lunes, 9 de marzo de 2009

Bush, los monos y yo: a vueltas con el evolucionismo

De un tiempo a esta parte se ha hecho del todo imposible criticar las teorías darwinistas sobre la evolución de las especies, y aún más desde el día en que a los norteamericanos les dio por ligar el asunto al debate neocon y servir como arma arrojadiza. No es raro entonces que al comentar mis ideas algunos chistosos me pregunten si es que me he vuelto de la cofradía del infame G. W. Bush, pues a Europa nos produce una mezcla de horror y regodeo el saber no ya que aún se enseñen teorías creacionistas en las escuelas yanquis, sino que incluso la derecha amenace con hacerla teoría oficial del estado. Sin embargo pocos caen en la cuenta de que Lamarck era evolucionista hasta la coronilla y que sin embargo sus teorías son criticadas sin problemas por el conjunto de científicos y público. Los medios de comunicación han creado, otra vez, una situación polarizada de buenos y malos absolutos donde el público debe saber que esbozar la menor réplica a las teorías darwinistas, no al evolucionismo en general, te hace automático acreedor del título de creacionista. Ahora se han cumplido 200 años del aniversario de Darwin y 150 de la publicación de  El origen de las especies, luego estamos hablando de unas fechas que en ciencia son poco menos que prehistoria, una antigüedad sorprendente para el vigor que aún tiene sus teorías entre el gran público. Digo entre el público porque la comunidad científica sí ha puesto en cuestión determinadas carencias teóricas y metodológicas de mr. Charles, pero a nivel divulgativo se sigue mostrando la teoría antigua, e incluso se ha llegado a crear una versión simplificada que la convierte en objeto de discusión y burla. Paradójicamente, la versión “evolucionismo para dummies” es la que ha proporcionado más argumentos a los actuales creacionistas. La razón de tal despropósito es que Darwin y su teoría trascienden lo puramente científico para encarnar ideologías y conceptos entre los que destacan el laicismo y el evolucionismo socio-cultural. Por ello se acaba simplificando hasta el fanatismo pasquinero, más preocupados como estamos por acallar a los necon ultrarreligiosos que por saber cada vez más sobre los verdaderos procesos de evolución animal y humana. Eso es lo único que justifica que, además de valorar sus teorías, El País de 1/2/2009 publicara en un artículo (El ejemplo y las lecciones de Darwin) que “la vida del gran científico inglés estuvo llena de amor a la familia, decencia y ansia de justicia”. ¿Qué tiene que ver esta “hagiografía” con el trabajo del científico?, y peor aún: ¿acaso, antes de canonizarlo, no deberían haber reparado en las reflexiones radical y abiertamente racistas de Darwin? Sin duda volveremos a ello en un artículo monográfico sobre grandes padres de la cultura occidental eurocentristas y racistas, pero en este caso es más grave aún, porque racismo y genética/evolución son dos caras de la misma lenteja. Aunque suene terrible, si aceptamos el evolucionismo tal como Darwin nos lo legó tenemos que desembocar por fuerza en su mismo racismo. Del mismo modo pero a la inversa, si estamos totalmente convencidos de que el racismo es contrario al rigor científico Darwin tuvo que cometer forzosamente errores en su trabajo.

 

Debemos comenzar nuestra crítica diferenciando claramente entre dos partes del discurso. Charles Darwin constató una evolución en las especies vivas y buscó qué mecanismos podían provocarla. La primera parte, que los organismos evolucionan a partir de formas anteriores, no es darwinismo sino evolucionismo a secas, algo que ya vimos compartían por ejemplo con los lamarckistas y que yo suscribo igualmente. Darwinismo es entonces sólo la segunda parte, los mecanismos que Darwin creyó que eran los agentes del cambio y que distinguió sus tesis de otros evolucionismos. Básicamente los podemos resumir bajo los términos “mutación” y “selección natural”, que son los que vamos a ir discutiendo. Pero antes creo necesario criticar el propio concepto de “evolución” aplicado a la biología. Es cierto que existe una acepción primigenia del término que sólo quiere referirse a cambios, y en ese sentido soy yo el primer evolucionista convencido: las especies vivientes han sufrido esa “transformación continua” de mi diccionario. Pero todos sabemos que si el maestro dice que Jaimito “ha evolucionado mucho a lo largo del curso” no se refiere a meros cambios sino a un proceso de cambios acumulativos y positivos. Es decir, que Jaimito ha mejorado. El evolucionismo, y no sólo el darwinismo, pretende basarse en dichos cambios para parecer científica, pero deja de serlo cuando atribuye un valor “progresivo” a los mismos. Un hombre no es ni superior ni mejor a un trilobite, es simplemente otro aspecto mutado  y adaptado a partir de la misma chispa de vida original, y en todo caso tenemos aún por demostrar si somos capaces de sobrevivir como especie los 300 millones de años que el trilobite campó por esos mares. Esta absurda valoración es a todas luces presentista, antropocentrista y no se cuantos –tistas más, pero está muy arraigada en nosotros. La voy a tratar a fondo en una entrada muy próxima que trata de cómo el evolucionismo biológico contagia las ciencias sociales y como a su vez proviene de cierto evolucionismo filosófico de la Ilustración. Darwin, Wallace, Lamarck y compañía estaban imbuidos de ese progresismo-expansionismo de los s.XVIII al XX, imperialista y racista a la postre, y necesitaban que esos “mecanismos” evolutivos fueran acordes a esa filosofía. Tan negativa herencia me lleva a veces a preferir considerarme “mutacionalista” en vez de evolucionista.

 

Esto nos conduce directamente a conceptos como “selección natural”, “adaptación” y “ley del más apto” (a menudo llevada al extremo de “ley del más fuerte”). Los evolucionistas en su conjunto pensaban en la vida como una arena de combate donde los cambios aparecidos eran fomentados si conducían a la victoria. Considero subjetivo determinar qué cambio ha sido beneficioso para nuestra especie, no digamos para las demás.  “Más apto”… ¿para qué? Se sabe que las especies más adaptadas, y por tanto evolucionadas, a un entorno son las primeras en desaparecer cuando cambian las condiciones de dicho entorno. En un biotopo hay pavos normales y pavos polares, un ejemplo sin base real, y los segundos tendrán ventaja mientras allí domine el clima ártico, y con tales argumentos nos dejamos convencer. Pero pocos caen en la cuenta de que la longevidad de una especie suele exceder a la de un ciclo climático, luego a la larga es el pavo común el que “vencerá” evolutivamente a su versión hiper-adaptada. Por tanto eres apto según para qué y no durante demasiado tiempo. Otra crítica que se puede hacer es el sesgo con el que tratan de ejecutar sus argumentos, obsesionados como están con la búsqueda de la mutación vencedora. No conozco ninguna supuesta adaptación que no implique una inadaptación como contrapartida, de tal modo que el asunto se parece mucho a ver el vaso medio lleno o medio vacío. Y está claro que el evolucionista quiere verlo “medio lleno”. Cuando dicen que tal ave ha adaptado su plumaje para atraer hembras, ¿piensan que a la vez se inadaptó porque con ello se hizo más llamativo ante los predadores o incluso torpe en su movilidad y visión? Entonces nos vienen con una especie de cuenta de la vieja donde explican que a la especie le sigue conviniendo el tono chisporroteante pese al riesgo de ser cazado. Yo propongo que se lo preguntemos al pájaro. Finalmente, una filosofía del ganador sólo puede permitirse una ética de hechos consumados, lo que se traduce porque los evolucionistas abusen de argumentos circulares: “lo que hay ahora es lo más apto porque si no lo fuera no habría sobrevivido, ya que sólo sobreviven los más aptos”. En el siguiente artículo veremos el terrible impacto que esta filosofía tuvo al considerar intrínsecamente superior al europeo por ser circunstancialmente amo económico del mundo.

 

Hasta ahora hemos abordado principios del evolucionismo en su conjunto, incluso tanto del biológico como del social, y ya va siendo hora de que nos ocupemos de la marca darwinista por excelencia: la mutación o, mejor dicho, la arbitrariedad de la mutación. La aportación principal de Darwin en su campo es la de crear un muro impermeable entre el entorno y los genes. En realidad la porosidad es distinta según el sentido en que pretendas cruzar ese muro, porque las mutaciones sí son absolutamente independientes del entorno, pero según sus modos de vida los seres vivos aprovechan o desechan esas mutaciones casuales e impuestas. Hubo otros evolucionistas como Lamarck que postulaban un diálogo en ambas direcciones (la necesidad crea el órgano), y creo que ese es el argumento más lógico para los no inciados: si hay adaptación es porque en cierta manera esas especies pueden ponerse en contacto con sus centros de mutación y afectar su cantidad y su contenido en función a sus necesidades. Si Darwin suena aún especialmente científico es precisamente por ese carácter desmitificador del sentido común. Su teoría viene a atemperar los humos demasiados teleologistas de otros evolucionistas primigenios, pues como digo la idea de evolución va naturalmente asociada a la de un propósito y dirección para la misma: Darwin sostiene que no basta con pedir cambios sino que hay que esperarlos por azar. También atempera el aire igualitarista del evolucionismo primitivo, pues si basta demandar cambios para recibirlos no tiene sentido eso de ser “más apto”. Finalmente, aleja las sombras de una posible vuelta al influjo religioso sobre esta disciplina pues una direccionalidad o estrategia en las mutaciones puede sugerir una intervención o inteligencia a nivel casi divino, o al menos del tipo hipótesis Gaia. Sin duda el darwinismo es un producto perfectamente adaptado a las necesidades ideológicas del Occidente actual, pero más tarde o más temprano se descubrirá que sus ideas estaban condenadas a ser superadas. Para que nos hagamos una idea de sus conocimientos genéticos, Charles Darwin desconocía los trabajos de su coetáneo Mendel, de modo que apenas morir el gran científico hubo que crear un “neo-darwinismo” con el imprescindible añadido de los guisantes y los cromosomas. Como se ve, el principal problema de Darwin es que su único argumento distintivo es el de la mutación, precisamente un campo entonces aún por nacer y del que él sabía bien poco. Hasta hoy todo ha sido forzar la horma para que los nuevos datos “confirmen” las teorías de Darwin. En realidad no sólo no ha sido así, sino que incluso sus errores son algo público y compartido por los científicos del ramo y cualquiera que se acerque a su literatura. Pero parece que dado el respeto por la figura ideológica e icono Darwin se ha preferido que en su labor divulgativa el darwinismo siga mostrando su faceta más simplona, cientificista y eurocéntrica, y además que conserve el mismo nombre. Porque si cada aspecto del concepto “mutación” que tenía Darwin, y ese era su argumento distintivo, ha sido superado o contestado por la ciencia actual, el producto es evolucionismo a secas, no “darwinismo”.

 

Uno de los primeros escollos que encontró el darwinismo atañe al ritmo en que han evolucionado las distintas especies. Por ejemplo, existe la creencia de que las mutaciones “neutras” son constantes, es decir, que se produce una cada 10.000 o 100.000 años. Dejando aparte el hecho de que calibrar mutaciones en deletéreas, beneficiosas o neutras es algo subjetivo, nada ha podido mostrar hasta ahora trazas de dicha regularidad. Además, ¿no quedamos en que las mutaciones eran absolutamente caprichosas?, ¿o son sólo caprichosas con el material novedoso que proponen pero sin embargo son fieles cumplidoras de los plazos de salida? Personalmente no me suena coherente. Centrémonos en los mamíferos y tomemos un caso llamativo por lo rápido que evolucionó: los cetáceos. Hace sólo 9 millones de años los proto-cetáceos tenían aún la forma de una extraña mezcla de cerdo y nutria, con un hocico largo como el de un cocodrilo, y sus hábitos acuáticos se limitaban a los de un hipopótamo. Sin embargo, hace 8-9 millones los humanos se estaban separando del tronco Pan (chimpancés y bonobos), y creo que es patente que entre un cerdo y una ballena azul hay muchas más diferencias, y por tanto mutaciones, que entre un hombre y un simio (con los que compartimos más del 95% de los genes). Es decir, que la evolución de unas especies es acelerada en relación con otras y eso se opone a las “ratios de mutación” que tanto usan los especialistas. Mayor es el problema, luego lo veremos, cuando esa aceleración de mutaciones coincide además en un sólo rasgo o función de la especie, como la adaptación acuática de los cetáceos.

 

El siguiente aspecto en el que el Darwinismo se mostró simplista fue en que no previó la gran cantidad de genes implicados en el más mínimo rasgo o función de un organismo vivo. En el s.XIX y principios del XX era muy fácil defender que bastaba una sola mutación para alterar un órgano, y de hecho aún quedan los que dicen expresiones como “el gen del color de piel” o “el gen de la aleta dorsal”. Pero es algo hoy insostenible. De hecho es tal la cantidad de elementos genéticos implicados que sorprende cómo llegan a sincronizarse para producir un cambio. La verdad es que no hay manera empírica de explicarlo, al menos no bajo el nivel científico actual, y menos desde un panorama de mutaciones absolutamente arbitrarias como proponía Darwin.

 

La tercera carencia que quiero destacar del discurso darwinista es la propia potencialidad de las mutaciones. Para que la tesis de Darwin tenga paralelo en la realidad deben darse muchos más factores de los que al principio imaginamos. Hace falta en primer lugar que se de una mutación, cosa que si no eres antepasado de la ballena no ocurre cada dos por tres. Luego que esa mutación no sea una deformidad, atrofiamiento, bloqueo linfático, etc. que te lleve a la muerte. Además de darse y no ser contraproducente, debe ser positiva para la supervivencia de la especie, en el momento, clima y región que precisamente se beneficien más con ella. En cuarto lugar, el individuo concreto que ha mutado debe sobrevivir hasta la edad de apareamiento, reproducirse efectivamente, asegurar la supervivencia de su camada y finalmente que dicha descendencia se imponga genéticamente al resto de su comunidad biológica. Ahí es nada. Tan sólo con este recorrido nos hacemos una idea del milagro que supone la supervivencia de un mutante, pero no nos podemos imaginar cómo se puede aún complicar este asunto. De nuevo, en la época de Darwin era lógico imaginar las mutaciones como saltos patentes, exagerados incluso, conforme al esquema vigente de la especie. Pero lo cierto es que cuando las alteraciones son así de drásticas suelen causar la muerte del mutante antes incluso de alcanzar la fertilidad sexual. Por otro lado, aún no se ha constatado ninguna mutación drásticamente positiva en las especies actuales, siendo los ejemplos propuestos fraudes o estudios muy deficitarios (aquellas mariposas y el hollín). Como dijimos, la división entre mutaciones buenas, malas y neutras es subjetiva, pues sólo tenemos constancia actual de las mutaciones que causan lesiones y muerte. Las otras, las mutaciones positivas y las neutras las suponemos o las inferimos del estudio y comparación del paquete genético de las especies actuales y algunas extintas, pero nada apunta empíricamente a que supusieran un salto radical. Todo lo contrario, si no las hemos podido constatar actualmente será porque las mutaciones neutras o positivas son bastante discretas, cambios casi imperceptibles para no alterar demasiado el equilibrio orgánico y funcional del mutante. Creo que suena bastante lógico que las mutaciones que tenemos por malignas o mortales son realmente aquellas tan drásticas que desequilibran esa armonía estructural, funcional y energética que es cualquier forma de vida. De todas formas, y volviendo al párrafo anterior, ¿de qué serviría este salto drástico en un gen si para cambiar un rasgo son necesarios pongamos 300 genes? Debemos recordar de nuevo el carácter aleatorio y absolutamente ajeno al entorno de las mutaciones darwinianas, porque no se cómo casar que 300, 30, siquiera 3 genes acaben mutando drásticamente, de forma simultánea, con consecuencias positivas para el mismo órgano o función, y encima por pura casualidad.

 

Y ahora, algunos ejemplos para aplicar todas estas objeciones antes mencionadas. La teoría tradicional sobre bipedismo humano descansa en una suerte de mutaciones bruscas a la altura de la pelvis (la del australopiteco, la del habilis, etc.), pero hoy sabemos que un cambio semejante sería insoportable para el resto del cuerpo, para la distribución del peso, la forma en que descansan los órganos, el flujo sanguíneo, etc., por no hablar de que muy probablemente dejaría imposibilitada para parir a su primera portadora. Por eso dijimos que las mutaciones drásticas suelen ser nefastas, a menudo letales. Nuestras mutaciones deben ser casi imperceptibles para que el resto del cuerpo no las rechace y para que prepare los cambios que siempre suponen en el organismo general, y que por cierto necesitan de sus propias mutaciones. El problema de esto es que se carga toda la teoría de la pura casualidad de las mutaciones, porque si son tan arbitrarias no se pueden ordenar como una sucesión de capítulos con un fin predeterminado. Una mutación podría hacer al homínido más erguido y otras más encorvado, pues como hablamos de micras de milímetro cada vez no se traduciría en ventajas o perjuicios, y con ello lo que ahora desarticulamos es la mismísima teoría de la adaptación y la ley del más apto. En cuanto a la cualidad “sinfónica” de las mutaciones no sólo nos limitaremos a lo ya mencionado sobre la infinitud de genes implicados en un cambio de pelvis o de cornamenta, sino en que eso provoca además la necesidad de mutar otras partes del cuerpo como la orientación del foramen mágnum en los bípedos o el reforzamiento muscular del cuello en los astados. Como extremo, intentar explicar por adaptación del más apto, optimización de mutaciones casuales, etc. el aparato de sónar de un delfín suena casi surrealista, y más aún si tan sólo necesitaron 9 millones de años para fabricarlo.

 

Todos estos errores y carencias del darwinismo llevan a poner en duda que siga siendo válido como estandarte del evolucionismo. No voy a cansar con nombres y términos difíciles (“equilibrio puntuado”, “transferencia horizontal”, etc.), pero como dije hay un buen número de genetistas y paleontólogos reclamando una profunda reforma e incluso sustitución de la “teoría sintética” (i. e. Darwin+Mendel). Es muy necesario que la gente comprenda que criticar las tesis de Darwin no te hacen creacionista, porque lo que estos defienden es la negación de nuestra naturaleza mutante, algo casi medieval. Es injusto asimismo que por cuestionar una evolución como “mejora”, que no como cambio, seamos tratados de anti-evolucionistas. Tampoco es de recibo que por decir que no puede ser todo debido a la casualidad se nos acuse de defender una teleología divina o un “plan inteligente” como ahora postulan algunos creacionistas reciclados. Lo único que pretendo defender es que hoy conocemos los fenómenos genéticos con un detalle que impiden sostener el darwinismo, original o sintético, como la mejor representación del evolucionismo. Todo apunta a que en un mañana tendremos que aceptar una inteligencia en la evolución, pero no externa como quieren los finalistas y creyentes, sino propia de los genes: mutaciones inteligentes a partir de genes inteligentes. La sensación que se tiene, aunque jamás se confiese, cuando se lee algo de evolución de especies, es que ha existido un momento en el que la sabia naturaleza ha impreso en el gen de la especie que los cuellos se tienen que alargar, que el andar debe ser erguido o que cada pluma va a ir de un color a cual más chillón. No es tan descabellado si damos a la mutación un valor mucho más rico que el meramente anatómico, acordándonos de las más que contrastadas mutaciones que afectan a nuestra composición sanguínea, nuestro sistema inmunitario o nuestra debilidad ante ciertas adicciones y venenos. Vayamos mucho más allá e intentemos imaginar que determinada mutación no consiste en que su portador tenga un ojo de cada color, ni en ser propenso a la hepatitis, sino en algo mucho más general e ilocalizable como es la información para que su especie acabe caminando erguida. Imaginémoslo como un virus informático, algo que se instala en los discos duros de todos aquellos que heredan su gen, hasta hacerse tan universal como la trompa en los elefantes. Al final es la especie entera la que tiene dicho manual de navegación genética en cada célula de sus ejemplares. Y entonces sí podemos aceptar esas aceleraciones sospechosas que más bien parecen empujoncitos de algo más complicado que el azar, como cuando las distintas ramas de homínidos siguieron mutando por su cuenta en la dirección del bipedismo pese a ser ya estancas entre sí. El problema es que por ahí muchos querrán ver la mano de Dios, y lo peor es que lo intentarán imponer, con lo cual el diálogo seguirá siendo imposible.

No podemos cerrar sin detenernos en una polémica basada en mucho de lo que antes hemos tratado, como es el concepto de especiación: ¿cuál es el preciso momento en que un erectus progresivo pasa a pre-sapiens? Ahora el vacío paleontológico nos permite pintarnos un esquema muy simplificado, porque tenemos un resto por ahí y otro por allá con millones de años por medio, así que durante décadas se ha rehuido la cuestión. Sin embargo ha centrado el debate sobre la aparición de los primeros humanos modernos, que dejamos para otra ocasión y artículo. En cualquier caso se trata de un defecto heredado de las taxonomías propias de las ciencias naturales, a su vez impulsadas por la manía clasificatoria-cartesiana de la Ilustración. La actual investigación con genes han sacado los colores a un número considerable de géneros y especies antes tenidos por incuestionables, ofreciendo parentescos hasta hoy inverosímiles. La manía antigua consistía en inventar categorías estancas en las que encorralar la realidad, y así debía existir un erectus diferente de un sapiens, cada uno con su lote de características pintorescas, y por tanto debía existir una clara línea entre el origen de uno y la desaparición del otro. Recuerdo que en el colegio los aprendíamos consecutivos, como si para nacer el nuevo prototipo humano tuviera que extinguirse el antiguo, y reconozco que era ya mayorcito cuando me enteré que en el planeta han coincidido, hace 175.000 años, erectinos asiáticos con sapiens modernos africanos y neandertales europeos. Los distintos homo no son tanto consecuencia unos de otros sino vecinos y primos, aunque por supuesto todos han de proceder de cierto tipo de homo anterior. Pero esto último no significa que el viejo se extinga frente al nuevo, y de hecho puede ocurrir todo lo contrario: los erectinos pigmeos de Flores sobrevivieron a la extinción de los neandertales, que se supone son al menos dos grados más “evolucionados”. ¿A qué se debía esta tendencia a mostrarlos sucesivos? A que con ello los mostraban también estancos, libres de impurezas de unos y de otros, y por tanto fácilmente caracterizables y clasificables, sobre todo para aislar al humano moderno de su parentela cavernícola. Pero tal momento inflexivo en que un mamífero pasa de ser una especie a ser su capítulo posterior no existe. Ninguna sapiens arcaica tuvo la dicha de parir al primer sapiens moderno, porque sencillamente son conceptos sociopsicológicos sin base fisiológica o genética que los avale. Nuestro proceso de hominización no se compuso de cinco pulcros pasos (autralopiteco-habilis-erectus-sapiens arcaico-sapiens moderno), ni en siete ni en diecisiete, sino en miles de ellos, distribuidos además por una amplia gama de rasgos a cambiar: volumen cerebral, postura erguida, pérdida de vello corporal, habla, etc., cada uno de los cuales implica la mutación de al menos una decena de órganos y funciones corporales. Muchos de esos cambios se operaron desde muy pronto, otros han tardado más, y otros los adquirimos antesdeayer, así que no podemos establecer grados de humanidad en el tiempo. Si el humano es definido como el simio que camina preferentemente erguido, ya somos humanos “modernos” desde el habilis; los erectus eran totalmente “modernos” de cuello para abajo, tanto en sus proporciones como en su gestualidad; finalmente, el volumen cerebral de los neandertales no sólo merece el calificativo de moderno sino de “futuro” toda vez que es superior al nuestro. Se trata de una locura provocada por nuestro evolucionismo y progresismo radicales que imponen la inferioridad intrínseca de lo antiguo y que volveremos a tratar en la serie de entradas Afroiberia social.

domingo, 8 de marzo de 2009

Aberraciones académicas IV. Esencialismo vs. reemplazo poblacional

No acabamos de reflexionar sobre el debate “determinismo ambiental vs. impacto antrópico” y ya tenemos entre manos una nueva dicotomía teórico-filosófica. Aquel que esté algo familiarizado con el mundillo arqueológico sabrá que esto de polarizar las posturas hasta lo bochornoso es algo demasiado habitual entre los académicos. Las razones que entreveo van desde el abuso del cartesiano “si esto entonces no lo otro” hasta la propia necesidad de cada facción de dotarse de una marca de la casa, pasando por el temperamento caliente de los españoles o por la férrea disciplina, casi servilismo, dentro de los departamentos universitarios. Como tantas veces digo, esto es para otra entrada monográfica, y baste por ahora saber que supone un problema más allá de lo anecdótico, y que realmente dificulta, paraliza e incluso pervierte el natural curso de la investigación. En muchos sentidos, estos falsos debates están emparentados entre sí, y de hecho dejamos la entrada anterior inacabada hasta la llegada de esta que escribo. Es como en política, donde encontramos que los que suelen estar en contra de las corridas de toros también abominan de la energía nuclear y votan izquierda, o que los que abogan por una enseñanza religiosa obligatoria y combaten el aborto votan derechas mayoritariamente. Por esa misma ley o costumbre, en los ambientes académicos solemos encontrar que la misma persona que defiende el peso de lo antrópico se decanta por los reemplazos poblacionales, mientras que el medioambientalista tiende más al esencialismo, con sus lógicas excepciones. Aquel que basa sus teorías en individuos o clanes ilustres y superiores que son los que hacen la Historia, será propenso a creer que en ausencia de estos el motor histórico se para hasta devenir en decadencia, invasión o apocalipsis. Por el contrario, aquel que viene a decir que es el paisaje el que moldea sus habitantes no tiene el más mínimo interés ni miedo ante la prueba arqueológica de reemplazamientos, colapsos, mestizajes, etc., porque en su teoría el entorno volverá a doblegar a ese nuevo producto antropológico hasta volverlo “su” humano, exactamente igual a como fue antaño.

Aunque hayamos apuntado algunos datos, conviene detenernos un poco más en cada una de las posturas que ahora nos conciernen. Por “esencialismo” debemos entender aquella postura historiográfica que defiende la continuidad/eternidad antropológica de determinadas poblaciones, mientras que por “reemplazo poblacional” me refiero al argumento académico que sostiene la existencia periódica e inevitable de aportaciones masivas de sangre extranjera, cuando no la total desaparición de la población anterior para que los nuevos ocupen su solar. Para el que hile fino puedo dar una errónea imagen de simpleza o ambigüedad, pues parece que confundo reemplazos poblacionales, algo que suena  a holocausto, con el mero mestizaje, que suena a Pedro Guerra. Y es que en este debate, como en el anterior, existen “buenos” y “malos” y, qué casualidad, vuelven a ganar los mismos. Sólo por la temática de mi blog espero estar libre de sospecha de anti-mestizaje, xenófobia o algo peor, pero de todas formas habrá quien quiera malinterpretar mis palabras. Para mí mestizaje y reemplazamiento, tal como se suelen entender, descansan en la creencia compartida de que cada elemento cultural que sea innovador ha de proceder de una población distinta. Yo no me opongo al mestizaje, de hecho soy su más evidente producto, sino que cuestiono metodológicamente el uso de una visión simplista e interesada del mismo.

Lo mejor será un ejemplo para ilustrarlo, y para ello vamos a centrarnos en el capítulo más espinoso de nuestra historia reciente: ¿Quedó “depurada” España de judíos y moros con los edictos de expulsión de la Edad Moderna? Cualquiera sabe de la famosa confrontación entre Sánchez Albornoz y Américo Castro, que en cierto modo podemos equiparar respectivamente con esencialismo y mestizaje-reemplazamiento, y de nuevo soy muy dueño de los términos que uso. Es algo sabido que los progresistas solemos sentir más simpatía por A. Castro, que hacemos mucha gala de su teoría de las tres culturas, y que tiramos mucho de ella para equipararla con la situación de mestizaje actual. Pero una persona que como yo rastrea lo africano por la Península tiene tantos problemas con los seguidores de Castro que con los de Albornoz, si no más. Porque la teoría de Américo Castro postula por necesidad un mestizaje a lo británico, con guetos estancos que conviven sin mezclarse. ¿Por qué digo esto? Porque basta plantear lo contrario, que el señor Castro abogara por la mezcla total y temprana de judíos, moros y cristianos peninsulares en un totum revolutum, y se le desmonta toda su teoría de las tres culturas, las cuales conviven pacífica y fructíferamente… en su diferencia y aislamiento mutuo. Bien, aceptado que se trata de un “mestizaje con preservativo”, queda expedito el camino para defender que tras las expulsiones de moriscos y marranos España quedó poblada exclusivamente, o casi, por sangre ibérica y por ende europea. Que sí, que fue nuestro mayor error histórico, que qué graciosos los sefardíes y los discos del Lebrijano, pero que de Tarifa a Irún todos de la pata del Cid o del mismo Pelayo. Ese falso lamento por los “hermanos perdidos” es el bálsamo perfecto no sólo para no seguir investigando qué de esos hermanos quedó por aquí o circula por nuestras venas, sino para llegar a vetar a quien quiere hacerlo bajo la desgarradora acusación de ser poco científico (La nueva biblia se llama libros de repartimiento). Paradójicamente los esencialistas, por su natural inclinados hacia el conservadurismo, ofrecen para mis estudios bien un oponente más dibujado y de ataque frontal, bien una inesperada ayuda. Los autores de la vieja guardia se muestran más predispuestos para aceptar, o al menos más impotentes para negar un componente africano en la Península, más intenso cuanto más al sur. Para los esencialistas, coincidiendo con los ambientalistas, Iberia es una especie de batidora radioactiva que todo lo traga para “hispanizarlo”, incluido lo africano. No olvidemos que estas posturas respaldan en España un nacionalismo (por fuerza esencialista) muy peculiar pues no acababa de expulsar lo moro y lo judío y se tuvo que enzarzar con lo latinoamericano hasta las puertas del sXX, con lo que su “día de la raza” era más lingüístico y religioso que racial. Esto, sumado al desdén europeo (“África empieza tras los Pirineos”), hacían que aún al académico de los años 60s le resultara absurda una negación absoluta de nuestro componente africano. Compartir ruta con estos carcamales puede llegar a repugnar, como me ocurre con el nazi de Santaolalla, pero en cualquier caso conviene desempolvar estos autores periódicamente para comprobar como todos estamos condenados, no importa cuán respetables seamos en nuestro tiempo, a provocar risa y vergüenza ajena entre las generaciones por venir.

Otra cuestión importante es la relación que existe entre el positivismo arqueológico y el abuso de las tesis de reemplazo poblacional. Por positivismo arqueológico (término que aprendí de Martin Bernal) me refiero al reduccionismo que supone negar como realidad histórica latente o potencial aquello que no ha sido ya excavado por los especialistas. Es decir, si no existe en el registro arqueológico no existió en ningún sentido. Al que provenga de fuera del mundillo histórico-arqueológico esta situación le debe parecer increíble, pero esa y no otra es la actitud de la mayoría de arqueólogos actuales. Cada vacío de información no cubierto por su red de prospecciones equivale a un vacío poblacional que precisaba necesariamente de reemplazos y exterminios para explicar la presencia de yacimientos posteriores o anteriores en la misma zona. Así, no había mesolíticos en el Alto Ebro, hasta que les dio por buscar y ahora es una macrorregión de primera fila en los estudios peninsulares de dicho período. Tampoco había bronce medio en Málaga o Cádiz, y asimismo se defendía una suerte de cortafuegos génico entre lo argárico y lo orientalizante mediterráneo, todo lo cual ha quedado demostrado como falso. En su paroxismo, cada nuevo “fósil director” o panoplia de objetos materiales, que según ellos caracterizaban culturas, precisaba de la llegada de una población ad hoc. Talmente como decir que hace poco hemos sido invadidos por el pueblo del ipod, el rap y las playstation.

Mi postura ante el debate, como en el artículo anterior, pasa por un término medio. Soy partidario de lo que denomino esencialismo dinámico, que a su vez pasa por la aceptación de innumerables y continuos mestizajes, quedando lo del “vacío poblacional” como un recurso extremo que al que apenas deberíamos recurrir. Por esencialismo dinámico me refiero a un complejo proceso que ahora no podemos sino sintetizar, y que consiste en primer lugar en cambiar nuestra perspectiva ante la composición de los pueblos, a los que en adelante hemos de considerar mezclas y no elementos. Si tenemos a los pueblos por elementos, es obviamente insostenible que tras un mestizaje sigamos siendo lo mismo de antes. Pero imaginemos que un pueblo es como un vaso de chocolate, compuesto por leche, cacao en polvo y azúcar. Imaginemos además que hay dos personas que absorben el vaso por sendas pajitas, mientras otras dos se encargan de rellenar continuamente lo vaciado. Si los mestizajes que se producen son los de siempre, como son los de los vecinos inmediatos, y en unas proporciones mínimamente estables, el producto resultante viene a ser el mismo “colacao” y pervivirá una esencia, aunque dinámica. Esa es la razón por la cual se pueden escribir memorias tan diferentes de nuestra Península antigua, según tengamos en cuenta unos elementos u otros. Si sólo queremos resaltar la “leche” obtenemos eso que tanto gusta al stablishment: que fuimos ibéricos, luego galo-ibéricos, luego godo-galo-ibérico, etc. En sentido opuesto, yo podría volcar el “cacao” hacia una transición ibero-mauritana, ibero-maura-cananea, ibero-maura-cananea-islámica, etc. Pero lo cierto es que a cada chorreón de leche europea hay que añadir una cucharada nueva de cacao africano y una pizca de azúcar oriental. Por supuesto hubo momentos de nuestro pasado en que el colacao estuvo más claro o más oscuro, más soso o más empalagoso, pero en líneas generales la proporción fue similar. Para apoyar esta línea conviene tener en cuenta los ritmos y circunstancias en que se produce un mestizaje. En el mestizaje puro ambas partes concurren en igualdad de condiciones, y todo lo que sea alterar esta equiparación actúa a favor de la asimilación por parte del ventajoso. Mestizaje puro es que dos poblaciones muy diferenciadas con igual cantidad de elementos fértiles se encuentren en un paraje demográficamente desierto, se establezcan allí y hagan brotar una nueva etnia, suma de ambos pero producto irrepetible a la vez. Pero ese no pudo ser jamás el caso de Afroiberia, de la que ya sabemos que hubo de estar densamente poblada desde prácticamente siempre a causa de su excelencia en recursos y comunicabilidad, y que además siempre ha sido una encrucijada marítima y continental. Cualquier elemento foráneo se encontraba no con una minoría pura sino con una multitud mestiza, muy superior desde luego a la que representara tal barco fenicio o tal elite celta, y además la mezcla se producía en terreno de los ibéricos. Eso no es mezclar azul y amarillo, sino echar una gota de amarillo sobre una piscina de verde pardo. Además cuenta mucho la dosificación con que se produce el mestizaje, pues cuanto más masivo e instantáneo es más huellas deja. Me sigue chocando el modo en que la gente reacciona cuando les participo esta idea, porque se resisten con una virulencia que no muestran al aceptar el mismo fenómeno con recetas médicas y culinarias. Mientras no se demuestre puntualmente lo contrario, alegando por ejemplo catástrofes climáticas o geológicas en una región vecina, la llegada de elementos externos a cualquier lugar (aunque esté tan comunicado como Afroiberia) se produce de forma muy prorrateada, dando la oportunidad al “residente” de absorber la aportación hasta casi ocultarla. Recuerda la forma en la que la harina se debe echar sobre la leche para que la bechamel no te salga grumosa o el modo en que nos administramos antibióticos sin intoxicarnos. Por si fuera poco, los ya tratados fenómenos de selección sexual-social son muy fuertes en regiones de raigambre histórica, bien comunicadas y densamente pobladas, caminos todos ineludibles hacia la complejidad social. Quiero decir que Afroiberia, perfecto ejemplo de todo lo anterior, tendría sus propios y muy definidos tipos “nacionales”, sean estos anatómicos, antropológicos, culturales, lingüísticos, etc., aunque por supuesto contaran con varios modelos para cada caso. Cualquier mestizaje estaría condicionado por esos criterios de selección sexual-social, desde el mismo momento de la fusión pero también después, al acomodarla al modelo o modelos locales. Si nos cuesta trabajo aceptar lo anterior es en gran medida por nuestro presentismo, porque estamos educados en los valores y métodos de la colonización e imperialismo occidentales, aunque seamos de una ideología que cree combatir su memoria y funestos resultados. Bajo ese esquema es muy fácil imaginar a un puñado de belgas “evangelizando” y “educando” negritos congoleses, pero obviamos las condiciones de desequilibrio tecnológico que posibilitaban tal sinsentido. Hablamos de pistolas contra flechas, aviones contra pinturas de camuflaje, penicilina contra la maraca del brujo, imprentas contra cortezas de acacia. Nadie podría sostener semejante desfase logístico entre tartésicos y fenicios o megalíticos y millarienses, así que cuando vuelven una y otra vez al tema de las elites foráneas que se imponen a los locales sólo me puedo preguntar una cosa: ¿cómo lograban imponerse si la coerción pura era entonces del todo impracticable? Sobre todo esto volveremos más extensamente en las entradas dedicadas a la aparición y desarrollo de sociedades primigenias.

Tratemos ahora la cuestión del vacío poblacional, ante la que no oculto mi desagrado. Como ya dije la emparento con el mestizaje mal entendido, con esa hipocresía eurocentrista que nos hace llorar con medio ojo la “pérdida” de andalusíes y sefardíes mientras nos frotamos las manos pensando que al fin somos netamente europeos. Todo parece explicarse mediante un baile étnico donde unos vienen para echar o aniquilar a los anteriores, por mucho que hoy resulte simplista reconocerlo con tales palabras. Ahora se pretende ir de abierto y “mestizólogo”, pero a la postre todo se vuelve a reordenar según el esquema tradicional, que no olvidemos tiene vértigo si mira al sur. Ya somos modernos y aceptamos la riqueza cultural que nos aportaron los otrora pérfidos cananeos, bereberes, omeyas y ladinos, pero siempre y cuando nuestra teoría de los vacíos y reemplazos poblacionales nos permita cortar profilácticamente toda relación genética con ellos mediante los salvíficos celtas, romanos, godos, etc. Sin embargo, el vacío poblacional me merece un desprecio añadido pues a menudo es simple fruto de la pereza e insolvencia profesional de los académicos. La próxima vez que lean a un especialista pontificar que en tal región y durante tal periodo hubo un vacío poblacional tradúzcanlo por alguna de las siguientes expresiones: “no hemos ido siquiera a mirar”, “fuimos, pero somos tan ratones de despacho que en el campo no distinguimos un bifaz de una lata de pepsi”, “fuimos, y algo sabemos, pero prospectando sólo un mes al año no damos abasto con los yacimientos pendientes” o “fuimos, sabíamos y tuvimos tiempo, pero decidimos no destapar el hallazgo porque se opone frontalmente a las tesis del catedrático que tengo que pelotear vilmente hasta que se jubile y yo herede su silla”. Esta pereza, esta incompetencia y este cinismo conllevan que determinadas regiones vivan su pasado como carente de interés, protagonismo o memoria, y ya se imaginaran a qué regiones les suele caer ese sambenito. Por supuesto, Afroiberia es víctima de frecuentes acusaciones de vaciar sus respectivas poblaciones, en un grado infinitamente mayor de lo que se permite a los territorios norteños (cumbres pirenaicas incluidas). Pero también es común que, independientemente de la latitud, los grandes yacimientos estén circunscritos a la provincia donde reside una gran universidad, aunque su jurisdicción afecte a varias provincias, a las cuales, casualidad de casualidades, sí que le escasean los yacimientos hasta poder hablar de los dichosos vacíos poblacionales. En esto ayuda un fenómeno imitativo o borreguil entre los profesionales de la arqueología, indudablemente exacerbado por la meticulosidad de la que hacen hoy gala. Buscar lo que nadie antes ha buscado parece, a ojos de este ultraburocratizado mundillo, una osadía que bien merece el más rotundo fracaso, y por tanto los arqueólogos no se atreven a desafiar fácilmente un diagnóstico de “vacío poblacional”. En su reverso, basta que un pontífice del ramo bendiga un yacimiento y de inmediato todos los cachorros desearán abundar hasta el vómito en la misma cuarta de terreno catado o, si acaso y en plan rebelde, en una loma colindante. Si pasamos esta situación ante la lente del positivismo arqueológico, las zonas muy prospectadas son automáticamente consideradas zonas de fuerte y continuada población, mientras que las comarcas arqueológicamente abandonadas (porque no tienen padrino o porque podrían dar problemas a la versión oficialista) pasan por despobladas en la antigüedad, esto es, carentes de historia. Por otra parte, el vacío poblacional suena más absurdo en unas regiones (Afroiberia, Canaan, Mesopotamia) que en otras (Sahara, Polinesia o Mongolia) y para ello nos apoyamos en mis primeras blog-entradas sobre geografía. Bajo mi esquema geográfico, “determinista” para algunos, es imposible que niegues a Afroiberia entera, o casi, lo que ya ha aparecido en un yacimiento dentro de sus fronteras. Si hay pongamos Bronce Medio en Alcalá del Río, ¿dónde están si puede saberse las barreras orográficas, climáticas u oceánicas que nos impidan extender un mismo panorama hasta Antequera, Linares o Chipiona? Afroiberia es una región de clima excelente, protagonista geoestratégica a nivel planetario y con unas excelentes condiciones de comunicabilidad costera y de interior, fluvial y terrestre, que daba acceso a comarcas preñadas de recursos compatibles con las necesidades humanas desde el Paleolítico hasta la actualidad. ¿Vacíos poblacionales en Afroiberia? Más bien vacíos neuronales o, peor, vacíos éticos entre quienes los pretenden detectar.

Sólo nos queda retomar la anterior entrada, pues la dejamos inconclusa hasta abordar esta de ahora. Recordemos que nos quedamos en la cuestión de si podíamos aplicar el mismo modelo regional para distintos momentos de la prehistoria afroibérica. Desde un punto de vista esencialista dinámico hay que aceptar que en este caso efectivamente nos basta con un mismo mapa de regiones para todos los períodos, acaso matizado en lo superficial. ¿Podía provenir entonces una ruta del metal de las antiguas sendas de los cazadores-recolectores? Si hay continuidad (dinámica) en las gentes por supuesto que sí, aunque la ruta minera habrá añadido los tramos que le son privativos para cumplir sus nuevas necesidades. La continuidad genera inercias históricas, modelos que se heredan y que cuesta mucho trabajo cambiar de forma drástica, aunque no se oponen a la aportación de añadidos según surgen nuevas necesidades. Además, sucede por ejemplo que el Neolítico no representa aún cambios en las rutas y regiones, por cuanto el mismo terreno o las mismas especies óptimas para la caza lo son luego para el ganado, y lo mismo ocurre entre recolección y agricultura. En cuanto a las Edades de los metales sí vimos cómo supusieron un añadido, que no un cambio, para las rutas ancestrales. Así un señor actual que conduce por una autovía de Badajoz probablemente sabe que su camino coincide con tal vía romana, pero lo que ni sospechará es que es la misma ruta empleada por los ganaderos neolíticos para alimentar a sus vacadas en pastos que por cierto servían ya en el Paleolítico como cazaderos. Entonces, ya no es sólo que la pervivencia cultural-génica deviene en inercias y tradicionalismos, sino que no existen razones ecológicas para alterar las primitivas rutas, aunque sí para ampliarlas con tramos nuevos (minería) o dotarlas de nuevos usos (de caza a ganadería).