viernes, 18 de marzo de 2011

Pánico atlante

Hace días el canal National Geographic estrenó un reportaje sobre las investigaciones de Richard Freund en torno a la Atlántida (gracias amigo Jota). No pretendo hacer aquí un análisis de este señor y su trabajo, ni exponer mi teoría completa sobre la Atlántida, porque es un tema que no creo que deba acometer a golpe de titular de prensa. Pero sí me siento en cierto modo obligado a avanzar algunas de mis posturas más fundamentales y, por ahora, innegociables.

La razón de que no pueda permanecer neutral ante un tema como la Atlántida es la censura pseudo-cientifica que lo rodea. Hay miles de chiflados abusando de atlantismo barato para saciar su megalomanía ¿y? Desde luego no me parece justificación para que simultáneamente haya miles de borregos abusando de la negación sistemática del “mito” atlántico. Más aún, si he usado el término “pseudo-científico” no ha sido para resultar más chulo y faltón. Estos negacionistas a ultranza no abominan de la Atlántida por su amor a la ciencia, ni siquiera por un acalorado interés por desenmascarar a contactados y videntes. Lo hacen por una ideología que pretenden imponer disfrazada de bata y microscopio, y eso es exactamente lo que significa pseudocientífico y/o cientificista, que tanto me da.

En primer lugar, dejemos de llamar “mito” a la Atlántida. Platón lo pone en boca de Critias, su abuelo o tío, y se encarga de repetir en varios pasajes que estamos ante una historia verídica. Si pasamos por mito algo que Platón tiene por cierto, entonces podríamos hacer lo propio con cualquier otro tema que nos transmitan sus textos, incluidas las palabras de Sócrates allí citadas o la propia existencia histórica del filósofo. Por supuesto no obramos así, simplemente pretendemos que Platón tuviera razón en todo menos en ese molesto asunto de la Atlántida. A menudo, el amor que nuestros eruditos profesan por este filósofo les lleva a concebir como imposible que pudiera equivocarse: el relato atlántico, nos dicen, sería en realidad una alegoría sobre la sociedad ideal, y si Platón defendió su veracidad lo hizo para dotarlo de mayor fuerza didáctica. Aparte de que nada haya en los textos platónicos que apoye dicha tesis, cuesta imaginar a Platón atribuyendo trolas a un antepasado, un auténtico deshonor entre los griegos, sólo para establecer un símil político.

Por supuesto, Platón se equivocaba, y en concreto su narración sobre la Atlántida muestra evidentes incongruencias. Pero eso no lo convierte en mito como no es nada mitológico que yo me equivoque haciendo una multiplicación. El mito no es un error, ni siquiera una superstición, sino una compleja estructura simbólica edificada por el hombre para satisfacer sus preguntas fundamentales, aprender valores y armonizarse con lo que le rodea, sea social o natural. Platón nos cuenta algo que se ha transmitido de generación en generación entre su familia, acumulando errores pese al reverencial cuidado de sus narradores. No es mentira, no es mito, es verdad distorsionada como lo es toda verdad vieja. ¿Podemos cribar la verdad del error en la narración atlántide? Sólo por ser obra de Platón, debería ser un objetivo codiciado para arqueólogos y filólogos pero, lejos de ser así, esta pregunta se recibe con burla e indignación (miedo mal disimulado) en los departamentos.

Si descomponemos el relato sobre la isla Atlántica, debemos reconocer que muchos de sus atributos concuerdan con características del sur peninsular, de eso que una vez llamamos tierra de “TRT”: Columnas de Heracles, Océano Atlántico, amoríos de Poseidón, metales preciosos, toros, fertilidad, maremotos, nombres como Gadiro, Mneseo, Elasipo, etc. Por supuesto ni la isla-península taponaba el Estrecho, ni su superficie equivalía a Asia Menor y el Magreb juntos, ni los hechos que se narran ocurrieron 9.000 años antes de Platón. Todas estas hipérboles impiden que Atlántida y Tartessos sean equivalentes, pero sin duda la primera tiene en la segunda su más recurrente fuente de inspiración. Es una Tarsis exagerada por la transmisión oral.

Sin embargo, difícilmente podremos dotar de credibilidad a Atlantis si la relacionamos con Tartessos, pues últimamente también pretenden convertir a esta en mito. La Tarshish bíblica ha corrido la misma suerte o ha sido reubicada en Turquía. Reubicados han sido también los Pueblos del Mar, de los cuales los egipcios decían muy claramente que una parte provenía del extremo oeste. Esa es la clave: nada civilizado, ni temible, puede surgir autónomamente en el poniente mediterráneo, esquema que nos viene impuesto desde la ariofilia mezclada con el judeo-cristianismo, el difusionismo, “ex oriente lux” o como quieran llamarlo. Lo que escuece no son las exageraciones en cronología, geografía o tecnología que tiene el relato atlántida sino la presencia de un pueblo que con epicentro en el Estrecho se extendía hasta Etruria y Libia llegando a amenazar a los mismísimos atenienses. Personalmente coloco esta hegemonía occidental en el mismo cajón hiperbólico que los muros de oricalco, las canalizaciones de miles de estadios, la ciudad perfectamente concéntrica, el origen divino de los atlantes y demás. Pero parece que los timoratos círculos universitarios prefieren cortar la mala hierba de raíz no vaya el personal a sacar sus propias conclusiones.

Hemos de diferenciar entre exagerar, inventar y mentir. ¿Platón exageró? seguro, ¿inventó? parcialmente, ¿mintió?... ¿para qué habría de hacerlo? Si, como muchos dicen, el cataclismo marino corresponde a lo que ocurrió en Santorini, ¿a qué ubicarlo en Gibraltar? Si como dicen otros los atlantes representan la amenaza persa, ¿por qué colocarlos en las antípodas de Mesopotamia? La península (más que isla) atlántica a la que se refiere Platón era de seguro mucho más pequeña, y su pueblo menos antiguo, poderoso o civilizado de cómo lo retrata Platón. Pero eso no basta para borrar todo su trasfondo de verdad, y si así nos parece es por pura propaganda escolar. Cambiemos Atlántida por Arturo (sí, el de la tabla redonda) y veremos cómo cambia la cosa. Todos sabemos que sus caballeros llevaron a cabo hazañas imposibles y por tanto legendarias, y todos reconocemos que no hay nada fehaciente que demuestre la historicidad de esta narración. Sin embargo, en esta ocasión los académicos sí consideran fructífero ir más allá del placer literario. Nos hablarán, por ejemplo de un tal Artorius de la Britania tardorromana, de Athrwys el galés, y de unos cuantos candidatos más a Arturo histórico (o al menos a su inspirador). Otros, más pruedentes, se contentan con defender que en muchos sentidos las leyendas de Arturo reflejan la sociedad y valores “británicos” durante la transición de la Antigüedad a la Edad Media. Y, por supuesto, nadie señala de ufólogo y mamarracho al que se interesa por investigar los pocos restos de historia que transpira Arturo y sus hazañas. A lo mejor tiene algo que ver la latitud.