domingo, 19 de septiembre de 2010

Afroiberia social 6. El ciclo natural de procreación.

Estoy seguro de que muchos habrán recibido los datos de la entrada anterior bajo la siguiente sospecha: “si éramos ya 200.000 afroibéricos en el Pleistoceno, ¿cómo es que no llegamos a ser decenas de millones antes de la romanización?” En cierto modo es normal que nos planteemos este tipo de cuestiones pues vivimos inmersos en una auténtica locura demográfica. Pensemos tan sólo que entre 1900 y 2000 la población mundial se ha multiplicado por 3.7, es decir, casi se ha cuadriplicado. Si este ritmo de crecimiento demográfico hubiera sido el habitual desde siempre, en el año 500d.C. tan sólo poblarían el planeta… ¡18 personas! Aceptando que por supuesto no fue eso lo que ocurrió, debemos reconocer que nuestro presentismo suele llevarnos a exagerar las estimaciones de crecimiento demográfico para el pasado remoto. Y sí, he sido el primero en haber calificado de “plaga” a nuestra especie, pero una plaga crece hasta encontrar su equilibrio con las posibilidades del entorno. Una cosa es proliferar más que el resto de animales, o encontrar recursos donde los demás no alcanzan, o incluso anular a los potenciales predadores, y otra muy distinta es hacerse el harakiri a base de superpoblación. Debemos por tanto asumir que esto de colapsar de hijos el mundo es una moda “reciente” a escala biológica y que, hasta que dicha novedad se impuso, los humanos se sometían a un auténtico control de natalidad, por mucho que nos cueste aceptar tal conducta de unos seres “primitivos”.

El ciclo natural de procreación

Muy sucintamente, podemos establecer tres modos de reproducción básicos a lo largo de nuestro desarrollo como especie. El más antiguo es este que llamo “ciclo natural de procreación”, el cual hemos practicado en todo el globo desde hace millones de años y que fuimos abandonando muy lentamente a partir del Holoceno. Luego vino un segundo modo de reproducción que calificaremos de “productivo” o “masivo”, practicado aún en muchas regiones del planeta, y cuyo rasgo más característico es el elevado número de hijos por familia. Finalmente, ya metidos en el s. XX y circunscritos al mundo occidental (junto a China, aunque por motivos muy distintos), estamos ensayando un tercer modelo reproductivo donde parece imponerse el tener 1 ó 2 hijos por familia. Nuestro problema al investigar la demografía del pasado remoto es que ignoramos por completo las características de aquel ciclo primigenio y natural de procreación ya que, identificados con el tercer modelo, tendemos a pensar que el único “modelo del pasado” ha sido siempre el de los hijos a mansalva, propio de una economía agrícola intensiva. El cometido de esta entrada será describir ese otro tipo de reproducirnos aún más antiguo y de hecho connatural a nuestra especie.

No hay un modo directo para determinar cómo era exactamente el modelo reproductivo original de los humanos prehistóricos pero, de nuevo, su comparación tanto con los chimpancés como con los cazadores-recolectores actuales nos puede dar una idea bastante aproximada. Dado que la media de edad para que una hembra chimpancé tenga su primer hijo ronda los 15 años, y dado que en libertad no suelen vivir más de 40 años, sólo cuentan con 35 años de vida fértil. Como además sus crías precisan educación y cuidados muy prolongados, necesitan unos 5 años entre cada hijo que paren, lo cual nos lleva a la conclusión de que la chimpancé típica suele tener unas 5-6 crías a lo largo de su vida (7 sería un cálculo demasiado optimista, considerando lo complicado de sus ciclos de estro o celo). Por lo que respecta a los actuales cazadores-recolectores, los datos no son menos sorprendentes. Por ejemplo, mientras las chicas estadounidenses tienen la menarquia (primera regla) a los 12 años como media, las cazadoras-recolectoras actuales la tienen mucho después (las !Kung del Kalahari presentan una media de 17años). La menopausia también les aparece antes, hacia los 35 años, con lo cual su vida reproductiva real es de unos 20 años. Además hay que tener en cuenta la amenorrea, es decir, la esterilidad temporal mientras se da el pecho al hijo, que aún aparece para sorpresa de algunas mamis occidentales de forma residual y durante semanas o meses, pero que a las mentadas khoi-san les dura más de 4 años. Como el cuidado del pequeño no se limita a la lactancia, como un niño de cuatro añitos es aún lento y torpe para dejarlo a su aire (mucho más que una cría de chimpancé), y como en cualquier caso hay que considerar los nueves meses esperando el hermanito, la distancia entre un hijo y el siguiente no suele ser menor de los 5 años. No debe entonces sorprendernos que una cazadora-recolectora actual tenga una media de 3-4 hijos a lo largo de toda su vida. Teniendo en cuenta que estas pautas reproductivas son casi idénticas a las que acabamos de analizar en el chimpancé, propongo que suscribamos para el cazador-recolector prehistórico todo lo que acabamos de ver en su homólogo contemporáneo.

Aparte de estos fuertes condicionamientos de orden fisiológico (menarquia, amenorrea y menopausia), es muy importante tener en cuenta otros de tipo psico-social. Nuestros antepasados del Pleistoceno y del primer Holoceno sencillamente no podían imaginar otro modo de procrear que no fuera el practicado desde hace muchos millones de años, aún antes de aparecer como género biológico. Para hacernos una idea de la barrera conceptual que supondría hemos de equipararlo al incesto. También copulando con hijas, hermanas, tías, o incluso con la madre, un varón tiene más posibilidades de perpetuar sus genes pero, dada la contrapartida de un evidente empobrecimiento genético, es algo que no nos permitimos normalmente desde antes de ser Homo Sapiens. Del mismo modo, cargar con más de cuatro hijos a nuestras hembras era una posibilidad, pero suponía unas dificultades y desventajas que acabó por convertirlo en tabú, una práctica tan inusual y reprobada como acostarse madre e hijo. Este tope situado en los cuatro hijos, y sobre todo el modo de prorratear sus nacimientos, viene corroborado, aunque secundariamente, por el propio estilo nómada de los cazadores-recolectores, pues resulta muy engorroso acometer caminatas maratonianas en pos de alimento con un lactante en brazos de la madre, un crío de dos años a hombros del padre, y un par de zagales de menos de diez años quejándose continuamente de cansancio. Y con tantos niños, tan seguidos y provenientes de todos los miembros fértiles de la banda, no hay “teoría de la guardería en el campamento base” que valga. No importa cuán ventajosas fueran las condiciones ambientales y de recursos que les rodeaban, incluso si estas les hubieran permitido centuplicar su población aquellos padres prehistóricos ni sabían, ni podían, ni se permitían concebir más de 3 ó 4 hijos.

¿Qué consecuencias demográficas tiene este ciclo natural de procreación? Mi opinión es que con 3-4 hijos nuestros ancestros practicaban como norma la denominada “fecundidad de reemplazo”, es decir, la mínima para que el número de población se mantuviera en el tiempo con ligeras subidas y bajadas. Por ahí se repite mucho que con 2,1 hijos ya se tiene asegurada dicha estabilidad demográfica, lo cual puede parecer muy coherente: dos individuos que engendran otros dos (más una decimita por si acaso) aseguran que la población ni crezca ni mengüe. Bajo esa lógica nuestros 3-4 hijos por pareja provocarían que la población aumentara 1,5 o 2 veces con cada nueva generación, pero no es eso lo que vemos que ocurra ni con los chimpancés ni con los modernos cazadores-recolectores. La razón es que el índice de natalidad necesita matizarse no sólo con el índice de mortalidad infantil sino con la mortalidad de todos los hijos que no hayan alcanzado la madurez reproductiva. Dicho de otro modo, de cara a un estudio a largo plazo del crecimiento demográfico sólo cuentan los hijos que te hacen abuelo. El crecimiento, estabilidad o mengua en la población de los cazadores-recolectores prehistóricos no dependía por tanto del número de hijos que tenían, irremediablemente limitado a 3 ó 4, sino que estaba condicionado por la pérdida de dichos hijos. A este respecto hay que recordar que los cazadores-recolectores se caracterizan por bajos niveles sanitarios y considerables niveles de siniestralidad (comparados con el occidente actual), que harían poco probable que todos los hijos de unos padres sobrevivieran hasta hacerlos abuelos. Por todo ello, entre los cazadores-recolectores actuales y prehistóricos, 3-4 hijos han supuesto la cifra perfecta para mantener estable su volumen de población. Hoy sin embargo basta 1 hijo y pico para que los occidentales mantengamos nuestro número, porque los avances tecnológicos y médicos, la ausencia de riesgos y la superpoblación acumulada son nuestros condicionantes. En las antípodas, durante la Edad Media las epidemias y guerras arrojaban un balance de mortalidad sub-adulta mucho más siniestro que durante la propia Prehistoria, de tal modo que sólo a partir de los 6-7 hijos estaba asegurada la supervivencia genética de los padres.

Pero también pueden producirse como dije ligeros aumentos y descensos demográficos. Jamás he pretendido defender que desde los primeros habilis-erectus que arribaron a las costas andaluzas hasta las mismas puertas del “neolítico” el número de habitantes de Afroiberia haya permanecido invariable. Abarcando miles de años y tratando algo tan sensible como es la demografía, una diferencia tan pequeña como la que existe entre una media de 1,8 o de 2,2 hijos supervivientes puede suponer que la población se duplique o se reduzca a la mitad. Como vemos, entre ambas cifras ni tiene que haber un cambio ostensible en las oportunidades para sobrevivir ni, por supuesto, en los hábitos reproductivos. Se trata por tanto de una “estabilidad dinámica” aunque suene contradictorio, una sucesión durante cientos de miles de años de períodos de crecimiento y mengua demográfica que probablemente nunca se alejaban demasiado de los valores medios.

El caso de Afroiberia

Acabamos de ver la preponderancia del factor tiempo para nuestros cálculos demográficos pero, tratándose de la infancia del género humano, el elemento geográfico es al menos igual de importante. Nuestro planeta estuvo despoblado de seres humanos hasta el grado Homo ergaster, del que se dice que fue el primero en salir de la cuna africana. Por tanto debemos distinguir entre grupos humanos que vivían rodeados por otros humanos, de aquellos otros más pioneros que se encontraban rodeados de tierras vírgenes o casi despobladas. A su vez, hemos de diferenciar entre los humanos que vivían en condiciones climáticas, de recursos, etc. óptimas, de aquellos que las pasaban canutas. Ambos distingos nos ayudan a establecer diferentes ratios demográficas, siendo los habitantes de zonas pingües rodeados de tierras vírgenes igualmente generosas los de más alto crecimiento demográfico, y aquellos que las pasaban canutas rodeados de otros humanos igualmente carentes los de menor peso poblacional. Me parece tan obvio que argumentarlo más es perder el tiempo. La cuestión es que Afroiberia cumple con los requisitos de las regiones como mayor crecimiento demográfico, tanto a nivel de recursos, como climático, como por su perfecto equilibrio de conexión-aislamiento respecto a África, como por ser puerta hacia una Europa aún inexplorada.

Vemos entonces que los afroibéricos del Pleistoceno tenían la posibilidad de conservar vivos y fértiles a 3 o incluso a sus 4 hijos, pero eso no significa que lo hicieran. Los cazadores-recolectores actuales nos dan una y otra vez lecciones de la búsqueda del bienestar a través del equilibrio, tanto en el consumo de riquezas naturales como en el de sus tasas de natalidad. Por ejemplo, está absolutamente documentado por los antropólogos que, aún siendo posible la perpetuación de toda la descendencia, si esto va a provocar carestía en los recursos, estrechez en el territorio o cualquier otro tipo de conflicto serio, los cazadores-recolectores no tienen problemas morales para usar anticonceptivos de tipo natural, para abortar e incluso para cometer infanticidio selectivo si las circunstancias determinan que es mejor sacrificar a los neonatos varones, a las hembras o a ambos. Así, según las necesidades y posibilidades de cada circunstancia, la población afroibérica pudo crecer o mantenerse estable.

Imagino que los hombres de Orce presentarían una menor densidad y población total, por razones obvias (acababan de llegar a tierras vírgenes) y no tanto (pervivencia parcial del estro, menor competitividad en la pirámide alimenticia, etc.) Pero poco tardó el ser humano en remontar esta desventaja, pues asegurando la supervivencia de 3 de esos 4 hijos ya tendríamos garantizada una lenta pero inexorable expansión demográfica que alcanzara la cifra de 200.000 habitantes que propongo en medio millón de años. Alcanzada esa cifra se obtiene un balance perfecto entre región y habitantes, una distribución territorial tan holgada como para no competir con otros pero tan compacta como para permitir una fluida vecindad, necesaria para el intercambio genético y tecnológico. Resulta tentador adjudicar a los erectinos afroibéricos tan sólo 100.000 habitantes, a los proto-sapiens 150.000 y a los modernos los 200.000 de mi tesis, pero sería caer en evolucionismo barato. Desde ergaster manejamos fuego, útiles tallados, lenguaje articulado, etc. de tal modo que no hay forma de afirmar que estuviera menos preparado que nosotros para triunfar demográficamente en Afroiberia. Si el Homo arribó en nuestras costas hace unos 2 millones de años, es muy plausible que hace 1 millón de años ya hubiera 200.000 afroibéricos de la/s especie/s que fuera/n.

Finalmente habría que hacer referencia al clima, el cual actúa de un modo que me parece muy curioso. Cuando en Europa hay glaciaciones Afroiberia se convierte en un refugio para muchas especies animales, incluida la humana, que huyen del hielo. Parecería por tanto que la densidad demográfica afroibérica se dispararía en esas etapas, pero el propio frío también reducía las posibilidades de recursos de Afroiberia lo que, sumado a los mencionados controles de natalidad, hacía que en “poco” tiempo la población volviese a sus valores típicos de 200.000 habitantes. Por el contrario, con la llegada de los interglaciares Afroiberia se conviertía en un auténtico vergel, y de nuevo nos sentimos inclinados a suponerle un boom demográfico. Pero olvidamos que este crecimiento, más que probable, se veía equilibrado por la pérdida de población que emigraba a las nuevas tierras europeas recientemente liberadas de hielos. En la próxima entrada de esta serie nos dedicaremos más a fondo a esta última cuestión, pues trata del Holoceno, que no es más que el último interglacial. Además, intentaremos corregir a aquellos que habiendo adquirido un conocimiento teórico de este “ciclo natural de procreación” (porque no es desconocido por los especialistas), se mantienen en el error, por prejuicios evolucionistas y manías clasificatorias, de creer que tan pronto comenzamos a ensayar con la producción de alimentos, el ser humano se dedicó de pleno al segundo modelo reproductivo, aquel de los hijos a tropel y que ellos vienen a denominar “neolítico”.