sábado, 22 de agosto de 2009

Afroiberia social 2. Desde los orígenes a la aparición de Homo.

El hombre es un animal más, no importa el apellido que le añadamos (racional, lingüístico, esteta, etc.), por lo que sería lógico empezar preguntándonos si es un animal social, y si existen acaso animales sociales o sociedades animales. La etología o estudio del comportamiento animal parece afirmarlo tajantemente, pero mientras en aspectos como la medicina hemos superado muchos tabúes antropocentristas (nos dejamos trasplantar corazones de cerdo), aún no existe una etología del homo sapiens, un estudio del hombre como un animal entre animales. Esa faceta es inmediatamente apropiada por la Antropología, la Psicología, la Sociología y demás disciplinas encargadas principalmente de demostrar hasta qué punto somos unos seres de naturaleza irreconciliable con el resto de la creación, una especie de ángel caído que nada tiene de animalesco. Esta entrada pretende matizar tal asunción, y para ello seguirá un esquema muy simple: comenzaremos tomando al chimpancé-bonobo como patrón etológico con el que comparar al humano, para luego ir estimando el grado de complejidad social que proporcionalmente les correspondería a nuestros ancestros homínidos. El género Pan será nuestro referente por tratarse de los animales con los que guardamos mayor parentesco, una relación tan estrecha que sólo hace 3.5ma. coleaban aún mestizajes entre nuestros respectivos ancestros. Por otra parte creo unánime la convicción de que el chimpancé supone un tope o non plus ultra de sencillez social: no podemos pintar al homínido, aún menos al hombre prehistórico, con una complejidad en sus sociedades inferior a la de bonobos y chimpancés. Si quieren pueden defender una igualdad en lo social, y por mí que lo lleven hasta el llamado Neolítico, pero jamás la inferioridad del homínido respecto a sus primos. Por último, aclarar que con “complejidad social” se puede hacer referencia implícita a “complejidad tecnológica”, pero no necesariamente a “complejidad intelectual” y mucho menos a “complejidad moral”.

Cuestión de número

La sociedad no es ni más ni menos que el modo de administrar muchedumbres, así que se es más complejamente social a medida que nuestro grupo aumenta en número. Contrariamente a lo que se cree, las especies animales pueden cambiar el número de individuos de sus grupos a lo largo de su historia evolutiva y en base a ello también cambia su ordenación social. Por ejemplo, parece ser que los smilodones del Pleistoceno vivían más como manadas de lobos que como el familiar león o el solitario tigre. Los grandes antropomorfos también están especialmente indicados para defender esta tesis pues, simplificando mucho, podemos decir que del solitario orangután pasamos a ser los familiares gorilas, para desembocar en los clanes multi-linaje de los chimpancés y finalmente en el hombre, animal que sin duda, con nuestros casi 7.000.000 habitantes actuales, merece el apelativo de plaga planetaria. Lo que realmente frena a una especie a desbordarse demográficamente son los recursos y los predadores y, aunque nos duela, la inteligencia juega aquí un papel secundario. Sí que habrá un momento de la prehistoria humana en el que el intelecto tome su protagonismo hasta llevarnos demográficamente a un crecimiento exponencial totalmente inesperado, gracias principalmente a los avances tecnológicos, pero en cualquier caso la inteligencia sólo te sirve para encontrar alimentos escasos, no para inventar los que no existen; sólo te puede ayudar a sortear al enemigo, no a negar su existencia.

Los naturalistas de antes no estimaban ni en 30 el número medio de individuos de un grupo chimpancé, mientras que los actuales etólogos elevan esa cifra más allá de la centena, e incluso se habla de facilidad para encontrar bandas de más de 150 chimpancés. ¿A qué se debe este cambio de opinión? Podríamos pensar que gracias a los avances y a los años de experiencia hoy se han encontrado recónditos y multitudinarios grupos que fueron inaccesibles para los eruditos y exploradores de antaño, pero esta no es en absoluto la razón. La realidad es que se estudian prácticamente las mismas comunidades pero desde otra óptica, tanto ética como tecnológica. En el aspecto moral sabemos que hoy el conservacionismo es una filosofía que el público general apoya y los biólogos y etólogos no digamos, lo que nos lleva a una nueva consideración de los chimpancés tomados a la vez como individuos con necesidades y rasgos intransferibles, y como comunidad amenazada en su supervivencia. Por eso ahora los etólogos no quieren abandonar al grupo de simios que el antiguo especialista daría por “ya estudiado”, sino hacer un seguimiento personalizado de cada individuo y si es posible a lo largo de toda su vida. Y para esto aparece en su ayuda toda la panoplia de avances tecnológicos, con esos collarines para el seguimiento por satélite de sus portadores, esas cámaras de disparo fotosensible para colocar en lo más recóndito de la selva, o las pruebas de ADN que nos informan de cuántos individuos han orinado en tal arbusto. Y entonces ocurre el milagro: los “grupos” de los antiguos etólogos no eran sino meros subgrupos efímeros e inestables del grupo verdadero. Lo cierto es que no hacía falta tanta maquinita para descubrirlo, bastaba con que se hubieran percatado de que, de año en año, los mismos individuos aparecían en una u otra agrupación. Aunque para caer en este detalle hemos dicho que hay que practicar dos cosas que entonces no era obligatorias: considerar a cada animal individualmente hasta reconocerlo frente a otros y repetir investigaciones sobre una misma zona y población a lo largo de sucesivas campañas.

Fisión-fusión o “ciudad-selva”

El denominado patrón etológico de fisión-fusión consiste básicamente en que el grupo se subdivide y se dipersa durante el día (fisión) para volver a reunirse en un mismo campamento-dormitorio durante la noche (fusión). Es practicado por multitud y variedad de animales, como delfines, leones, ciervos, babuinos y, en lo que más no afecta, chimpancés, bonobos y humanos. Pero en estos tres últimos casos el esquema se enriquece dando lugar a sociedades más dinámicas y complejas. En primer lugar, existe un escollo territorial para que nuestras tres especies tengan siempre la oportunidad de reunir a sus miembros cada noche. Del mismo modo que la población se calculó a la baja, los antiguos naturalistas no pensaban que un grupo de chimpancés pudiera superar los 15km² de territorio, mientras que hoy es normal hablar de áreas de uso y defensa de 100-400km² (un cuadrado de 10 a 20km de lado). Aquellos pioneros en colocarles chips a los chimpancés literalmente alucinaron al ver que la señal emitida avanzaba, y avanzaba, y avanzaba sin tregua, recorriendo distancias maratonianas sin un motivo aparente, al menos no por meras causas de supervivencia o reproducción. Y es que una de las principales características de los patrones fisión-fusión es la gran movilidad de los miembros a nivel interno, contrapuesta a la fuerte identidad que todos sienten frente a otros grupos de su especie. El chimpancé que hoy forma pandilla de caza (sí, de caza) con otros machos, mañana irá a visitar a un miembro anciano y pasado se retirará a la intimidad con su nueva amante. En cierta manera se establece una metafórica ciudad-selva donde como nosotros unos días se sale a trabajar, otros se va de compras, otros a ligar, de juerga, o de entierro. Pero también hay diferencias en este respecto frente a otros animales de similar patrón etológico. Hemos de tener en cuenta que bonobos y chimpancés son a la vez gregarios, territoriales y sociales, cuestiones que no hay que confundir. Hay animales gregarios formando colonias que tienen poco instinto defensivo, como muchas aves migratorias: conviven con otras especies de aves que les quitan literalmente el pez de la boca. Otro nivel lo ofrecen algunas de esas aves migratorias que rechazan aves de otras especies pero que, salvo trifulcas por una pareja o un nido, tanto le da si a su lado anida zutano o mengano con tal de que sea de su especie. Más allá existen animales territoriales pero muy individualistas, como el orangután o el tigre, mientras que otros amplían su complejidad territorial hasta el punto de aceptar a sus parientes directos, como ocurre entre las hormigas o los leones. Cuando el león alfa desaparece porque nuevos machos lo derrotaron, las leonas saben que automáticamente sus cachorros serán asesinados y, horror, que ellas entrarán en celo antes de poderlos llorar. El liderazgo entre chimpancés y bonobos, si es que alguna vez se concentra en un solo individuo, obedece a reglas demasiado subjetivas (prestigio, comunicación, altruismo, erótica, etc.) como para permitirse una “matanza de inocentes” a cada cambio de jerarquía. El chimpancé o la bonobo “alfa” tampoco suele ser familia de toda su comunidad, ni padre/madre de todas las crías, y de hecho se practica la exogamia intercambiando jóvenes machos (bonobo) o hembras (chimpancé) que abandonan sus grupos al pasar la pubertad. El vínculo social es de hecho más fuerte en un chimpancé que el familiar, pues su hermana (que vive en una comunidad invasora) es para él un potencial enemigo o al menos la señal de que el verdadero enemigo está cerca, mientras que a un miembro de su comunidad lo considerará de su familia (cooperación, altruismo) aunque no compartan ni una gota de sangre.

La organización de bonobos y chimpancés no sólo es animalmente social, sino que realmente forman sociedades muy humanas por mucho que hiera nuestro orgullo. Más aún, hoy se afirma que existen diferentes culturas entre los chimpancés y bonobos actuales, pues sus actividades trascienden el instinto y se deben por parte iguales a tradiciones y aprendizajes recientes. Hay grupos de chimpancés que ponen una piedra entre el suelo y la semilla que quieren partir, mientras que otros aún no lo han “descubierto”, los hay con mayor y menor miedo al agua, los que tiran al tuntún piedras a los rivales y los que muestran una técnica más depurada, e incluso algunas comunidades han copiado de sus vecinos humanos la forma de moler frutas o se han hecho algo adictos a la cerveza de mijo que les roban. Si conjugamos su elevada demografía por población, fuerte socialización y vastos territorios a explotar y defender, debemos presumir una complejidad sorprendente para llevar a cabo tan difícil tarea. Proteger su área tanto de especies que compiten por los recursos, como de predadores, como de miembros de su especie ajenos al grupo requiere una gran coordinación, que necesariamente pasa por la cohesión y la comunicación. Todos esos elementos dispersos en kilómetros, esas volubles pandillas dentro del grupo, deben estar dispuestas a reunificarse o redistribuirse en caso de amenaza, y eso implica un alto grado de intercambio de información, queramos llamarle lenguaje o no. Por supuesto no pretendo ir de especialista en primates, así que dejo a cada uno el profundizar en estos fascinantes seres y en su comportamiento. Lo que sí puedo decir con seguridad es que todo lo que de ellos he aprendido obliga a envejecer la aparición de sociedades mucho más de lo que los prehistoriadores y paleoantropólogos hubieran deseado.

El australpiteco

En este punto retomamos la línea de nuestros ancestros directos, comenzando por el australopiteco. Dejemos para la siguiente entrada la conmoción que produce imaginar comunidades de 150 afarensis, y retomemos por un momento el tema de la evolución humana, en este caso en su posible relación con lo social. Se trata de un asunto del que no se sale fácilmente airoso y donde se pueden producir malas interpretaciones que necesito neutralizar. Para empezar, no creo en el darwinismo social y me asquean las aplicaciones prácticas que determinados totalitarismos le han querido y aún le quieren dar. Sin embargo no soy alérgico a cuestionarme qué papel pueden jugar ambos mundos, biológico y social, entre sí. Por otro lado, lo que vengo a exponer subvierte todos los cánones darwinistas pues sostengo que a partir de Australopithecus somos un “simio tarado”, un perdedor bajo las leyes evolutivas de “supervivencia para el más apto”, y que es precisamente lo social lo que nos salva de la extinción. Existe por tanto una secuencia de acontecimientos que es necesario respetar para sostener mis argumentos:

- Primero aparece una “tara” o conjunto de ellas a nivel genético. Las llamo taras porque al surgir (y mucho después) no supusieron una “ventaja evolutiva” sino todo lo contrario.

- Estresados por tal mutación, exacerban su sentido social hasta donde ningún otro animal lo ha hecho.

- En ese contexto de exploración social sucede la gran paradoja: las antiguas taras son idóneas no sólo para sobrevivir sino para imponerse sobre el planeta entero.

Contrariamente a lo que se suele pensar, no hay rasgo “humano” que haya sido provechoso cuando apareció como mutación genética, ni tampoco 500.000 o un millón de años después. Por ejemplo, los australopitecos surgieron en los mismos entornos que los bonobos y chimpancés actuales, según la fauna o el polen fósiles asociados a nuestros restos. Esto desmonta la teoría de que nos hicimos bípedos para encarar un paisaje de sabana abierta. Si el bipedismo es ya marcado hace cuatro millones de años, hasta que no aparece la crisis climática Gelasiense, momento de las primeras sabanas y los primeros Homo, no resulta claramente útil. ¿Cómo podemos defender el bipedismo como una “adaptación evolutiva” si se ha pasado la mitad de su existencia siendo más bien un estorbo? Mientras vivió en selvas como los actuales chimpancés, el cambio de nudillero-trepador a bípedo sólo pudo implicar la pérdida de agilidad y una mayor exposición a los predadores. Además, esta “tara” es el desencadenante de otras mutaciones, perjudiciales a su vez o no. Por ejemplo, el bipedismo estrecha la pelvis, con lo que se aumenta el riesgo durante el parto y se alarga la crianza de bebés que han de nacer prematuros comparados con el resto de antropomorfos. De nuevo, la mutación se nos muestra como tara, pues ya no sólo nos entorpece en la selva sino que provoca alumbramientos mortales de madre y/o hijo, y nos carga con una prole que al menos hasta los cinco años no deja de ser francamente inútil. Finalmente, cada vez parece más evidente que existe una relación entre el bipedismo y cierta configuración del cráneo, en concreto en la ubicación del foramen magnum, en el achatamiento de la cara y en la forma globular de la nuca, lo cual amenaza con interpretar nuestra gran cabeza como una mera mutación para compensar peso corporal. Dos de las consecuencias de estos cambios craneales es que las mandíbulas han de ser menos poderosas y que los dientes se reubican y cambian de tamaño, perdiendo los caninos y la mordida su utilidad como defensa. Por si fuera poco, el nuevo cráneo favorece la ubicación de un gran cerebro de estructura globular, pero este supone como contrapartida un inmenso consumo de proteínas, que se compensa irremediablemente con la pérdida de masa muscular. Así, si venía un leopardo, el chimpancé podía huir más rápidamente que el australopiteco y, en caso de ser alcanzado, al menos contaría con sus colmillos y su poderosa musculatura. Los chimpancés no se preocupan tampoco por el futuro de sus crías como debería hacerlo un australopiteco, porque ni les nacen muertas de parto, ni fallecen durante su frágil infancia, además de contar con cantidad de habilidades propias de adulto antes de finalizar su primer año de vida. El australopiteco no dejó tecnología lítica en sus testimonios, ni uso del fuego, su modo de vida y su organización social no se diferenciaba originalmente de la de los actuales pánidos, pero pasados unos cientos de miles de años sí comenzó a trazarse un puente no sólo biológico sino también social hasta nuestros Homo.

La segunda fase de nuestra secuencia trata de cómo nuestros ancestros encuentran en la cohesión afectivo-identitaria una inesperada vía de supervivencia. Acabamos de ver que los australopitecos eran lentos en huir, alfeñiques para defenderse, con crías totalmente indefensas, y no se me ocurre otra forma de explicar su supervivencia que no pase por la fuerte cohesión de los grupos. Acabamos de ver que el australopitecino vivía agobiado por la alta mortalidad de su prole, y allí tratamos sus desventajas, pero también podemos inferir un mayor apego por los hijos, sea amor o simple enojo por perder lo que tanto cuesta sacar adelante. Si nos referimos a la prolongada infancia, de nuevo encontramos oportunidades para una mayor cohesión comunitaria, así como para la educación desde niños en los valores y estrategias del grupo. La propia gracilidad de los adultos obliga a imaginarlos defendiéndose en tropel, algo sencillo si recordamos que eran al menos 150, y no mediante “machos alfa”. La fragilidad de niño y parida, así como la larga dependencia de aquel favorece la unión permanente, o muy prolongada, de parejas. Cualquier australopiteco vivía al menos bajo dos identidades: la de su familia y la del grupo en que residía, aunque por supuesto en muchos casos ambas coincidieran. Cuando los hijos debían abandonar el grupo de origen por razones de exogamia probablemente retenían parte de esos vínculos más allá de lo que hoy practican los pánidos, posibilitando una mayor comunicación entre grupos grandes. Y todo esto nos lleva a la existencia de redes intergrupales a través de las cuales transmitir genes, informar sobre los recursos, mitigar conflictos, afrontar peligros, etc. No hay por lo tanto aspecto al que dirigirnos que no apunte a la misma dirección: consecuencia de sus nuevas limitaciones, los austrolipetecinos desarrollaron una mayor complejidad social y una mayor cohesión identitaria que la de por sí desarrollada socialización de sus ancestros.

Y entonces se produjo la gran paradoja de la tercera fase, consistente en que, en virtud de lo social, la tara se convierte no ya en herramienta de mera supervivencia sino en una capacidad predatoria sin límites. Al comprimir nuestra percepción temporal, algo inevitable para acontecimientos tan remotos, puede parecer que exista una consecuencia directa (y por tanto adaptativa) entre lo uno y lo otro, pero en realidad pasaron cientos de miles de años, un millón incluso, desde que aparecen las nuevas mutaciones hasta que dejan de ser un lastre y se convierten en claramente beneficiosas para nosotros. Sin embargo, sólo esa larga cocción en pleno stress existencial, con todas las papeletas a favor de nuestra extinción pudo provocar la hipertrofia de las habilidades sociales que como los chimpancés heredamos de un ancestro común. Chillar juntos, jalear palos y piedras juntos, cuidar las crías juntos, durante un millón de años, fue lo que sentó las bases para que otro tipo de cambios fueran posibles. Quedó tiempo libre para el recuerdo y la imaginación, o mejor dicho, estas se convirtieron en la única forma de sobrevivir, y por ahí vino la piedra tallada, las fogatas y la predicción atmosférica según el vuelo de las aves. Desconozco si este proceso se produjo gradual o repentinamente, pero la simultaneidad de todos estos cambios con la aparición de un nuevo tipo de ser (Homo) y en un contexto de brusco cambio climático nos sugiere más bien lo segundo, a la vez que nos obliga a posponerlo para la siguiente entrada.