entran también en su canon subsahariano). Si forzamos, aunque sea con la mejor de las intenciones y la más inmaculada corrección política, la aparición de dicho término, ¿no estamos promoviendo en sí el racismo? Que los negros piensen bien que cuando un español lo llama así la realidad que proyecta, ayudado por su lengua, es que en el fondo lo considera un ser humano como él pero con la piel del color de su coche negro, su bufanda negra o su estilográfica negra. Si nos fuerzan a emplear un término específico para personas de esa raza el uso será a la postre racista como está demostrado en el constante cambio de apelativos raciales en USA (creo que ahora vamos por “american of african descend”).