viernes, 22 de abril de 2011

Rostros del Pasado 2. Boca y Nariz

El método de reconstrucción craneal que propongo se basa en unos principios muy sencillos, pues no tendría sentido que el lector/usuario careciera de herramientas para interpretar los huesos por sí mismo y según sus capacidades. Escribo para gente que como yo no puede ni soñar con la posibilidad de tener el cráneo original, o una réplica fidedigna, entre sus manos. Por tanto, careceremos de una noción directa de su tamaño, peso, rugosidad, y de ese scanner natural que nuestro cerebro hace a todo lo que ve directamente y en cuatro dimensiones. Tampoco podríamos tomar medidas que comparar con otros cráneos, sino aceptar las que vengan dadas en un artículo académico. Incluso si le dedicáramos años, nuestra “colección de cráneos” se limitará a buen puñado de fotos donde encontrar el frente y el perfil de un mismo individuo es una suerte, y donde no son extraños los casos en que la foto está tomada en escorzo, tras una vitrina y bajo lamentables condiciones de luz. A pesar de todas estas limitaciones, y a pesar de que nuestros métodos sean tan fáciles de recordar y aplicar, trabajar con fotografías también puede proporcionar resultados fidedignos, muchos de ellos incuestionables. Cuanto menos, es una técnica absolutamente competente para desenmascarar las argucias racistas de más de un antropólogo, pasado y presente.

Ya sea por pereza o por no querer liar al personal, he optado por reducir mi explicación teórica al caso de la nariz y la boca. Para empezar, considero que son dos de los rasgos más descriptivos del ser humano, aquello que se tapan los forajidos para no ser reconocidos. Además son dos órganos interrelacionados tanto plástica como funcionalmente, y su reconstrucción se basa en unas normas bastante lógicas y elementales. El lector tendrá que darme su voto de confianza y aceptar que para otros rasgos tengo normas igualmente respetables que no cabe pormenorizar de momento, pero que probablemente vayan surgiendo conforme nos enfrentemos a cráneos concretos.

Ahí les dejo con esta “guía ilustrada” para reconstruir bocas y narices, pero antes quisiera dar un par de humildes consejos para los que quieran avanzar un poco más en este hobby. Para empezar, diré que aprender un poco de anatomía de la cabeza es muy conveniente, así como familiarizarse con infinitud de cráneos, disponibles en papel e internet, no sólo los que nos convienen reconstruir, ya sea en fotografías o también, muy especialmente, en radiografías. Pero para aprender de verdad lo mejor es perder el miedo a tocar muchas caras y cabezas, notar en nosotros mismos, en amigos y familiares qué cantidad-calidad de tejido blando cubre según qué huesos, qué consecuencias externas tienen ciertos detalles óseos, etc. Aunar ambos consejos, como por ejemplo conseguir la radiografía de tu propio cráneo o de alguien que conoces, es un chollo. Con el tiempo notarán que reconstruir cráneos es mucho más intuitivo de lo que nos hacen creer.

martes, 19 de abril de 2011

Rostros del Pasado 1. Introducción




Esqueletos en el armario.


Los antropólogos forenses dicen que los huesos hablan. A partir de un esqueleto parcial podemos determinar de forma bastante aproximada su edad y sexo, sus patologías, la causa de su muerte, e incluso identificar el individuo concreto al que perteneció (si es que contamos con muestras genéticas de familiares, si su historial dental está registrado, si posee además marcas o deformaciones peculiares, etc.) Afortunadamente no me tengo que detener en detalles al respecto, pues series televisivas como NCIS, Bones o CSI han catapultado la profesión de forense a unas cotas de popularidad impensables hace unos años. Por otra parte, sabemos que los yacimientos arqueológicos no sólo nos proporcionan útiles de sílex, cerámica o estructuras de vivienda, sino también los restos humanos de sus artífices. Es entonces lógico suponer que todos esos avances forenses estarán siendo puestos al servicio de la Arqueología, y me consta que a veces es así. Pero en Afroiberia, y en otras regiones, mientras los trocitos de vasija o las puntas de flecha se recuentan, se dibujan y se plasman en exhaustivos artículos una y otra vez, los huesos no merecen ni un triste comentario, menos aún una ilustración.


La razón de este abandono recae tanto en buenas como en malas intenciones, pero en cualquier caso apunta al racismo. Hace medio siglo aún vivíamos en una situación totalmente opuesta a la actual, es decir, en una auténtica “fiebre del hueso”. Eran tiempos en los que estábamos convencidos de la existencia de diferentes razas biológicas entre los humanos, así como de la posibilidad de distinguirlas sin atisbo de duda a partir de una serie de rasgos óseos, sobre todo craneales. Su estudio por parte de los antropólogos físicos ocupaba un espacio igual o superior al destinado a las investigaciones con fines criminalistas, y en muchos aspectos estas se vieron afectadas por el enfoque racial. Afortunadamente el tiempo ha hecho que estos estudios raciológicos pierdan toda su credibilidad, y para demostrarlo no me puedo resistir a citar un divertido y oportuno ejemplo. En julio de 2002, Ubelaker, Ross y Graver publicaron un artículo cuyo objetivo era calibrar la validez de ciertos programas informáticos empleados para la identificación “racial” de cráneos, en especial la base de datos FORDISC 2.0, que trabaja simultáneamente con nada menos que 21 medidas craneales para determinar sus diagnósticos. Parece que este tipo de bases de datos, muy usadas por los criminalistas, no funcionan mal del todo en aquellos entornos para los que han sido diseñadas, es decir, cuando identificas cráneos estadounidenses a partir de su comparación con muestras del espectro “racial” estadounidense, pero también sonaban voces de alarma acerca de sus errores ante cráneos absolutamente descontextualizados. Para comprobarlo, nuestros autores escogieron precisamente una muestra de cráneos de la Valladolid del s.XVI y XVII, lo que supone toda una suerte para este blog. Cuando metieron estos cráneos españoles en su base de datos los resultados no pudieron ser más chocantes: de los 95 individuos analizados, un 44% fueron identificados como blancos, un 35% como negros, un 9% como hispanos, un 4% como indios americanos, otro 4% como japoneses, y otros tres individuos restantes como chinos o vietnamitas. Por si fuera poco hay que decir que un nuevo análisis, apurando más la discriminación por sexos, determinó que la mayoría de los cráneos eran de raza negra, así como que los “blancos” estaban más cercanos a las muestras egipcias que a cualquier otra. Ante unos resultados tan inesperados la excusa de los analistas ha sido la de echar en falta un muestreo español propio, así como alegar nuestra heterogénea y mestiza condición de sudeuropeos. Como es de imaginar, ni yo ni este blog tenemos problema alguno en admitir que muchos rasgos presentes en las poblaciones ibéricas del pasado procedan de ancestros negroides y norteafricanos, pero el resultado es demasiado variado y exótico como para defenderlo hasta sus últimas consecuencias (¡sobre todo cuando nos hacen vietnamitas o apaches en pleno s.XVI!).


Ante estas y otras situaciones comprometidas, la respuesta académica generalizada ha sido la de expulsar del mundo arqueológico los estudios forenses que vayan más allá de la determinación de edad, sexo y patologías, cuestiones que por cierto tampoco se tratan exhaustivamente. Pero como dijimos habría que distinguir dos motivaciones diferentes entre los especialistas.  Las buenas intenciones a las que me refería provienen de aquellos que se imponen la “ceguera racial” para estar con los nuevos tiempos, los que opinan que reconstruir cráneos es un trasnoche que te expone además al riesgo de ser tachado de racista. Las malas intenciones recaen en aquellos arqueólogos y teóricos que rechazan hoy el auxilio de la antropología forense porque saben bien que les fastidiaría el paradigma eurocéntrico y supremacista blanco del que son partidarios tan fervientes como soterrados. Silenciar las aproximaciones forenses al pasado remoto supone una estrategia tan sutil como retorcida: cuando se podía hablar de huesos es cuando se publicó toda la basura racialista-arqueológica y eso es lo que aún permanece en el imaginario público. Desde entonces nada se ha podido publicar para desmentirlo, sencillamente porque reconstruir anatómicamente a los tatarabuelos es hoy considerado “racista”. Más aún, se trata de una actitud hipócrita que niega a los “mediterráneos” (aquellos que el eurocentrismo necesita blanquear) lo que viene a ser una práctica habitual en yacimientos alemanes o británicos, donde a poco que aparece un túmulo ya tienen publicada a bombo y platillo la reconstrucción de todos los enterrados. No contentos con eso, recientemente se están dedicando a reconstruir africanos (ej. Tutankamon o un paleolítico de Afalou) con una tendenciosidad eurocentrista y una cobertura mediática que resultan escandalosas.


Método


Las razas no existen científicamente hablando y por tanto no hay modo empírico de diagnosticar “de qué raza es” un esqueleto. Suscribiendo a pies juntillas toda la frase anterior, considero sin embargo que la antropología forense debe volver con fuerza al escenario arqueológico más allá de la paleopatología y la paleodemografía, disciplinas  que en definitiva sólo usan los restos óseos como vehículos de información. Hace falta una arqueología forense más completa, al menos en España, dedicada también al valor intrínseco de los huesos. Pues del mismo modo que un ánfora no sólo transmite usos culinarios o complejidad tecnológica, sino también belleza y costumbrismo, un cráneo no sólo es caries, edad y sexo, sino también sobrecogimiento y curiosidad ante el posible aspecto de su dueño. Se trata de un tipo de conocimiento sobre nuestro pasado tan útil como cualquier otro, que pasa además de legítimo a obligado cuando somos conscientes de estarnos enfrentando a un panorama tan eurocentrista y racista como el que acabamos de ver arriba.


Propongo entonces un método que nos permitirá reconstruir cráneos y esqueletos de forma bastante empírica:
 - Determinar el sexo y edad del individuo, algo que los forenses suelen hacer con un bajo margen de error.
- Determinar la geografía y cronología del yacimiento. Genéticamente provenimos de África, así que en lo que a Pasado Remoto se refiere, a más antigüedad y más cercanía al continente madre, más posibilidad hay de retener rasgos somáticos tropicales, siendo la piel oscura el más evidente.
- Estimación de la dieta del individuo estudiado y de la exposición solar a la que era objeto, para establecer mejor su grado de melanina, teniendo en cuenta lo que ya se comentó sobre vitamina D y ácido fólico (hptx).
- Establecer las proporciones corporales, grado de musculación, etc. Obviamente, las zonas blandas como los genitales o los senos necesitan de un considerable grado de especulación.
- Estudio pormenorizado de los huesos faciales, distinguiendo:
    - Rasgos morfológicos innegables a la luz de los restos óseos: forma de la bóveda craneal, tabique y espina nasal, mentón, prominencia y altura de pómulos, anchura de quijadas, separación de los ojos respecto a la nariz, anchura total de esta, etc.
    - Rasgos que sólo se pueden aventurar a partir de otros que sí son empíricamente contrastables, como deducir la forma total de la nariz a través de su espina, anchura y tabique, o la forma y grosor de los labios a partir del mentón, el prognatismo y la espina nasal.
    - Rasgos que necesariamente hay que inventar, como es la forma y tamaño de las orejas o de los párpados. Esto último implica que nos sea imposible determinar si un individuo tenía o no los ojos “achinados”.


Como puede comprobarse, la diferente calidad de los datos no permite a este método, ni a ningún otro, imponer sus reconstrucciones como fidedignas en un ciento por ciento. La reconstrucción pretende mostrar un individuo vivo, y reconozcamos que no estaría muy bien que lo dejásemos desorejado y sin párpados para no incurrir en invención. Por tanto necesitamos hacer una apuesta concreta, desarrollar sólo una de las múltiples variantes que nos ofrece el esquema disponible, para que los huesos ganen en alma lo que pierden en ciencia. Para solucionar este difícil equilibrio entre verosimilitud visual y verdad empírica, será corriente que en mis reconstrucciones ofrezca variantes del mismo individuo para transmitir mejor la idea de que nuestro trabajo no puede ir más allá de la simple aproximación. Creo que es algo muy necesario para romper prejuicios, para comprender qué pocos milímetros de más o de menos necesitamos para romper la frágil excepcionalidad de un individuo. Y eso que todavía no hemos contado con diferentes grados de adiposidad, tipo de cabello, cantidad de vello corporal, así como las alteraciones de origen cultural (avulsión de dientes, escarcificación, tatuajes, piercings, etc.) que pueden llegar a condicionar el aspecto de un ser humano con tanta fuerza como sus rasgos biológicos.


Nuestro método no describe “razas”, tarea que nada tiene de científica, sino que describe rasgos, algunos de los cuales sí permiten reconstrucciones 100% científicas. Cosa bien distinta es que la suma de rasgos obtenidos, el “tatarabuelo virtual” que en cada caso propongamos, pueda para algunos guardar parecido con determinadas etnias contemporáneas. Del mismo modo que la belleza no se mide científicamente pero se constata perceptivamente, la “raza” en su acepción social no necesita del recuento empírico para ser percibida. Así, una misma reconstrucción puede ser simultáneamente descrita, según distintos observadores, como “idéntica” en aspecto a la de un nigeriano, un samoano o un tamil actuales. Este tipo de subjetividades, que tanto deben al grado de sensibilidad plástica y de formación antropológica de cada cual, me parecen anecdóticas si todos los observadores coinciden en asombrarse ante una realidad diametralmente opuesta a aquella que le inculcaron en el colegio, la del blanquísimo hombre de cromañon y demás bazofias eurocentristas. Saber que nuestros ancestros remotos se parecían más a determinados pueblos australes (hoy vistos como “inferiores” e “invasores”) que a nosotros mismos puede ser la mejor lección que recibamos de la reconstrucción de estos restos óseos provenientes del pasado remoto. Sólo por esto merece la pena dedicar una serie de artículos al asunto.