viernes, 26 de marzo de 2010

El universo tartésico

Para conocer el Pasado Remoto no basta la mera acumulación de datos, y aún menos si se realiza desde la excluyente especialización que hoy se practica. Su verdadera razón de ser es proporcionar piezas de verdad, ladrillos con los que poder construir hipótesis más ambiciosas y, como destino último, intentar llegar a una visión de conjunto asequible al gran público. Debemos invocar conclusiones provenientes de diferentes campos del saber hasta hacerlas confluir en un discurso unitario, mutuamente equilibrado y fácil de divulgar entre el gran público. No es una utopía, se trata de un proceso aplicado desde hace años a las consideradas “grandes civilizaciones”, pero también a otras culturas que han sido tradicionalmente apadrinadas por el eurocentrismo. De hecho, existe todo un sub-género dentro de la divulgación histórica con títulos del tipo “Vida cotidiana de los hititas”, “Un día cualquiera en la Grecia de Pericles”, “En tiempos de los faraones”, etc. que consiguen transportarnos literalmente al ruido de aquellas calles, a las manías de sus habitantes, al menor de sus artilugios o al sabor de sus guisos. Con ese propósito se editan multitud de obras al año, desde el ensayo universitario a la guía infantil troquelada, aunque para aquellos que no leen basta y sobra con la iconografía audiovisual que hemos mamado desde Los Diez Mandamientos hasta Gladiator pasando por Yo Claudio. Por el contrario, existen otros pueblos del pasado que por ser considerados menores, periféricos o de conflictivo papel en la Historia, han carecido de tales mimos divulgativos y siguen confinados al fondo de un laberíntico montón de artículos académicos.

Tartessos es un caso paradigmático de pueblo sin rostro. Los intentos de retratarlo fueron pocos, han quedado obsoletos, y son muchos los que hoy aprovechan este vacío para poner en duda siquiera su existencia. Tarsis es abiertamente considerada por los especialistas, incluso por los que reniegan del difusionismo, una civilización “menor” por ubicarse en el extremo Occidente, lejos de la cocina greco-egipcio-mesopotámica. Este punto, sin embargo, no justifica la ausencia total de obras tipo “Vida cotidiana de los tartesios”, y muy especialmente a escala nacional o regional, donde el patrioterismo inclina a cualquier pueblo a proclamar con orgullo su acervo por muy secundario, parcial y mitológico que este sea. El verdadero e inconfeso motivo sigue siendo geográfico, pero en este caso se centra en el para muchos peligroso puente que la Península Ibérica tiende entre lo africano y lo europeo. Recrear cinematográficamente la Gadir tartesio-cananea, con todos los datos a nuestra disposición sobre arquitectura, tejidos, gastronomía, división del trabajo, roles de género, genética, climatología, biomasa, lengua, creencias, etc. puede ser una bomba de relojería para el paradigma eurocentrista, así que mejor no hurgar en esa herida. A veces esta amenaza no se debe a unos resultados plásticos inequívocamente africanos, sino a la mera evidencia de una alteridad, de un exotismo en lo propio que nos hace dudar seria y consecuentemente de nuestra “esencia europea”, sea lo que sea que esto signifique. En lugar de proporcionarnos la película del Tarteso que merecemos, de ayudarnos a viajar con la mente a sus mercados y mansiones, tal y como nos ocurre apenas nos mencionan Roma o Grecia, los académicos se dedican a darle vueltas a la margarita del si-no tartésico. Que si Tartessos llegaba o no hasta Málaga o Badajoz, que si duró más allá o menos del siglo V aC., que si los ibero-cananeos eran algo distinto que los tartesios mentados por los primeros historiadores, etc., la cuestión es promover diatribas estériles que permitan posponer sine die la tan esperada reconstrucción divulgativa. Y de paso, desnudar a Tarsis de toda capacidad social, cultural y técnica, de toda magnitud espacial y temporal, hasta reducirla a la categoría de fraude, un mero malentendido historiográfico fruto de mezclar mitos con arqueología, ganas con realidad. El statu quo no sólo requiere desidia en la divulgación, sino que la hace extensiva a la propia investigación, y de paso la adereza con estimaciones siempre a la baja respecto a lo africano y/o exótico en nuestras tierras. Sin embargo abundan los datos para poder trazar un retrato fiable de Afroiberia durante los dos o tres últimos milenios a.C., y el resultado es tan inesperado y admirable que ocultarlo por más tiempo resulta sospechoso. A menudo esta renovación copernicana de nuestro imaginario tartesio proviene de disciplinas ajenas al estéril debate arqueo-historiográfico, (niveles marinos, clima, biomasa, etc.) y por tanto debería haber sido incorporada ya a la cultura popular. Desgraciadamente, su coordinación y puesta en divulgación sigue siendo algo que esperamos haga el historiador, y ya vimos el poco interés que el aparato eurocentrista tiene en que esto suceda. Este post se propone abrir el camino hacia ese nuevo Tartessos, un universo tan inaudito que para asimilarlo necesitaremos antes borrar todo lo que hemos aprendido y creemos saber sobre él.

En principio no hay “Tartessos” ni concepto parecido, sino sólo una tierra, una época y unas gentes, siendo nosotros, seres del futuro, los que nos empecinamos en poner etiquetas. Para este blog Tarsis o Tarteso define a Afroiberia entre el 3000aC y la romanización, siendo esto último lo que realmente importa y no el nombre con que la bauticemos. La Arqueología demuestra que algo antes del tercer milenio aparecen sociedades proto-estatales que incorporan la minería a sus explotaciones, y que esta situación no va a variar sustancialmente hasta nuestra entrada en la Historia: estado, estado, lo que se dice un estado con todos sus avíos, no tuvimos hasta Roma. Por su parte la Geografía nos recuerda que por su alto grado de comunicabilidad y por su solidez territorial frente a otras estructuras (manchega, rifeña, levantina, etc.), se hace muy difícil creer que sólo una comarca afroibérica desarrollara una civilización sin contagiar masiva e instantáneamente a sus hermanas. Si creemos en la existencia de Tartessos, y en mi caso el convencimiento es firme, estamos necesariamente ante algo que es tan gaditano como algarveño o granadino, y tan remontable al año 600 como al 1600 e incluso el 2600 antes de la Era Cristiana. Otra cosa son las variedades regionales y las modas de época, que tanto confunden los arqueólogos con la presencia de nuevas culturas. Pero es que si aplicáramos la dialéctica arqueológica actual sobre nosotros mismos, deberíamos definirnos como una cultura y civilización diferente, posiblemente también una etnia nueva, respecto a los afroibéricos que lucharon contra Napoleón.

Ubicados espacio-temporalmente, es preciso ambientar la escena comenzando por el paisaje. El clima no fue uniforme durante este largo período. La fase Atlántica, más cálida y lluviosa que la actual y con el nivel del mar unos 3.5m más alto que hoy, es la que vio surgir esas sociedades afroibéricas que llamaremos tartesias. Hacia el 2.300aC es sustituida por una breve fase Subboreal (unos 1500 años) al menos tan calurosa como la Atlántica pero más seca, para luego dar paso a nuestro clima actual o fase Subatlántica. Aún en época de la colonización fenicia el nivel de las aguas estaba 1.5m por encima del actual. La traducción en la biomasa tuvo de ser espectacular, pues los 4500 años de calurosas lluvias atlánticas hubieron de dotar de un aspecto bastante selvático a nuestro entorno, lo que unido al cambio en las líneas de costa, esteros, así como en el caudal y navegabilidad de nuestros ríos nos proporcionan una estampa totalmente exótica. Imaginemos este horrible invierno de aguas del que aún no hemos salido, pero repetido sin cesar durante miles de años, con más calor y el mar casi cuatro metros por encima: manglares en Coria del Río. Esta fuerte impronta atlántica sobrevivirá los rigores subboreales hasta invadir el primer Subatlántico, coincidiendo con las mal llamadas “colonizaciones” cananea y griega. De ese modo, con sus lógicos altibajos, cualquier época o rincón de lo tartésico presentó un paisaje mucho más boscoso, unos ríos más anchos y navegables y una fauna inesperadamente variada y numerosa respecto a la actual. La razón es que el elemento que más contribuyó a la devastación de ese mundo, o que en todo caso precipitó exponencialmente el proceso, fue el hombre y su civilización, no el clima ni el nivel de los mares.

Pero todo este panorama geofísico no se limitaba al papel de mero decorado fantástico, que también, sino que tanta agua, tanto verde y tanto bicho significaron también grandes posibilidades de explotación a manos del ser humano, las cuales no hicieron sino aumentar al incorporar nuestros entonces incalculables recursos mineros. Cuando el Homo sapiens disfruta una bicoca como esta tiende inexorablemente a multiplicar su demografía, lo que necesariamente complica el modo de administrar muchedumbres, es decir, el modelo social. Sin esfuerzo ni réplica posible, tenemos que deducir por el clima que Afroiberia contó durante toda la fase tartésica, y aún antes, con sociedades densamente pobladas y complejas en su organización. Más aún, la natural interconexión de las distintas comarcas afroibéricas, sumada al florecimiento de las comunicaciones marino-fluviales de esa época hacen inevitable y permanente el encuentro entre dichas sociedades complejas, que por otra parte no entrarían en competencia dada la cantidad y variedad de recursos a explotar. Debemos plantearnos entonces el mestizaje, la vinculación, o la asociación entre estos proto-estados hasta el grado de formar una realidad cultural mayor, no necesariamente estatal, pero sí cultural, religiosa, comercial o étnica. Algo que muy bien podría ser llamado Tarsis o Tarteso. En cualquier caso esta red de proto-estados no supuso la desaparición de formas sociales más básicas, coincidentes con las zonas peor comunicadas, con las que interactuaban también estrechamente y con las que tampoco entraba en competencia, pues les proporcionaban caza, miel, frutos, leña, medicinas, carbón, pastores, chamanes y “griots” entre otros productos y servicios.

Tecnológicamente también los hemos infravalorado, o al menos no solemos aplicarles gráficamente lo que sesudos artículos ya le conceden. Tardarían en navegar de Gadir a Orán más o menos una semana, mientras que empleando el transporte fluvial podían comunicar en apenas dos días el litoral con cualquier comarca del interior. Aquellos que vivieron en la costa y desembocaduras fluviales se vieron abocados al desarrollo de soluciones palafíticas, así como al aprovechamiento de las mareas con fines productivos (salinas y esteros de pesca). En cuanto a lo agropecuario es lógico que una región ubérrima como Afroiberia permitiese el “descubrimiento” autóctono de la ganadería y la agricultura ya desde el Neolítico, por lo que durante los tiempos tartésicos ambas actividades estarían sobradamente desarrolladas, sin nada que envidiar a prácticas equivalente en el resto del Mediterráneo. Las minas se explotaban en profundas y complejas galerías, no sólo en canteras a cielo abierto, y los métodos metalúrgicos habían alcanzado un alto desarrollo. Arquitectónicamente eran capaces de compaginar ciclópeas murallas, de seis metros de altura y tres de base, con suelos domésticos primorosamente decorados usando conchas de mar. No era extraño ver edificios rectangulares de dos plantas junto a cabañas circulares del más puro estilo africano, siendo en ambos casos decoradas con cal, azulete, ocre o almagra, relieves con arcilla, postes y doseles tallados, tarimas, etc. Se tejían paños a partir de fibras vegetales y animales, los cuales eran tintados vivamente para vestir personas pero también eran utilizados como mantas, cortinas, toldos, etc. Fabricaban en definitiva todo tipo de comodidades, desde puertas con cerradura a cosméticos, desde fresqueras a pozos ciegos.

Sólo nos quedaría hacer una aproximación al habitante, su aspecto y su psicología. Por supuesto, el tartesio era bastante más oscuro de piel y tropical en sus rasgos que los actuales españoles, incluso que los andaluces, siendo mejor imaginarlo como un cruce entre gitano y moro, pero este no sería su único hecho diferencial. Una esperanza de vida inferior a los cuarenta años, el consumo desde edad temprana de fuertes drogas (la adormidera es endémica y quizás originaria de nuestras tierras), así como una fuerte espiritualidad, forjaban sin duda un carácter muy distinto al actual, una ansiedad vital y un fatalismo que hoy sólo podemos equiparar, en nuestro Occidente, al de ciertas tribus juveniles. Y como en estas, también llama la atención lo mucho que cuidaron la estética, algo absolutamente alejado de las aburridas reconstrucciones (túnica corta beige o gris, pelo a lo jipi, etc.) que nos suele proporcionar la oficialidad en museos y libros de texto. Basta darse un paseo por la denominada escultura ibérica para encontrar los más llamativos peinados y las joyas más barrocas en ambos sexos, pero también camisetas repegadas, barbas antigravitatorias, infinitas superposiciones de mantos y túnicas, expansores de oreja, piercings nasales y mil cucadas más. Su idioma también nos resultaría cautivador, aunque hasta hoy no sepamos gran cosa de él. Sonaría como una mezcla de vasco, bereber y caucásico (sólo por citar los parentescos más a menudo adjudicados), pero al mismo tiempo contendría algunas voces que aún empleamos, y no precisamente como residuos minoritarios y especializados. Así, en mitad de ese galimatías vocal distinguiríamos con claridad palabras como barro, perro, charco, gordo, manteca o barranco. Volviendo a la psicología, para los autores clásicos el tartésico compartía con el resto de los peninsulares la fama de tipos austeros y duros de roer, así como su proverbial lealtad a los líderes, pero a la vez era matizado por un carácter más civilizado y pacífico, sin duda consecuencia de esa mayor solera cultural que frente a otras regiones se le ha supuesto desde la antigüedad.

Cada párrafo anterior ha intentado ocuparse de una faceta diferente de ese gran tríptico de Tarteso que queremos montar, y en cada caso nos hemos topado con lo inesperado. Pero cuando pasamos a ensamblar armónica y consecuentemente todas estas ideas el resultado es sencillamente espectacular, algo así como Avatar en versión casera. Tomemos un clon del baliaor Farruquito (todo un madurito para la época) y rapémosle la frente dejando caer unos mechones rizados desde la nuca, mientras que le ponemos una larguísima perilla a la manera faraónica, vestido de púrpura y añil y con los lóbulos de las orejas triplicados en su tamaño por unos discos de caliza incrustados. A continuación proporcionémosle una discreta dosis de vino y opiáceos, y hagamos que su lengua pronuncie cosas como “askuzean porratu sagarranko balce netain”. Lo podemos imaginar durante lo que él consideraría un mes de marzo normal, es decir, como nuestro actual junio en lo caluroso y a menudo con lluvias como las que hoy mismo padecemos. Cabalga un extraño caballo con rayas de cebra, quizás un encebro o tal vez un mero caballo sorraia, sorteando un bosque con encinas de hasta treinta metros de alto y riachuelos omnipresentes, habitado por osos, linces, lobos, castores, nutrias, urogallos y hasta macacos de berbería. Se dirige hacia una ciudad de unos mil habitantes, un puerto de mar hoy sepultado por los limos del Guadalquivir. Desde allí se ven zarpar barcos rumbo hacia el norte, remontando el Guadalquivir y el Genil, y hacia el sur, donde el Atlántico, el Mediterráneo, y por supuesto África hacían infinitos sus destinos comerciales. A lo lejos, una especie de pingüinos extintos, los alca, contemplan la escena desde un acantilado. La ciudad se ubica en una pequeña y estratégica península, está fuertemente amurallada, y en su interior se dispone una mezcolanza de estilos urbanísticos donde no faltan los templos, palacios, plazas, pozos, y baños de cualquier urbe de la época. Las casas pueden tener varias plantas, azoteas, patios, depósitos de agua, despensas subterráneas, locales comerciales adjuntos, etc. y suelen alternar la blanca cal con adornos en rojo, negro, azul o marrón. Al estar tan cerca de Gibraltar, en su mercado se dan habitualmente gentes y mercancías de casi todo el mundo por ellos conocido, comprendido aproximadamente entre Irlanda, Fenicia y Senegal. Cuando nuestro jinete llegue a esa capital, pues es también cabeza de partido de su región, se pondrá a disposición del jefe local de su fratría. He querido que la ciudad esté gobernada por una asamblea de portavoces de distintas cofradías, algunas pervivencia de estructuras tribales o de minorías étnicas, otras gremios profesionales, otras hermandades iniciáticas, etc., en lugar de recurrir al consabido reyezuelo-sacerdote-amo-del-granero. Nuestro farruquito tartesio vuelve al hogar después de informarse de los precios de la verde “piedra de Tarsis” obtenida en la Serranía de Ronda, pues su suegro es un comerciante del Mediterráneo oriental que puede darle muy buena salida por esos mercados. Su travesía ha transcurrido sin percances, pues Tarteso es una región que durante siglos ha vivido en paz, si descontamos esporádicas razzias de pueblos vecinos, incapaces por otra parte de invasiones o usurpaciones permanentes. Los caminos son por lo general seguros, transitados y con multitud de aldeas y cortijadas a cada paso, aunque esto es más cierto en el litoral y cerca de los ríos navegables. En fin, la narración se podría extender capítulos y capítulos, pero creo que se ha captado la idea fundamental: Tartessos no es sólo una época pasada sino un universo absolutamente diferente al nuestro, con una carga evocadora y estética muy intensa, que no podemos disfrutar por culpa de prejuicios eurocentristas. Será por tanto un deber y un placer dedicar muchas de las futuras entradas de este blog a describir y defender, punto por punto, este Tartessos tan fascinante como políticamente incorrecto que acabo de dibujar. Pero también hay que comprender que ante tanta belleza (y ante tanta injusticia) era imprescindible una descripción general como esta, aunque se anticipara a los argumentos pormenorizados.