miércoles, 22 de junio de 2011

Rostros del Pasado 4. A vueltas con la melanina.

Entre finales de 2009 y principios del 2010 publiqué una serie de artículos, “Pintas afroibéricas”, donde abordaba las causas biológicas de nuestros diferentes tonos de piel. Es verdaderamente imprescindible que el lector los repase ya que este post será sólo una actualización especialmente aplicada a la reconstrucción de cráneos.

La principal diferencia de mi método, respecto a la práctica tradicional de los antropólogos-reconstructores, es la separación absoluta que establezco entre los datos sobre la piel del individuo y los concernientes a otro cualquiera de sus rasgos. Me apoyo en tres razones:
- El color de piel jamás pude deducirse de la medición de huesos. En la entrada anterior vimos claramente negros, en absoluto mestizados, con rasgos faciales que siempre se atribuyeron a la jet-set blanca. Si persiste la confusión es porque aún hay dos concepciones distintas de la “raza”. Si crees aún en las razas “biológicas” o “científicas” es normal que sigas pensando que un ancho de nariz o un mentón te puedan informar sobre la tez del individuo. Por el contrario, Afroiberia no acepta las razas más que como percepciones sociales, tan vagas como decidir si alguien es gordo o flaco, guapo o feo. Desde esa perspectiva, el “aspecto racial” de alguien se renueva con cada persona que lo observa, en un proceso donde se suman sus rasgos sin apriorismos. En realidad, basta un poco de perspectiva para ver que esto es obvio. Ningún antropólogo se atrevería, por ejemplo, a estimar la altura de un individuo si sólo contase con el cráneo. No tenemos suturas en el mastoideo exclusivas para bajitos, ni hay cuencas oculares delatoras de la gran envergadura de su dueño, y proponerlas sería pueril. Es la obsesión racista la que ha dado lugar a este sinsentido de deducir blancuras o morenuras a partir del “prognatismo”, la “hipsicefalia” o la “camerrinia”.
- La piel no sólo no puede ser deducida a partir de otros rasgos, sino que no lo necesita. De hecho, en una reconstrucción se puede aventurar el color de piel con mayor rigor científico que la mayoría de rasgos faciales, esos que supuestamente nos iban a ayudar. Como vimos en “Pintas afroibéricas”, el exceso o falta de rayos ultravioleta es el que provoca nuestro tono de piel, y esa radiación UV está determinada principalmente por la latitud geográfica, aunque también por la altitud, la continentalidad, el albedo, etc. El tono de piel, en su estado natural o biológico idóneo, es el fruto de un perfecto equilibrio entre el melanoma, el ácido fólico, etc. por un lado, y la absorción de vitamina D por otro. Esto es lo que se deduce de investigaciones clínicas sobre los beneficios y riesgos del sol sobre nuestra piel y metabolismo, algo totalmente ajeno a las trifulcas historiográfico-racistas. Son las conclusiones del dermatólogo, el endocrino, el genetista o el oncólogo, y nos va la salud en ellas. Por eso, cuando queramos saber qué color de piel tenía un esqueleto del pasado no nos paremos en medir los huesos. Simplemente pidamos las coordenadas y datación del yacimiento.
- Finalmente, la piel precisa un lugar aparte porque es la protagonista absoluta en nuestros diagnósticos “raciales” cotidianos. Ya comenté que a 300m de distancia no podríamos distinguir ninguno de los rasgos faciales de un individuo, ni siquiera la proporción entre pantorrilla y muslo, pero sí su piel, junto a la talla y el peso aproximado. Cuando nos fijamos en alguien a menor distancia, también percibimos prioritariamente su piel y sólo después el resto de peculiaridades. Imaginemos que nos cruzamos por la calle un negro con los dientes muy grandes y vamos a contárselo a un amigo. Nadie diría simplemente “vi a un tío con los dientes como palas” a no ser, claro está, que todos fuéramos negros en un barrio negro de un país subsahariano. El resto diríamos, reconozcámoslo, que vimos “un negro con los dientes como palas”. Simplemente es imposible que recordemos lo de los dientes y hayamos olvidado el color de su dueño.

Consideremos ahora el verdadero y único propósito de las reconstrucciones arqueológico-forenses: la divulgación. Ni los datos anatómicos, ni los patológicos, ni los relacionados con los hábitos, el género o la edad van a depender de la masilla de modelar y los ojos de vidrio. Por eso es absurdo invocar aquí la ceguera racial y el pelillos a la mar: el aspecto físico (no sólo el personal sino también el “socio-racial”) es la única información para la que son útiles las reconstrucciones forenses. Dentro de la divulgación, la visual es, sobra decirlo, infinitamente más sugestiva que la textual, pero el efecto de nuestras reconstrucciones es aún más poderoso. Supongamos que un grupo escolar visita una exposición sobre determinada cultura neolítica. Allí los niños reciben una charla, material didáctico, se rodean de todo tipo de paneles, maquetas, audiovisuales, etc. y, entre estos elementos, se expone la reconstrucción de uno de los cráneos del yacimiento. Bastarán unos segundos intercambiando miradas con ese maniquí hiperrealista para sufrir su poderosa impronta en el subconsciente. Pasadas unas décadas esos escolares, ya hombres, apenas se acordarán de la exposición, de las industrias líticas de las vitrinas o de la forma de las cabañas en la maqueta, pero recordarán aquel rostro como si lo hubieran conocido en persona. Es más, si con el tiempo confundieran los rasgos de su nariz o párpados, seguirían guardando un imborrable recuerdo del color de piel de aquel hombre prehistórico que vieron de niños. Resumiendo, las reconstrucciones arqueo-antropológicas sólo sirven para transmitirnos impresiones estéticas, afectivas y sociológicas, entre ellas la percepción “socio-racial”, y su poder de impresión es casi imborrable. Estemos entonces alerta, pues los arqueólogos oficialistas no sólo conocen el poder sugestivo de las reconstrucciones, sino que llevan décadas explotándolo (ya saben, “Así era el hombre de X”, “Resucitamos al príncipe Y” o “El rostro de Z desvelado tras 4.000 años”).

Centrándonos en las pieles, la situación requiere un giro radical. Como ejemplo, la práctica totalidad de las reconstrucciones craneales que conozco se han basado en los rasgos supuestamente “raciales” del rostro para determinar su pigmentación cutánea. Este error racista provoca además un curioso fenómeno, pues los forenses y artistas eurocéntricos (la mayoría), creyendo que tal medida de nariz o boca puede determinar la “raza” del sujeto que reconstruyen, intentan a toda costa hacer la interpretación más “europea” de dichos datos, es decir, reconstruir la nariz más angosta y picuda o los labios más finos, fuera incluso de los márgenes aceptables. Al final, una reconstrucción clásica no sólo ofrecerá siempre una piel erróneamente aclarada, sino también unas proporciones faciales falsas, o cuanto menos forzadas, que la justifiquen. Imaginemos por el contrario que las cosas se hicieran como propongo, que un equipo independiente determinara la piel del individuo a reconstruir siguiendo exclusivamente los mapas sobre la incidencia de los rayos UV, para las coordenadas y época atribuidas al sujeto que vamos a reconstruir. Imaginemos además que, del mismo modo que la piel es lo primero que retenemos del aspecto de una persona, también fuera el primer paso de toda reconstrucción. El artista-forense, aunque fuera de la vieja escuela, no podría empezar su tarea sin antes ir al departamento de pieles a recoger la “plastilina” para su proyecto, sobre cuyo color él ni pincha ni corta. Y de allí se iría, mustio, porque le dieron una masa de modelar entre negra y rojiza para reconstruir a cierto faraón. La costumbre de europeizar al máximo los rasgos faciales le parecería inútil por dos razones. La primera porque el único motivo de tales deformaciones era justificar una blanquitud que ahora le vendría negada a priori. El segundo motivo es que aunque le pusiera el careto del mismísimo Isaac Newton, el protagonismo de la piel en nuestras interacciones sociales haría que la gente sólo viera ahí un “negro” o un “hombre de color”. Rendido, pero a la vez liberado, reconstruiría al faraón ciñéndose a los datos anatómicos y con suerte haría un buen trabajo.

Una vez defendida la importancia de la piel en las reconstrucciones de restos humanos del Pasado Remoto, pasemos a la verdadera aportación o novedad de este artículo: un mapa de tonos de piel más detallado que los publicados anteriormente.

Como puede verse he aumentado el número de tipos clinales (cabecitas). En origen eran sólo 5: “negro” (1 en la leyenda), “chocolate” (2), “medio” (3), “mate” (4) y “blanco” (fuera del borde septentrional de nuestro mapa). Ahora he añadido unas clinas intermedias (“1-2”, “2-3”, etc.), de tal modo que contamos con 8 clinas (en este mapa), 9 (contando con el blanco) e incluso 10 (sumando un “negro doble”) según nuestras necesidades. Como puede verse, la progresión en sus tonos de piel es tan gradual que añadir otras dificultaría su distinción. Con todo, las zonas geográficas que se le atribuyen a cada uno están representadas en dos colores, o más bien en dos tonos del mismo color (negro y gris para el “negro”, violeta oscuro y claro para el “1-2”, etc.). Así, no sólo sabemos que las zonas geográficas naranjas producen pieles del tipo “2-3” o “chocolate+medio”, sino que podemos precisar que los que habitaban el naranja más claro tiraban más hacia el tipo “medio”, mientras que los habitantes de las zonas naranja oscuro eran más “achocolatados”. En cualquier caso, si tanta sub-zona y colorín resulta un lío siempre podemos recurrir al mapa en miniatura donde sólo hay una zona por cada monigote o clina, y donde además se usan como colores sus propios tonos de piel.

Mapas de este tipo están disponibles en la web, pero yo he preferido fabricar uno ya que no daba con el que fuera totalmente satisfactorio. Si en los primero mapas sólo tuve en cuenta la latitud geográfica ahora, manteniendo su protagonismo, la matizo con la insolación de cada zona. Para ello me he servido de un mapa la mar de solvente, realizado por la UE (Eurostat) para investigar el potencial de cada región de cara a la energía solar. Muestra África, Iberia (lo esencial para este blog) y de paso la mayor parte del “mundo antiguo”. Sus clinas son muy detalladas (cada 100 kWh/m²), y se basa en las medias anuales obtenidas desde 1985 hasta 2004, estudiando por satélite celdillas de 2x2km. El siguiente paso fue escoger unas medidas constantes de insolación (en nuestro caso cada 200 kWh/m²) y de latitud (cada 5º), las cuales me parecen bastante detalladas en comparación con otros trabajos. El proceso restante es sencillo pero tedioso. Te vas a un programa tipo Photoshop y comienzas a jugar con transparencias que usan un mismo tono de gris: más cerca del ecuador, más capas de grises superpuestas; más kWh/m², pues lo mismo. De esta forma, una zona ecuatorial con los mismos kWh/m² que otra mediterránea será seis o siete veces más oscura. Por el contrario, cuando dos zonas comparten latitud es donde la insolación marca la diferencia. Cuando al fin obtenemos una maraña de 16 tonalidades de gris, le adjudicamos a cada una su color definitivo, le damos aspecto de “isobara” (consultando de nuevo las zonas de insolación) y listo. He de confesar que el resultado es diferente de los mapas en circulación, algo por otra parte normal porque tampoco ellos coinciden entre sí. Pero no dramaticemos, en general podemos decir que todas las propuestas comparten una base común y que todo depende de los márgenes de latitud e insolación escogidos (lo ideal sería cada grado geográfico y cada 20 kWh/m²).

Aunque estos mapas de melanina siempre serán mucho más fiables que determinar la piel por los huesos, tampoco están exentos de limitaciones:
- La insolación depende del clima, este ha cambiado mucho a lo largo de las eras, y no hay consenso especializado sobre la datación y caracterización de los sucesivos paleoclimas. El mapa que presento, usando información atmosférica actual, no serviría siquiera para todo el Holoceno, sino como mucho para los 3.000 últimos años. Aunque este hecho queda en gran medida neutralizado por la estabilidad de las latitudes, también estas ven alterada la perpendicularidad/oblicuidad de los rayos UV cada vez que la precesión e inclinación del eje terrestre, así como la excentricidad orbital se conjugan, dicen, cada +/- 100.000 años. Por si fuera poco, la actividad solar (manchas, erupciones, etc.) es una variable a la que recientemente se está concediendo bastante importancia. De todos modos, tanto los cambios de insolación como las basculaciones del planeta provocarían desplazamientos (no desapariciones) en las clinas, y siempre con una intensidad relativa. Es algo muy parecido a lo que ocurre con las plantas y animales, los biotopos, durante los glaciares e interglaciares: ninguno llega a desaparecer, pero su distribución puede oscilar entre una banda muy estrecha del mapa durante una fase y otra enorme en la siguiente.
-  El tono de piel que proponemos siempre es la media estadística para esa zona y clima, pero no podemos especificar qué color tendría el sujeto específico que reconstruimos. Ya vimos la riqueza somática en la que se puede descomponer un tipo clinal básico (en este caso el “medio” o 2) , así que para ser justos cada cráneo reconstruido debería presentarse al menos en tres tonos de piel: el mayoritario, un tono por encima y otro por debajo.

Pero si hay algo que verdaderamente aborta la utilidad de estos mapas es su incorrecta interpretación. Lo que realmente estamos representando es el efecto de determinadas zonas geográficas sobre el hombre, en virtud a la actividad solar. Si, por ejemplo, tomamos mapas de la distribución actual y real de los humanos según su color de piel (también disponibles en la red) veremos que son bastante diferentes. La clave está en el tiempo. La doctora Nina Jablonski (que ha publicado sus propios mapas de melanina) estableció en unos 20.000 años el tiempo necesario para que un linaje humano, sin mestizajes ni selección sexual de por medio, pasara de la piel más negra a la más blanca. Traducido a mi mapa (10 clinas contando con un negro extremo y un blanco), en 2.000 años se puede pasar del tono de una de las cabezas al de su inmediata compañera. Dado que cada color de mi mapa se divide en dos tonalidades, cada una representaría unos 1.000 años de mutaciones en la melanina. A una escala micro-histórica, las migraciones y mestizajes pueden alterar mucho el esquema biológicamente idílico que proponemos, ya que sitúan en determinadas zonas pieles que aún no han pasado allí el tiempo suficiente para culminar su mutación. Con mayor perspectiva cronológica, sin embargo, los mestizajes y migraciones son constantes y multidireccionales, y por tanto se acaban neutralizando entre sí, además de estar condenados a ser absorbidos por el tipo de piel dominante para ese clima y latitud.

Estos mapas tampoco muestran “estanques” fuera de los cuales sus cabezas-tipo morirían por inadaptación cutánea. He dejado en blanco a propósito la región correspondiente al tipo “4-5” o “mate-blanco” para destacar que sólo a partir de esa zona cercana a los 45ºN un “negro” (1) o un “negro-chocolate” (1-2) comenzaría a tener problemas con la vitamina D… ¡si es que no se atiborraba de pescado! Por el contrario, los tipos 5 y 4-5 (“blanco” y “blanco-mate”) tienen un recorrido mucho menor, apenas hasta el amarillo de nuestro mapa en épocas en las que no existían las cremas de protección solar. Por tanto, a la señora Jablonski habría que preguntarle si sus 20.000 años se refieren a lo que tarda un negro en emblanquecer, o a lo que tarda un blanco en oscurecer, porque parece ser que van a ritmos muy diferentes. De todo lo anterior cabe deducir que he sido un tibio y que no he puesto el mapa tan oscuro como se merece, cosa que reconozco y que intentaré justificar. Es obvio que ni yo ni mi blog somos los más indicados para inclinar la balanza a favor del elemento moreno, así que lo considero un sacrificio en aras a la neutralidad. Por otra parte, había utilizado unos valores fijos en las latitudes (5º) y en la insolación (200 kWh/m²), y me pareció muy didáctico que los 16 tonos resultantes se emparejaran como 8 cabecitas o clinas perfectamente graduales. Finalmente hay que contar con que a partir de las zonas naranjas de nuestro mapa los humanos podrían ensayar tonos de piel más claros sin riesgo alguno para la salud, y que ese componente mutante o novedoso se mestizaría aclarando, en mayor o menor grado según la época y lugar, a cuantos negros queramos ubicar al norte del Sahara, del Sinaí o de (sorpresa) los montes Zagros.

Pese a todos estos inconvenientes, el uso de mapas de melanina basados en la radiación ultravioleta me sigue pareciendo una gran oportunidad de renovación respecto a las prácticas tradicionales de reconstrucción forense. Si los usamos con todas las precauciones que acabamos de subrayar, e intentamos enriquecerlos con información solvente de otros campos, puede permitirnos llegar muy cerca de la verdad o, al menos, de lo más plausible. En el siguiente post de esta serie comenzaremos a reconstruir cráneos reales de nuestro pasado, y en cada uno de nuestros trabajos aplicaremos el método que acabo de defender, aislando  a la piel y dándole preponderancia sobre los demás rasgos.