lunes, 26 de octubre de 2009

Isla de Flores: menos huesos y más canoas

Ayer 25 de octubre me desperté con la noticia de que el polémico Homo Floresiensis, al que ya me he referido en alguna ocasión, no es un erectus enano sino que desciende directamente de habilis o de rudolfensis. Francamente, esa cuestión me tiene sin cuidado e invito a que cualquiera consulte la web (Mundo Neandertal y El Paleofreak son blogs perfectos para ello) para comprobar la velocidad con que se producen drásticos vapuleos a las teorías sobre este pequeño hombrecito del paleolítico indonesio. Es entonces inevitable que dentro de unos meses aparezca un nuevo artículo desmintiendo todo lo anterior, es decir, todo lo que ahora debemos acatar como dogma de fe. Gracias, pero prefiero ahorrarme el viaje.

Desde mi punto de vista, el Hombre de Flores nos ofrece datos mucho más útiles y libres de interpretación, básicamente relacionados con su cronología y con la geología. Tomando todos los individuos encontrados (porque el famoso cráneo que bautizó la especie no es el único), su presencia en la isla abarca un período entre 90.000 y 12.000 años antes del presente. Con la misma fiabilidad, otras dataciones han determinado que unos útiles líticos encontrados en la isla tendrían alrededor de 850.000 años de antigüedad. De otro lado, los geólogos y climatólogos nos aseguran rotundamente que ni en la primera ni en la segunda fecha, en ninguna realmente, pudo ocurrir que una glaciación bajase el nivel del mar hasta crear un puente continental para la isla. Aquellos huesos y aquellas piedras demuestran que llegaron por mar en épocas escalofriantemente remotas. Como digo, ninguno de estos dos elementos puede ponerse en duda: que llegaron hace tanto tiempo y que lo hicieron por vía marítima. En sí supone una de las mayores revoluciones en el panorama de la Hominización, pero sin embargo contemplamos atónitos como se la ignora para continuar en el mismo debate de siempre sobre huesitos, clados y evoluciones “en mosaico”. Todos parecen olvidar que, aunque jamás hubieran aparecido los huesos del floresiensis, desde hace años se conocía la presencia de industrias de piedra en la Isla de Flores con una antigüedad cercana al millón de años y que esto bastaba para abrir un debate en torno a la navegación prehistórica que artificial e interesadamente se viene posponiendo.

Mi postura al respecto, por parecerme la más plausible, es que el género Homo pudo dominar rudimentos de navegación en esa época, algo que solivianta a numerosos académicos. Para ellos, la única razón de esta tempranísima presencia en Flores es que los autores de esos útiles hubieran llegado a la isla accidentalmente pero, ¿en qué consiste realmente eso? Sabemos que determinados animales llegaron a sus actuales hábitats transportados por troncos, a veces recorriendo distancias enormes, pero hablamos de monos o iguanas, esto es, seres relativamente pequeños y cómodos subidos a una rama. Al aplicarlo a los humanos, por primitivos que sean, este argumento se vuelve inaplicable como no sea recurriendo a unas circunstancias francamente inverosímiles, tan ridículas que en comparación mis homínidos navegantes parecen un argumento mucho más probable y natural. En cualquier caso finjamos suscribir las tesis de la llegada accidental e imaginemos que un homínido bípedo de alrededor del metro de altura y los 40kg de peso acaba subido en un tronco que flota en el mar. Lo primero que debemos preguntarnos es por qué, y debemos ser cuidadosos en nuestra respuesta. Porque si queremos equipararlos a los chimpancés y orangutanes, poca confianza iba a depositar este individuo en el mar, así que no es factible que andara jugando con tronquitos en la playa. Circulan por ejemplo bochornosas teorías de homínidos accidentalmente dormidos en un tronco que la pleamar arrastrara océano adentro, pero se trata de una circunstancia tan estrafalaria que jamás podríamos basar en ella la colonización de toda una isla. Recordemos que para que haya colonización necesitamos una población, no a un solo individuo, y que esto sólo sería factible si los transportados fueran al menos dos, o si el fenómeno se produjera a menudo, algo del todo imposible con la teoría de la “cama flotante”. Ni siquiera un humano actual tendría posibilidades significativas de atravesar sobre un tronco los kilómetros de esos estrechos insulares plagados de tiburones y con corrientes de aúpa (mucho menos si se despierta de una siesta en pleno océano). Si va más de uno en el tronco las posibilidades de dar un vuelco son mucho mayores; si los transportados individualmente no son de sexo contrario ni sufren su percance en fechas cercanas adiós a toda posibilidad de reproducirse en las nuevas tierras; si el tronco no es lo bastante grande los tiburones se cebaran de los pies que cuelgan para mantener el equilibrio, etc. En fin, existe toda una batería de argumentos para desterrar la milonga de la llegada accidental al terreno de lo sumamente improbable. Un argumento aparentemente infantil que realmente esconde prejuicios evolucionistas, la negativa de muchos de conceder un don tecnológico como el navegar (hasta ayer datado en el neolítico) a esos infra-humanos.

Una perspectiva libre de condicionamientos nos pone sobre otro tipo de pistas, como que la expansión de los humanos por el planeta se ha hecho siguiendo los litorales, así que no es ninguna locura presuponer a sus protagonistas cierta familiaridad con el medio acuático. Incluso los defensores de las teorías accidentales tienen que ubicar a sus homínidos al borde de la playa antes de ser raptados por el tronquito sedante. Aceptado esto, es muy difícil pensar que aquellos seres no estuvieran hartos de ver maderas flotando, y de ahí a pensar en aplicaciones para la pesca va un paso. Para mí es evidente que una persona habituada a tallar industrias bifaciales o encender fuego es a la vez muy capaz de cortar unos maderos y atarlos hasta formar una balsa, y más si el lograrlo le va a reportar una captura mayor de peces o, en este caso, el acceso a unas tierras libres de competidores. Dejemos la mesana, el trinquete o el timón, hablo de unos rudimentos náuticos que tampoco podrían ofrecer unas garantías de éxito muy halagüeñas, pero que en un momento de necesidad pudo suponer un riesgo ineludible e incluso deseable. En un par de balsas sí podemos lanzar un número de personas que aseguren la reproducción del grupo en su destino, así como contar con unas condiciones de seguridad algo mayores frente al oleaje o los depredadores marinos. Queda entonces a cargo de los hiperescépticos o desmitificadores la tarea de demostrar por qué piensan que tal capacidad y circunstancias fueron imposibles hasta el Holoceno.

Afroiberia no es en absoluto ajena a esta polémica. Los 14km que nos separan de África se corresponden aproximadamente a la distancia que media entre Flores y la isla grande más cercana. En ambos casos el paisaje de la tierra de destino era perfectamente divisible desde la de origen, lo cual constituiría una tentación permanente. Además, las corrientes gibraltareñas han sido a menudo un argumento empleado para negarnos toda comunicación intercontinental, cuando está más que demostrado que a las fuertes corrientes marinas indonesias hay que sumar la presencia de impresionantes tormentas, aquellas que han hecho famosos a los mares del sur. Por otra parte es imposible que lo que ocurría en la lejana Java no se repitiera en Gibraltar, a un paso de la madre África y su avalancha de prototipos homínidos. Para colmo, el que dichas navegaciones fueran factibles desde hace 850.000 años permite que el contacto vía Gibraltar se vuelva la mejor opción para explicar el origen de la humanidad afroibérica desde Orce en adelante. Por todo lo anterior, defender la plausibilidad de navegaciones pleistocénicas a Flores equivale por carambola a africanizar los orígenes de nuestros humanos peninsulares. Como lógico reverso, muchos de los prejuicios que se vierten sobre Flores coinciden con los que se destinan a Afroiberia, y puede que incluso tengan un mismo origen.

Si alguno piensa que llegado a este extremo he perdido un poco la objetividad, que soy de nuevo carne de conspiranoia, quizás le pueda convencer de lo contrario la siguiente prueba o ejemplo. Salvador Moyá fue uno de los discípulos que traicionó a José Gibert (descubridor del Hombre de Orce), y por tanto uno de los más enconados enemigos de la preeminencia de humanos antiguos en el sur peninsular, es decir, de una cuna afroibérica para la humanidad europea. Pues bien, el mismo individuo publicó en 2008 un artículo afirmando que los restos de Flores no corresponden a otra especie sino a un humano moderno con malformaciones. Cualquiera que esté habituado al modo de proceder de estos funcionarios del conocimiento, que obedecen todos un estricto sistema de etiqueta y de respetar el territorio ajeno, habrá notado lo mucho que desentona un académico español opinando sobre fósiles indonesios. Las figuras mundiales sí, esas suelen opinar de todo y todos las escuchan, pero lo normal es que las figuras mediocres (la mayoría de españoles entre ellos) guarden silencio sobre aquellos asuntos que en nada les afectan y que implicarse en ellos sólo les reportaría enemigos de altura internacional. Otra cosa son los manuales generalistas, donde por lógica se trata todo el panorama mundial de hallazgos; o las colaboraciones en esos artículos multitudinarios con plantilla internacional, donde la opinión de uno se diluye en el gran todo; o incluso habría que aplicar otra lectura cuando este bombazo se mencionara de pasada en un artículo dedicado a un asunto diferente aunque relacionado. Pero en este caso nos encontramos con un artículo dedicado exclusivamente al Floresiensis, escrito únicamente por este autor en colaboración con Meike Köhler, publicado por el Institut Catalá de Paleontología para el que ambos trabajan, y donde arremeten sin disimulo contra la tesis central de los descubridores del Floresiensis. El caso es que si éste humano es moderno ya no necesitamos de una llegada muy antigua a la isla (aquellas piedritas de hace 850.000 años podrían ser tildadas de “eolitos” o ser cuestionadas en su datación, algo a lo que Moyá se acostumbró en Granada) y por tanto la navegación podría volver a postergarse hasta muy recientemente. Apliquemos lo mismo a Gibraltar y vemos que lo que parecía una inexplicable salida de tono de este judas ultraoficialista se ajusta como un guante a su rechazo por los restos de la zona de Orce: si permite navegaciones de hace casi un millón de años de antigüedad le será casi imposible negar la presencia humana en nuestro sur para las mismas fechas, llegada desde África vía Gibraltar, y consecuentemente Gibert y sus teorías lo dejarían en el ridículo que desde hace décadas merece. ¿Casualidad? Como dijo el poeta, no me contéis más cuentos.

domingo, 25 de octubre de 2009

Imaginando prehistorias

Todos tenemos un imaginario prehistórico aunque no lo sepamos conscientemente, común además en la mayoría de nosotros, que se nos activa cada vez que nos hablan de aquellos lejanos tiempos. Procede en gran parte de las películas y documentales, de la misma forma que se activan otros cuando nos mencionan “Edad Media”, “Revolución Francesa” o “California años 60s”. Son tan potentes y están tan instalados en nuestra, digamos, mente automática que incluso nos permiten leer manuales y artículos que son contrarios a tal imaginario prehistórico sin que consigan desgastarlo en lo sustancial. Por eso me he sentido obligado a zarandear dichas asunciones iconográficas con algo que puede recordar los pasatiempos conocidos como “encuentre las 8 diferencias”, atreviéndome con una serie de ilustraciones de las que no hay que esperar más calidad que lo que doy de mí como articulista. Son, más que dibujos, collages que intentan representar en poco espacio y de forma esquemática los elementos prehistóricos que espero evolucionen en nuestra mente, desde un estado tópico a otro más acorde con lo visto a lo largo del blog. Lo ideal sería que cada uno los grabara en su ordenador y luego los fuera pasando sucesivamente como fotogramas de una película (el mismo visor que ofrece Windows sirve) para comprobar los cambios.

Empecemos entonces con la visión más común que tenemos del Pasado Remoto:

Vemos cuatro machos adultos armados con lanzas y hachas rodeados de un entorno gélido y patentemente hostil, aun cuando lo haya suavizado para hacerlo aplicable a la Península Ibérica. Vestidos de pieles y con hechuras animalescas, otean la caza mayor, preferentemente mamuts, rinocerontes lanudos o algo que sea igualmente épico de abatir, dando significativamente la espalda al arbusto con bayas que aparece arriba a la derecha. Esta gente vive sin duda a salto de mata y nada en el cuadro implica una sedentarización siquiera estacional; están ahí de ruta cazadora, a la fuga quizás de algún temible depredador y poco durarán ante nuestra vista. Cronológicamente carece de márgenes definidos, porque se trata de una estampa que tanto la vemos cuando nos pintan a los antecessors, a los hedielbergensis, a los neandertales o a los humanos modernos del Pleistoceno, aunque sí la ubicamos en la segunda mitad del gran concepto Prehistoria, es decir, cuando salimos de África y ya no somos peludos “medio-monos”. Esta es como digo la visión estándar que todos hemos heredado de la prehistoria de celuloide.

Pasemos al primer ajuste sobre este imaginario:

Los cambios observados afectan tanto al entorno como a los protagonistas. En cuanto al primero, las nieves han desaparecido, algo necesario cuando tratamos nuestra Península. Aquí, quede claro, no hubo glaciares al estilo europeo y menos aún en Afroiberia, donde sólo en Sierra Nevada se puede interpretar una presencia mucho menos que anecdótica. De hecho, nuestras tierras son consideradas por los especialistas un refugio climático para todas aquellas especies, incluida la humana, que huía de los glaciares como de la peste. En lo que se refiere a las personas, hay cuatro cambios significativos. El primero es que hemos cambiado los cuatro machos por dos hembras y dos varones, algo que lejos de ser una licencia feminista o una debilidad por lo políticamente correcto supone una realidad reproductiva incontestable: ¿con quién si no tenían hijos los cuatro bestiajos de la ilustración anterior? Si no queremos confundirlos con las amebas y su partenogénesis, cada vez que imaginemos un “hombre de las cavernas” tenemos la impostergable obligación de acompañarlo de su versión femenina. El segundo elemento es el de la humanidad plena, en sus gestos, sus posturas e intercomunicación, algo que es capital para entender nuestra condición de humanos y que se sigue escamoteando en los reportajes pretendidamente más actualizados. El público debe saber que, a sólo 200m de distancia, nos sería imposible distinguir entre un grupo de erectus y otro de humanos modernos: los mismos andares, el mismo rascarse, las mismas manos en jarra, las mismas carcajadas o los mismos silbidos. El tercer elemento es, salta a la vista, que frente a la blancura de los anteriores defiendo la negritud (o tremenda morenura) de sus rasgos anatómicos, algo que no puede ser refutado tras los recientes descubrimientos tanto paleoantropológicos como genéticos. El hombre de cualquier especie llegó a Afroiberia desde África con la piel negra, y no existen motivos climáticos para suponer que aquí (o en el Mediterráneo) necesitara albinizarse de forma sustancial, aunque mutaciones algo más claras tampoco serían castigadas por el entorno. No obstante las hembras son menos oscuras que los machos, pues esa diferencia de tonalidad es necesaria para que los fetos absorban desde el vientre de sus madres vitamina D, necesaria para no padecer raquitismo. Finalmente, he querido poner el énfasis en las tareas de recolección frente a las de caza. “Cazador-recolector” es para muchos un eufemismo o tecnicismo para referirse a sus adorados cazadores, así que yo los convierto en “recolectores-cazadores” para equilibrar la balanza y porque creo realmente que esa es el orden prioritario en su búsqueda de alimentos, más aún si entendemos que determinados nutrientes animales como los huevos, las almejas o la miel se recolectan, no se cazan. Sin embargo, soy tradicional en el sentido de que sostengo que la caza es más cosa de hombres y la recolección de mujeres, a nivel estadístico y no normativo, pues lo contrario no sería muy compatible con las fases de embarazo y lactancia.

Asimilado esto, podemos atrevernos con el segundo ajuste:

Volvemos a dividir nuestros comentarios entre el entorno y los humanos. Es patente que la naturaleza ha explotado en fertilidad respecto a la imagen anterior. Conste que he sido muy moderado en mi representación, pues me he limitado a situar la escena en un abigarrado encinar, y no en los bosques de laurisilva o entre alcornoques de 30m de altura y 4m de diámetro en el tronco que se pudieron también dar (OIS 5E o Eemiense en el Pleistoceno, Período Atlántico en el Holoceno) y que corresponden a estados climáticos más cálidos y húmedos que hoy. No, basta eliminar la destructiva acción antrópica para que un clima como el nuestro, o incluso más frío pero también más húmedo, pudiera permitir bosques muy espesos, acuíferos al tope de su capacidad (el agua de la derecha es fruto de un manantial cercano que sale del mismo karst que generó la cueva), y una fauna/caza que hoy nos cuesta trabajo imaginar para Afroiberia: equinos parecidos a cebras, macacos, osos, mejillones de 20cm de valva, castores, elefantes e incluso un tipo de pingüino como se verá en otro artículo. Por su parte los humanos se han multiplicado de cuatro a diez, y lo han hecho por la misma lógica por la que antes incluimos a las hembras: la pirámide de población de cualquier grupo cazador-recolector actual, incluso de cualquier población histórica de eso que llamamos “Antiguo Régimen” implica una mayoría aplastante de subadultos. Así, el cuadro final está compuesto por un anciano (varón), tres adultos (dos hembras y un macho) y seis niños (machos y hembras en igual proporción, uno de ellos aún en el vientre materno). Las niñas se diferencian de los niños por su tono más claro, como ya vimos en los adultos, comprobando que tanto recolectan bayas como capturan pescado, al tiempo que he querido representar a un varoncito tomando a una niña pequeña en brazos mientras otro aprende técnicas líticas del abuelo, en un intento por desmantelar tópicos sobre la asignación de tareas según el género. La última observación que cabe hacer es que el conjunto general de la imagen cuestiona el que tuvieran que ser forzosamente nómadas: hay demasiados niños para andar todo el día de ruta, el ecosistema circundante tiene recursos de sobra durante todo el año, y por encima de todo hay que recordar que sólo vemos una familia dentro de un grupo mucho mayor, de unos 300 individuos en total que se extendería en vecindad por una extensa región. Evidentemente, por el patrón fisión-fusión que compartimos con otros simios, estas sociedades sufrían continuas reorganizaciones entre sus miembros, las cuales implicaban a veces traslados a considerable distancia, pero más a nivel de individuos (exogamia) y de circunstancias (estacionalidad) que a nivel global, y más a nivel interno que externo.

Ajustemos por última vez nuestro imaginario prehistórico:

Esta ilustración carece de cambios en lo paisajístico para centrarse en lo tecno-cultural. En cuanto a los modos de explotación podemos ver:

- Abajo a la derecha, el niño del estanque pesca. A la manera de los actuales amazónicos, ha envenenado previamente el agua con una planta y ahora procede a sacar los adormilados peces con una cesta-red hecha de los juncos que le rodean, de tripas, de crines, o de lo que cada uno prefiera imaginar.

- Si nos fijamos bien, al alcornoque grande le han quitado el corcho, y con él han podido realizar desde contenedores alimenticios a colmenas. Obviamente estas no aparecerían en el plano pues no se suelen colocar tan cerca de los lugares de habitación.

- Aparece un perro o un lobo domesticado, sin duda muy útil como compañero de caza y como defensa en el refugio. La domesticación pleistocénica de cánidos es ya indiscutible, aunque los recalcitrantes continúan cuestionando si se trata de la norma o de un par de fenómenos aislados y anacrónicos.

- El niño que aprende técnicas líticas porta arco y carcaj, algo que todo el mundo acepta desde el solutrense, pero que otros nos atrevemos a remontarlo hasta el ateriense africano y más atrás, como atestiguan ciertas puntas musterienses francamente “leptolíticas” e incluso “microlíticas”.

- Todo se ha vuelto de color, las pieles, la entrada a la cueva, o las piedras decoradas. Los tintes y cremas naturales han sido conocidos desde siempre: caolín, ocre, almagra, índigo, alheña, sangre, hollín, tintes moráceos de determinadas bayas o de tonos verdes a partir del jugo de hojas, etc. Algunos se aplicaban de forma natural y otros eran ayudados en su fijación añadiéndoles sustancias como la orina; algunos eran simplemente ornamentales mientras otros tenían funciones añadidas (como el barro frente al sol y los mosquitos).

- Finalmente podemos suponer un interior de cueva no sólo decorado con arte parietal sino con una despensa de carne y pescado conservados ya sea mediante salazón o mediante ahumado.

Junto a estos avances puramente tecnológicos también observamos cambios en lo cultural e identitario. Esta es quizás la parte más problemática del proceso y la que implica un riesgo mayor a la hora de dibujar su ilustración correspondiente. Sabemos que nuestros ancestros del pasado remoto tenían culturas, identidades o etnias muy marcadas, tanto porque lo certificamos en el registro arqueológico como porque así lo siguen demostrando los pocos cazadores-recolectores que sobreviven. Y no sólo ellos: cualquier aficionado a la Etnografía se ha maravillado con esas fotos antiguas donde a cada kilómetro del Río Congo o a cada salto de isla melanesia cambian drásticamente los tocados, maquillajes, vestidos, y el tratamiento general de la imagen. Sin embargo, no podemos atrapar en un solo dibujo esta enorme riqueza sino jugar una apuesta dentro de las muchas posibles, y en ese justo instante sentimos la crítica positivista jadeando en nuestra nuca: “¿cómo sabe usted que las afroibéricas llevaban ese complejo tocado, o que los guerreros se pintaban con caolín?” De nuevo exigen que demostremos nuestra inocencia, algo aberrante si lo extrapolamos al terreno judicial democrático. Son ellos los que deben responder por qué les parece imposible que así lo hicieran. Por supuesto, lo que pretendo representar no es el modo en que se adornaban sino hasta qué grado eran capaces de adornarse, aunque para hacerlo lo tenga que concretar en un ejemplo. Lo contrario sería limitarme a la cobarde y aséptica representación a la que nos tienen acostumbrados, donde por no aventurar una forma estético-cultural concreta acaban sugiriendo, por pasiva, que carecían de tal capacidad identitaria. De la misma forma, sus organizaciones sociales y familiares variarían, y esto también se reflejaría en sus apariencias. Para nuestro ejemplo, los niños y los ancianos llevan el cabello corto, signo de que están fuera del juego reproductivo, aunque el anciano se permite una larga barba que el joven guerrero tiene vetada. Este sin embargo, puede dejarse el pelo largo y portar las pantorrilleras de crin de encebro. Al llegar a la pubertad, las niñas son escarcificadas (cicatrices que forman dibujos en relieve) mientras que los niños son tatuados. Ya adultos, el ocre es tabú para los hombres y el caolín para las mujeres, mientras que los abalorios (collares, expansores de oreja, huesos insertados en el mentón, etc.) son de uso mixto. Supongo innecesario repetir que esta no es sino una forma más entre las posibles de expresar que su complejidad social se manifestaba bajo diversos códigos, el estético entre ellos.

Sólo nos queda retomar la primera ilustración y contrastarla con esta última que hemos visto. Una representa la inercia iconográfica heredada y la otra es un ejemplo de cómo hay que desterrarla de nuestras mentes. No se trata de dos modos contrapuestos de interpretar unos mismos restos arqueológicos sino que reproducen la diferencia entre un paradigma cargado de prejuicios (antropocéntrico, eurocentrista, machista, etc.) frente a otro que no lo está, o que al menos ha pretendido con todas sus fuerzas no estarlo. Confieso que he sido cobarde en mi propuesta, que no he querido provocar demasiado shock entre los bienpensantes y que pocas veces he repasado tanto en mis fuentes qué elementos iba a incluir y cuáles no, pero aún así el resultado es llamativo incluso para mi. Pues entre todos los prejuicios que se desprenden del primer cuadro, el evolucionismo filosófico no es el menor: la gran diferencia entre una ilustración y otra es que jamás querríamos vivir en las nieves de la una mientras que muchos firmaríamos sin pensar llevar la vida de la otra. El evolucionismo dota, sí, a sus cavernícolas de innegables virtudes, hasta el punto de convertirlos en precursores del guerrero épico occidental, pero al mismo tiempo los arrincona hacia un estado de primitivismo infundado. Clima adverso, predadores, alimento escaso, hacen que carezcan de oportunidad para salir de un ciclo de mera subsistencia, viviendo en la escasez y el stress continuo, todo lo cual los hace parecer subnormales o animalescos a nuestros ojos modernos por mucho que alabemos su valentía y resistencia. El evolucionismo necesita mostrarnos una vida prehistórica azarosa y carencial que podamos despreciar y que nos sintamos orgullosos de haberla dejado atrás mediante “adaptaciones”. Sin embargo, tal y como yo modifico la escena en la última ilustración, no podemos hablar de un modo de vida inferior sino de otro modo de vida: frente evolucionismo, alteridad. En esto coincido con los actuales antropólogos que rechazan tajantemente el apelativo de “primitivos” para nuestros cazadores-recolectores actuales. ¿O acaso quedan racistas que piensen que al bosquimano le falta todavía un “hervor” evolutivo?

jueves, 8 de octubre de 2009

Amnistiad El Carambolo

Desde el pasado 1 de octubre y hasta el 10 de enero del 2010, El Museo Arqueológico de Sevilla expone el Tesoro del Carambolo junto a otras piezas protohistóricas provenientes de distintos museos e instituciones nacionales. Lo más llamativo es que dicho tesoro no proviene del Museo Arqueológico Nacional o de otro museo de fuera, sino de la caja de seguridad de un banco. Esta absurda circunstancia se quiso justificar por el miedo que cundió en 1977 debido al robo de la Cámara Santa de Oviedo, por más que aquellas joyas fueran recuperadas días después. Como resultado, en 1978 se saca el tesoro del Museo Arqueológico y se traslada a un banco. Aquello se saltaba por cierto la legalidad de entonces, pues si el Carambolo no acabó en el Museo Arqueológico Nacional fue porque el Ayuntamiento de Sevilla acordó con Madrid la titularidad de dicho tesoro, aunque el Estado puso entre otras condiciones que jamás debería salir del museo sevillano. Más adelante, se me ocurren dos momentos en los que hubiera quedado muy bien la “liberación” del Carambolo: 1982, llegada de un sevillano a la presidencia del gobierno, y 1992, Expo de Sevilla. Pero no se hizo. De hecho el Tesoro del Carambolo sólo ha visto la luz en cuatro ocasiones desde 1978, y siempre ha vuelto a las catacumbas. Con esta última exposición pretenden hacernos creer que ahora sí viene la buena, que esta vez el Carambolo se queda en el Arqueológico de Sevilla, a la sazón recientemente rehabilitado. Pero yo me pregunto: ¿quién puede tomarlo en serio si ya se ha puesto fecha final para dicha exposición?

Cuestión aparte es el modo en que los periódicos han enfocado la noticia. En concreto vamos a tratar la cobertura que hace El País (3/10/2009), la cual nos va a servir para denunciar la actitud de ciertos arqueólogos e historiadores de la propia Andalucía. “El Tesoro del Carambolo recupera los rituales fenicios” y “El tesoro de Baal y Astarté” son respectivamente los títulos de la entradilla y del artículo. Creo que son por sí mismos evidentes, pero otra pista puede ser que el término “fenicio” se menciona hasta 8 veces en un texto que no ocupa más de un folio. Su enfoque no coincide con el de ningún otro periódico, y por tanto no debe provenir de la nota de prensa facilitada por el comisariado de la exposición. Desde mi humilde opinión es bastante probable que los de El País hayan querido trascender la frialdad del teletipo, añadir un toque chic a su noticia, y han pensado que lo mejor era consultar a su hombre de confianza en estos asuntos. Pero parece que su arqueólogo de cabecera ha tomado claro partido en un debate historiográfico y su consejo afecta negativamente la noticia, y de paso la credibilidad del periódico. ¿Tartessos o Fenicios? El País nos dice que fenicios, y se siente con ello moderno y rompedor, pero lo que hace es denigrar su cometido social. Porque cuando no existe consenso entre la comunidad científica los diarios no deben dárselas de entendidos apoyando a una u otra facción, sino citar a ambas o esconder a las dos y limitarse a lo básico.

Muchos me habrán encasillado ya entre los “indigenistas” dentro del debate tartésico pero puedo asegurar que, si acaso, andaría en el bando contrario. Soy el más acalorado defensor de nuestra identidad cananea, de hecho creo firmemente que aún queda mucho de ella por mis tierras, pero no se qué tiene eso que ver con dinamitar la identidad tartésica. De nuevo aparece robotín cartesiano: “si tartesio… no fenicio… bip… si fenicio… no tartesio”. Señores catedráticos, deben salir de sus rancias diatribas y echar un ojo a los manuales más básicos (actualizados, eso sí) de Antropología. Yo no dejo de ser español por creer en un mesías cananeo (¿qué otra cosa fue Jesús?) ni me vuelvo judío por ponerme unos Levi´s, ni musulmán por comerme un kebab. La identidad es un concepto casi espiritual, subjetivo hasta el límite, que se ríe de toda la arqueología descriptiva y sus “fósiles guía”. El Tesoro del Carambolo ha dejado de ser el paradigma de una realidad tartésica. Se ha descubierto que el lugar donde fue hallado era un santuario dedicado a Astarté y Baal, los dioses mayores de los fenicios, dice El País. Esta aparente relación causa-efecto es un timo: ¿decimos acaso que Cartago no existió usando los mismos argumentos?, más aún, ¿alguien se atreve a rebajar Roma a mera colonia griega por provenir Júpiter de Zeus? El mismo Baal fenicio usa la corona del Alto Egipto y en sus representaciones como “smiting god” copia modelos hititas y mesopotámicos, ¿deja de ser por ello cananeo de pura cepa? Sin duda queda mucho por hablar de este tema, pero habrá que posponerlo para una entrada monográfica.

Por ahora lo que importa es constatar que llegados a Afroiberia, aún colonial y culturalmente subdesarrollada, todos estos argumentos que por el mundo suenan disparatados cobran la importancia de un dogma. Tartessos escuece porque puede provocar la ira del centralismo castellano, porque apunta a un innecesario alarde de identidad si acaba significando, como debería, “Afroiberia protohistórica”. Han encontrado multitud de yacimientos cananeos en nuestra región, enhorabuena para todos, es un aporte cultural que recibimos con orgullo y que debemos tener muy presente para comprender nuestra identidad actual. Los fenicios afectaron en grado sumo a las sociedades locales, tanto como los españoles o ingleses a los indígenas americanos de sus colonias. Pero del mismo modo que los mexicanos no se sentían españoles ni los norteamericanos ingleses a poco de comenzar la colonización, el cananeo establecido en nuestras tierras se “atartesió” tanto como los tartesios se “cananeizaron”. Antropología de la Identidad en mano, es imposible decidir si por genuinamente tartésico debemos comprender lo acontecido antes o después de la llegada cananea, y de hecho contempla esta frontera como artificial e innecesaria.

lunes, 5 de octubre de 2009

Ardipithecus: una noticia vacía

Los aficionados al Pasado Remoto estamos acostumbrados a leer muchos disparates cuando la prensa generalista se hace eco de una noticia sobre paleontología. Si mezclamos la retorcida nomenclatura especializada con la manía periodística de exacerbar lo que de morboso e impactante tenga cualquier evento, estas tergiversaciones son de hecho inevitables. El asunto que ahora nos ocupa tiene sin embargo mucho más alcance y complejidad, algo así como una mentira que encierra una verdad, la cual a su vez esconde otra mentira: ¿es realmente noticia lo que se ha publicado sobre el Ardipithecus hace unos pocos días? No, sí, y de nuevo no. Dedicaremos esta entrada a desenredar tamaño galimatías.

Por qué no es una noticia

Ardipithecus ramidus fue presentado por primera vez en 1994 a partir de investigaciones que arrancan de 1992, y por tanto no puede ser considerado un “reciente descubrimiento”. Sin embargo la cobertura mediática del pasado 1 de octubre parecía describirlo como tal, y la razón es que los descubridores han mantenido un férreo silencio sobre su hallazgo hasta hoy. Los más seguidistas han llegado a interpretar esta estrategia como virtud, un ejemplo de trabajo discreto y hecho a conciencia (y tanto, 15 años nada menos), pero parecen olvidar un dato capital: no somos dueños de lo que descubrimos. Por supuesto que algo se publicó sobre Ardipithecus en la época de los hallazgos, pero fue una mera nota descriptiva, algo que en lenguaje popular podríamos traducir por “te cuento lo que veo, pero no te lo enseño”. Me parece estupendo que un autor quiera prorrogar durante décadas sus conclusiones sobre un homínido, pero su obligación es publicar los datos, fotos y demás material cuanto antes para que otros investigadores hagan sus propias cábalas. No confundamos de nuevo el dato con la interpretación del dato. Conocíamos pues al tal ardipiteco, e incluso contábamos con datos sumamente relevantes como su fecha (4.4 millones de años), su andar bípedo, o su esmalte dental fino. Pero había que tomarlo como auto de fe, algo que filtraban los monopolizadores del yacimiento al tiempo que se negaban a publicar nada en firme. Como esta actitud lleva implícita el veneno del narcisismo, de la soberbia académica, y sobre todo del sentir que lo que descubren les pertenece, cuando por fin han decidido publicar sus teorías sobre Ardipithecus han acabado envueltos en un disparate mediático. Deben vender como noticia lo que no es, como novedad lo que cuenta con más de una década, acudiendo a enrevesados argumentos que han provocado la confusión general de los medios de comunicación, ya de por sí ignorantes y manipuladores acerca de estos temas. El único titular que no hubiera confundido al público debería haber sido algo así: “Por fin sueltan lo que sabían sobre Ardipithecus: tras 15 años de desidia y secretismo, la comunidad científica cuenta con datos firmes sobre el homínido”.

Por qué es noticia

El pobre Ardipithecus nada tiene que ver con las miserias de sus descubridores y publicadores, y es innegable que se trata de un homínido de un tremendo interés, crucial para la comprensión de eso que denominamos Hominización. Por eso hay que reconocer que aunque ha llegado tan tarde, la publicación de datos en torno a él era imprescindible. Más aún cuando se ha concebido como un proyecto colosal bajo la forma de número extraordinario y monográfico de la prestigiosa revista Science: 11 artículos extensos y otros más sumarios, obra de 47 autores de ámbito y prestigio internacional. Desde luego no es normal en este mundillo que, literalmente de un día para otro, pasemos de no saber apenas nada sobre un homínido a saberlo absolutamente todo. La solvencia de la revista, de los autores y de un enfoque tan exhaustivo viene además avalada por contar con hasta 110 individuos de Ardipithecus (94 de ellos ya disponibles desde 1994) sobre los que trabajar. Aunque en paleontología un “individuo” puede ser medio diente, se trata de una comunidad fósil mucho mayor que la que pueda representar a muchos otros homínidos. Por todo ello, la siguiente descripción de los ardipitecos va más allá de la simple conjetura.

Los restos se localizaron en Aramis (Etiopía), en el curso medio del río Awash, con una datación unánimemente aceptada de 4.4 millones de años de antigüedad. Su morfología delataba lo que los especialistas denominan “evolución en mosaico”, es decir, una anárquica macedonia de rasgos, algunos muy arcaicos, otros muy modernos, unos muy propios de un tipo de homínido, otros calcados de su antagónico primo, etc. Ni que decir tiene que tales mosaicos producen pánico y urticaria entre los académicos, cuyo paradigma ideal es la “pauta morfológica total” o paquete de rasgos que definen intransferiblemente un género o especie (v. entradas del 12 y 18 de abril de 2209). Tanto era el embrollo que provocaría en el artificialmente ordenado panorama evolutivo que muchos optaron por negarle un lugar entre nuestros ancestros y convertirlo en monstruo de feria, una curiosa carambola de la madre Evolución. Veamos algunos de estos rasgos con más detalle.

En el aspecto locomotor, Ardipithecus ramidus sorprende por su evidente bipedismo. El foramen magnum (donde el cráneo se inserta con la columna) aparece prácticamente tan abajo como en el hombre, estando el de chimpancés y gorilas mucho más desplazado hacia la nuca. Su pelvis soportaría sin problemas un cuerpo superior andando erguido, como delatan algunas inserciones musculares compartidas con los humanos y no con el chimpancé. El pie presenta los cuatro dedos pequeños adaptados para andar por el suelo, y también ese hueso que han perdido los chimpancés y bonobos para hacer el pie más flexible a las ramas de los árboles (pero a la vez menos hábil para andar). Sin embargo, aún conservaba un dedo gordo tan opuesto como el pulgar de nuestras manos, aún más opuesto que en el pie del australopiteco, por lo que tampoco debemos imaginarlo como un experto caminante, aún menos corredor. Tampoco debemos visualizarlo apoyando los nudillos para desplazarse por el suelo, como hacen gorilas y chimpancés, pues sus brazos y manos no le permitían sentirse cómodo en dicha posición. En cuanto al desplazamiento por los árboles, no podría columpiarse (braquiación) con la soltura de los chimpancés y gorilas, ni tenía la disposición de hombros y brazos que permiten al chimpancé y bonobo trepar por un tronco a gran velocidad. Sorprendentemente, en las alturas Ardipithecus ramidus se comportaba como un cuadrúpedo (o “cuadrúmano”) a la manera en que los simios lo han sido desde Procónsul y más atrás, usando pies y manos acompasadamente.

Otro aspecto importante es la dentadura: molares de chimpancé, incisivos de gorila o Sahelanthropus y caninos de simio miocénico dan una idea de la originalidad de Ardipithecus. Cuestión aparte es la de su esmalte fino, algo propio de gorilas y chimpancés pero no de humanos, orangutanes ni antropomorfos arcaicos, que ha dado lugar a un debate demasiado viciado y estéril como para abordarlo en profundidad. Sólo me sumaré a la opinión de tantos investigadores que sugieren que el grosor del esmalte depende de la dieta y que en este caso indica que era un omnívoro muy variado (frutos, hojas, carne, etc.). Mucho más interesante me parece la inexistencia de dimorfismos sexuales en los caninos y otros dientes. Los machos de chimpancés o gorilas presentan caninos mucho más desarrollados, puntiagudos y afilados que los femeninos, y la observación etológica demuestra que son usados en las competiciones por las hembras, eso que podemos denominar la elección de un macho alfa. Sin embargo los machos ardipitecos tenían los dientes tan romos como los de las hembras, demostrando indirectamente que no los usaban para competir entre sí, y por tanto que la violencia jugaría un papel mucho menor entre ellos que entre los antropomorfos actuales. A la vez, la inexistencia de machos alfa y harenes apunta a una probable distribución por parejas. Todo ello los convierte en algo así como unos homínidos apacibles y casi sociales muchísimo antes de lo que se esperaba. De todas formas, hay que ser muy cautos pues de formas dentales no podemos inferir sin dudas su modelo social. Finalmente habría que decir de Ardipithecus que era ligeramente menor al chimpancé en tamaño y capacidad craneal, pero guardando una misma proporción entre estos dos elementos.

Por qué, de nuevo, deja de ser noticia

Lo publicado es informativo sólo cuando dice la verdad pues si miente, y aún más si lo hace alevosamente, desinforma. Una noticia falsa es por ello una anti-noticia, y sobran motivos para acusar a la nota de prensa emitida por Science (y al trabajo que pretende publicitar) de oscuras mañas para ocultar la verdad. La soberbia y el divismo antes mencionados no sólo los ha llevado a tardar 15 años para publicar sus datos, sino también a ocultar el estado real de las investigaciones que les rodean, con el propósito de aparecer ante el público como exclusivos descubridores de la pólvora.

En lo que estrictamente se refiere a Ardipithecus ramidus, se pretenden erigir como sus vindicadores frente a un supuesto eje del mal dispuesto a tratarlo, como vimos, de ajeno a los homínidos y quizás ancestro común de gorilas y chimpancés. Pero ha sido precisamente su secretismo y tardanza lo que más ha alimentado esta postura negacionista, por lo demás nada común entre los investigadores, quienes mayoritariamente han preferido aguardar más de una década a que el equipo de Aramis se decidiera a publicar lo que sabía de ardipitecos. Además, el sector negacionista, encabezado por B. Senut y M. Pickford, tiene demasiados intereses en Orrorin (el ancestro rival por fechas y bipedismo) como para parecer objetivo. Aunque sin duda lo más mezquino de este comunicado de prensa es la total ausencia de menciones al etíope Yohannes Haile-Selassie, quien en 2001 publicó el hallazgo de una subespecie de ardipiteco, Ardipithecus ramidus kadabba, en la misma zona del Middle Awash. Estamos acostumbrados a que los investigadores desprecien los trabajos de colegas que cuestionan sus teorías, y ya es inmoral, pero mucho más lo es que ninguneen investigaciones que corroboran con creces sus propios trabajos. Selassie no sólo verifica la antigüedad de Ardipithecus sino que la eleva a hace 5.5 millones de años con solventes técnicas; corrobora asimismo que por sus rasgos, el bipedismo entre ellos, los ardipitecos son legítimos miembros de nuestra familia; y además Selassie se somete dócilmente al taxón creado por los de Aramis, dejando a su espécimen a la altura de subespecie cuando la tentación y lo frecuente hubiera sido inventar un nombrecito nuevo que pasear por las ruedas de prensa. Absolutamente todo en su investigación hubiera servido como refuerzo a las teorías que ahora nos publica Science a bombo y platillo, pero el nombre de Selassie no aparece siquiera citado entre los colaboradores del monográfico. La única razón es no perder protagonismo, parecer los únicos novedosos y revolucionarios, no compartir gloria ni micrófono.

Existen además otros descubrimientos importantes que Science prefieren obviar. Por ejemplo, ni se menciona al Sahelanthropus tchadiensis, descubierto en 2001 y con una antigüedad en torno a los 7 millones de años. De este homínido, el más antiguo hasta la fecha, se ha dicho a menudo que pudiera ser un ancestro del ardipithecus e incluso una versión arcaica de él, y que por tanto nos permitiría (usando al Ardipithecus r. kadabba como nexo) remontar la línea de los ardipitecos hasta mucho más atrás de lo imaginado. Otro caso llamativo es el énfasis que pone Science en recalcar que Ardipithecus demuestra por sus rasgos que el ancestro común a humanos y chimpancés no era más semejante a estos que a nosotros. Lo venden como un revelador y provocativo descubrimiento, tanto que ha dado pie a titulares amarillistas del tipo: “El hombre no viene del mono sino al contrario”. De nuevo olvidan que ya en 1994 (precisamente cuando descubren al Ardipithecus) M. Verhaegen propuso que chimpancés, bonobos y humanos pudieran proceder juntos de los australopitecos. Sabíamos desde hace décadas que la morfología del gorila o del chimpancé no era totalmente arcaizante y la del humano totalmente moderna, y el parecido de nuestro esmalte dental y el del orangután era un ejemplo citado universalmente. Todos sabíamos que las crestas sagitales de los “espalda plateada”, el nudilleo, los genitales femeninos de la bonobo y tantas cosas más no podían ser sino evoluciones internas de cada especie, así que el ancestro común no podía parecerse más a un gorila que a un chimpancé, o a un chimpancé más que a un humano (en su versión australopiteca). Si alguno quedaba que se resistiese a aceptarlo era por puro prejuicio antropocentrista.

Pero si hay una teoría que no han debido pasar por alto es la que la revista Nature publicó a N. Patterson et al. en 2006: la genética revela que los linajes humano y pánido (bonobo y chimpancé) no se separaron súbitamente sino en un largo proceso de unos cuatro millones de años (que yo establezco entre hace 7 y 3 millones de años aproximadamente.). Desde este ángulo, andar a la zaga de cuál es nuestro “verdadero ancestro” entre los fósiles del Plioceno suena ridículo. Y más entre los ardipitecos, que desde sus probables orígenes en el Sahelanthropus hasta su supuesta pervivencia más allá de los 4.4 millones de años abarcan de lleno este proceso de mestizaje y despedidas entre ambos géneros o especies. Por el contrario, los de Science malgastan el enorme potencial de su descubrimiento ofreciéndonos más de lo mismo, es decir, el enésimo intento de dibujar un ordenado árbol de la Hominización. Duele ver que se sirvan precisamente de Ardipithecus, pues junto a Orrorin y Sahelanthropus estaba logrando (con la sola ayuda de los huesos) poner en jaque la intolerancia de esas taxonomías sin fundamento científico real. Ardipithecus vivió en una época en la que coexistían diversos prototipos o proyectos de homínido, bajo distintos niveles de compatibilidad genética (más o menos mestizables entre sí). De ellos sabemos que unos desembocaron en los actuales chimpancés y bonobos y otros en el ser humano, pero la prudencia nos induce a pensar que también existieron tipos que o bien se extinguieron o bien fueron absorbidos por nuestros ancestros, sea de chimpancé, sea de hombre. Así, carece de sentido forzar al pobre Ardipithecus a ser más chimpancé que humano o viceversa.

Queda finalmente una observación menos urgente que las anteriores pero igualmente oportuna. Los climatólogos establecen que entre hace 5 y 3 millones de años la temperatura subió 5 grados respecto a la media actual y la humedad también se elevó en lugares como África, Mediterráneo, India, China, etc. Había manglares en Sahara occidental y bosques de niebla en Andalucía, así que Ardipithecus vivió rodeado de espesa selva, siendo sin embargo incontestablemente bípedo. Esto contradice la clásica teoría de que el bipedismo surge como consecuencia de la aparición de sabanas abiertas, nos obliga a preguntarnos cómo calificar de “adaptación evolutiva” el bipedismo en mitad de la jungla, y a aventurar qué sociedad podría resultar de ocurrir que dicho bipedismo fuera en sus orígenes precisamente lo contrario, esto es, una tara. Este asunto está tratado en las entradas de la serie Afroiberia Social.

Epílogo

Hay una frase en la nota de prensa de Science que no puedo pasar por alto (el subrayado es mío):

“Science está encantada de publicar esta riqueza de nueva información, la cual nos da importantes nuevos conocimientos sobre las raíces de la evolución homínida y sobre lo que nos hace a los humanos únicos entre los primates

Por el contrario yo digo que quizás es de eso de lo que nos estamos hartando tanto los aficionados como la sociedad en general. Hartos de sentirnos radicalmente distintos al resto de nuestros primos biológicos, cansados de esa obsesión por dar con la rama “exclusiva” de nuestros “verdaderos ancestros”, y desesperadamente necesitados de un nuevo enfoque sobre nuestros orígenes como especie. Ardipithecus, a pesar de sus actuales apoderados, puede traernos gran parte de la solución.


Quiero agradecer al blog Magonia el acceso a la nota de prensa de Science. Su enlace es

http://blogs.elcorreodigital.com/magonia/2009/10/2/ardi-es-ancestro-humano-mas-antiguo-conocido-el

domingo, 4 de octubre de 2009

Afroiberia cumple un año

Gracias. Es lo primero que se me ocurre cuando veo que he logrado durar tanto tiempo entretenido con el blog, cuando releo mi entrada-presentación (4/10/2008) y veo cumplidas la mayoría de las aspiraciones que entonces me propuse. Los agradecimientos están igualmente destinados al círculo íntimo que tanto me ha apoyado para seguir esta quimera (especialmente Cristina y Javier), a los lectores por supuesto (que incluso ya empiezan a dejar sus alentadoras notas, como en el homenaje a Gibert), y finalmente al blog en si mismo. Este último me ha enseñado la gran diferencia que existe entre hilar cuatro ideas ingeniosas frente un café, o decidirse a ponerlas por escrito y ante una audiencia potencialmente planetaria. El blog te pone ante el abismo de tus posibilidades como divulgador, te obliga a refinar el poco estilo periodístico que tengas, llevándote a unas cotas de exigencia y de disciplina que revierten positivamente en las siguientes entradas, y así sucesivamente.

Tengo que reconocer que lo mío no está resultando un blog en toda regla, pues por lo general este formato exige entradas mucho más cortas, de estrecha periodicidad, y bastante más informales. Durante este primer año Afroiberia ha parecido más bien una webpage temática travestida de blog y no niego que algo de eso hay, a causa principalmente de mis limitaciones técnicas. Pero no todo es oportunismo. Me gusta el formato por entregas porque hace la página más viva, porque asegura al usuario que, más tarde o más temprano, aparecerá una nueva entrada que complete el cuadro principal. Como reverso, recuerdo muchas páginas estupendas, impresionantes de hecho… salvo por la pega de no haber sido actualizadas en cinco años. También prefiero el blog porque ejerce, junto a los foros, el papel de la “opinión” para el periodismo tradicional, siendo las páginas web temáticas más proclives a informar, aunque de todo haya. En cuanto al tamaño de los artículos, no tengo una especial intención por acortarlos, como tampoco me planteo la obligación de respetar unos plazos fijos de entrega. Francamente no valoro el esfuerzo de aquellos blogueros que se proponen, fieles a la etimología de “diario”, no faltar ninguna jornada a su cita con los lectores. Al final acaban con insufribles entradas del tipo: “Hoy estoy de bajón y no se me ocurre nada que contaros, mañana será otro día”. Sí, puede que al autor le parezca un signo de fidelidad con sus lectores, pero dudo que estos disfruten perdiendo el tiempo con una quincena seguida de entradas rellenadas por compromiso.

A pesar de ello, este segundo año va a marcar ciertas diferencias. Desde antes de publicar Afroiberia sabía muy bien que si quería ser medianamente comprendido por el público general necesitaría de unos artículos introductorios y de mucho contenido ideológico, una suerte de diccionario bilingüe “Afroibérico – Español”. Proponiendo ideas tan contrarias al paradigma oficial vigente esto es totalmente imprescindible o te arriesgas a pasar por loco o pagado de ti mismo. Si hubiera abierto fuego proponiendo por ejemplo que los tartessos eran hombres “de color”, herederos de una tradición sociocultural que hundía sus raíces en el Pleistoceno, navegantes por ríos que hoy no son ni su sombra, que vivían rodeados por encinas de 30m de altura, por uros y encebros, nadie me hubiera seguido leyendo ni un párrafo más. Por eso he dedicado este primer año de Afroiberia a sentar unas bases teóricas irrenunciables, y que a la vez puedan ser seguidas por cualquiera aunque no tenga formación (más bien deformación) académica. Abandonada esta etapa introductoria, el contenido y el estilo de mis artículos va a ser mucho más variado. Abundarán las notas breves, sobre todo comentarios a noticias de actualidad y presentación/crítica de otras publicaciones impresas o digitales, pero no por ello van a desaparecer los artículos largos, ni tampoco las series temáticas que comprendan varias entradas. Asimismo, me permitiré algunos artículos muy irreverentes, ya sea por lo cachondo o por lo sarcástico, pero por supuesto no desaparecerán los artículos más formales. Más importante, al fin podré escribirles de un tema sin necesitar “remontarme a los reyes godos” ni ponerme excesivamente argumentativo, confiado en los conocimientos básicos que, gracias a este primer año de artículos, comparto ya con mis lectores habituales. En definitiva no pretendo cambiar el tono que ha tenido el blog hasta ahora, sino añadirle otros muchos formatos y enfoques igualmente legítimos.

“El año que viene en Jerusalem” es una frase que se dicen entre sí los hebreos la noche de Pascua, significando el deseo de que el Mesías llegue pronto y acabe con el exilio. Del mismo modo, deseo fuertemente que para dentro de un año este blog sea totalmente inútil porque el stablishment académico haya reconocido en bloque el protagonismo de África en la Historia de la Península Ibérica. Mientras esto llega, espero que algún lector disfrute mis artículos al menos la décima parte de lo que yo hago escribiéndolos.

viernes, 2 de octubre de 2009

Afroiberia social 4. Producción

Hemos tratado ya cómo a partir de la Ilustración se entra en una compulsión racionalista por catalogar y compartimentarlo todo, dando aún hoy la impresión de que importan mucho más las fases y períodos historiográficos que el pasado real que pretenden describir. Ese fue el caso de Sir John Lubbock, quien tomando el sistema clásico y ternario de las “edades del hombre” dividió nuestra Prehistoria entre Paleolítico, Mesolítico y Neolítico. Poco parece importar a los académicos que este aristócrata, banquero, erudito y evolucionista histórico (era amigo personal de Darwin) estableciese su clasificación nada menos que en 1865, mucho antes de contar con una colección decente de restos y datos sobre ese pasado que pretendía clasificar. Como no podía ser de otra manera, la posterior aparición de yacimientos se ha dedicado a demostrar tajantemente que la clasificación de Lubbock es tan prejuiciosa como inoperante y, sin embargo, siempre veremos a los actuales académicos tratando de maquillarla o apuntalarla. En última instancia reconocerán que es incorrecta y desafortunada pero nos rogarán que mantengamos la terminología con el fin de “no hacernos un lío mayor”. Originalmente “neolítico” simplemente evocaba la piedra pulimentada (la “piedra nueva”) algo que la propia generación de Lubbock acabó considerando simplista. La comunidad de investigadores pudo entonces jubilar toda esa nomenclatura, pero en lugar de ello se dedicaron a readaptarla. Dado que el uso de la piedra “vieja” o tallada nos acompañó más allá de las edades de los metales, nuestros sabios se apresuraron a determinar la cerámica como rasgo supremo del Neolítico. Al surgir los neolíticos acerámicos, hubieron de poner el acento en que lo verdaderamente neolítico fuera el sedentarismo. De nuevo la realidad los contradijo, apareciendo restos arqueológicos que atestiguaban vida sedentaria al menos desde el Epipaleolítico. El desfile de “fósiles directores” neolíticos se sucedió cosechando una y otra vez fracasos, hasta que por fin creyeron dar con la solución: Neolítico significaría “producción de alimentos”, frente a Paleolítico o “depredación de alimentos”. Pero incluso esta flamante versión del viejo “neolítico” es falaz y malintencionada: ¿producción de alimentos? de acuerdo pero, ¿desde cuándo, dónde y a qué escala?

Antes de responder a estas preguntas, hay que abordar las connotaciones que realmente tenía y tiene ese “neolítico” para los evolucionistas-racionalistas. Para ello, creo que es muy ilustrativo un texto puente entre ellos y nosotros, sacado de La Humanidad Prehistórica de Maluquer de Motes, de 1958 (el subrayado es mío):

Capítulo VII

EL NACIMIENTO DE LA HUMANIDAD MODERNA

LOS TIEMPOS NUEVOS. LA SUBSTITUCIÓN DE LA ECONOMÍA DESTRUCTIVA POR LA ECONOMÍA DE PRODUCCIÓN. –

La verdadera gran revolución en el desarrollo histórico de la Humanidad tuvo lugar cuando a la economía destructiva, característica común de todas las formas de vida cazadora del Cuaternario, sucedió una economía de producción que por primera vez independizó al hombre de la preocupación constante y total de su inmediato futuro. Esta economía de producción descansa sobre la utilización inteligente de los recursos naturales, conseguida mediante dos descubrimientos sensacionales, el de la agricultura y el de la domesticación de los animales. Ambos descubrimientos no se realizaron independientemente, sino de forma sincrónica. Así se explica el rápido desarrollo de la nueva economía y la aparición inmediata de los primeros focos de las civilizaciones orientales.

Como se hace evidente, “neolítico” implica aquí la entrada en la humanidad plena y moderna, donde el ser humano se libera de su animalidad cavernícola y se dedica por fin a emplear la inteligencia para sobrevivir, mediante los inventos y descubrimientos, de tal modo que provoca en la Historia un vuelco, una revolución según Childe, que inmediatamente provoca el nacimiento de civilizaciones. Es como digo una perspectiva evolucionista histórica, donde el hombre de cada etapa es forzosamente superior al de la anterior, donde todo cambio ha de ser adaptativo y por tanto llevarnos a una mayor libertad y prosperidad. Esa es la razón última de que los académicos sigan defendiendo la validez del maltrecho concepto “neolítico”, pues aún representa en el imaginario occidental el tránsito del salvaje al ciudadano. Por eso, además, necesitan mostrarlo como un fenómeno inmediato y revolucionario, una suerte de metamorfosis que nos cambie de gusano paleolítico a mariposa neolítica.

El primer escollo de esta argumentación es puramente temporal, y además desborda al “neolítico” tanto en sus inicios como en su final. La Arqueología hace cada día más difícil poner una fecha de inicio al “neolítico”, pues como vimos aparecen numerosas evidencias de pueblos epipaleolíticos, pero también paleolíticos, que o bien hicieron sus pinitos con la cerámica, o domesticaron renos y perros, o mostraron más que evidentes sociedades sedentarias, o practicaron técnicas de recolección tan próximas a la agricultura que apenas las distinguiríamos. En cuanto a una hipotética fecha final, de “neolítico plenamente desarrollado”, recordemos que hoy día no sólo sobreviven aún pueblos cazadores-recolectores sino que la práctica totalidad del planeta seguimos alimentándonos de la pesca y no de la acuicultura. Aún hoy somos depredadores del mar y por tanto deberíamos afirmar que el mentado neolítico de los académicos aún no ha conseguido imponerse en un 100%. El Neolítico, entendido como producción de alimentos, no puede ser tenido por un ciclo bien definido en sus comienzos y final, y menos aún como un proceso tan repentino que pueda ser calificado de “inmediato” o “revolucionario”.

Me gustaría que meditáramos en torno al ejemplo de la pesca a partir a dos ejes: el primero trata sobre la paradoja de mantenernos en nuestros hábitos marino-depredadores y el segundo sobre la idea de cantidad, de grado, de porcentaje que cada pueblo presenta en cuanto a hábitos depredadores o productores. El ejemplo pesquero viene a corroborar mi sospecha de que nuestro paso de la depredación a la producción se produjo más o menos a la fuerza, que por naturaleza o por destino el humano se ha resistido a cambiar sus modelos de consumo. Esto invierte totalmente lo defendido por el esquema evolucionista que ejemplificamos en Maluquer de Motes, donde cada cambio histórico supone una mejora como producto de la iniciativa humana, es decir, del talento y la valentía. De hecho este esquema, tan aparentemente halagador para el humano, lo somete a la larga a ser esclavo del “invento” como fenómeno puntual en lo geográfico y temporal. Debe haber una fecha y un sitio para “la invención del arado”, “la domesticación del trigo” o “el descubrimiento del queso”, lo cual sitúa al resto del planeta en pasividad expectante hasta que el invento les llegue en un mal disimulado difusionismo. Por el contrario, si aplicamos lo de la pesca al resto de nuestras actividades predadoras, si añadimos la popularidad que aún tiene la caza, debemos cuestionar mucho eso del “invento”. La razón es que si los pueblos se resisten a cambiar su forma de consumir es muy probable que conociendo otras formas de abastecerse las ignoren o desprecien. Llegarán incluso a aumentar sus conocimientos sobre dichas alternativas con la experiencia y la tradición acumulada, pero no verán durante milenios la necesidad de ponerlas en práctica. Del mismo modo que conocemos desde hace siglos técnicas para criar peces pero intentamos posponerlas, los paleolíticos conocerían con toda probabilidad los rudimentos de lo agropecuario. Es absurdo imaginar lo contrario de seres que vivían en pleno contacto con la naturaleza, que hoy serían contratados como rastreadores por cualquier equipo de caza o cualquier unidad de investigación. Seguían dedicándose exclusivamente a la caza y la recolección, pero con la experiencia acabarían sabiendo no sólo lo de las semillas, sino el papel de fertilizantes, luz y agua respecto a cada especie vegetal de su entorno. El humano paleolítico era ya un experto agricultor sin haberlo puesto en práctica jamás. Lo mismo hay que decir de la transición caza-ganadería, a no ser que haya quien pretenda negar a un cazador el perfecto conocimiento de las costumbres, dieta, salud, apareamiento, etc. de las especies que captura. Finalmente hemos de extender esta lógica a conocimientos que sin duda se adquirían por la mera curiosidad y el juego, y que son además inherentes a nuestra especie. Me refiero por ejemplo a saber que la arcilla es flexible mojada y rígida e impermeable cuando se le aplica calor, pues es algo que pudo ya comprobar un erectus con trozos de barro ocasionalmente desprendidos de la leña. El humano no llega a la producción de alimentos y sus consecuencias porque tiene la suerte de descubrirlo, pues la habría aplicado decenas de miles de años antes de cuando lo hizo y, como en la pesca, la única razón plausible para dar ese paso es que nos viéramos abocados a ello. Conservemos esta última idea para retomarla unas líneas más abajo.

El otro motivo de reflexión que nos ofrece la pesca es que si hoy podemos considerarnos post-neolíticos a la vez que continuamos esquilmando los océanos, forzosamente debemos aceptar que estamos ante una cuestión de cantidad, porcentual, más que de cualidad o esencia. Los académicos, herederos de Lubbock y compañía, se equivocan al defender un cambio en la naturaleza de los humanos, algo así de cartesiano: “si eres paleolítico no puedes ser neolítico”, y viceversa. Necesitan además que esos dos períodos/estados de la Humanidad sean forzosamente representados por toda una panoplia de “fósiles guía” pero, como no se produjo tal cambio en las cualidades, tampoco pueden rastrear arqueológicamente tales transformaciones en lote. Es un prejuicio pensar que no hay sedentarismo hasta que no haya producción de alimentos o, a la inversa, que el sedentarismo conlleve ineludiblemente el paso a lo agropecuario. Basta pensar en pueblos del litoral que vivan de la pesca y el marisqueo, sin necesidad alguna de trasladarse porque el océano les proporciona infinitas fuentes de consumo. Lo mismo debe aplicarse a cada uno de los rasgos que hoy nos parecen “neolíticos”, hasta desmontar ese falso conjunto de elementos. La clave consiste en ver que muchos de estos rasgos están relacionados en realidad con un nivel de vida que los académicos presuponen sólo a partir del neolítico. Pero para contar con una fuente regular de alimento (motivo de la sedentarización) o para contar con estas fuentes de forma masiva (motivo de un boom demográfico) no necesariamente ha de darse la producción de alimentos. De ahí que puedan existir comportamientos “neolíticos” en culturas del Paleolítico Superior, así como pervivencias de estas sociedades muy entrados en la Historia. La culpa no es de las sociedades estudiadas, que simplemente procuraron y procuran sobrevivir de la mejor manera en cada ocasión: con o sin cerámica, con o sin cereales, con o sin ganado, con o sin asentamientos estables. No es culpa suya que a poco que rasgamos la superficie teórica aparezcan culturas de lo más inclasificable, abarcando desde el Pasado Remoto hasta hoy: ganaderos nómadas que rapiñan a los granjeros para equilibrar su economía (mongoles, dinka), grupos agricultores que se ven forzados a un semi-nomadeo porque basan su cultivo en el incendio de suelos para fertilizarlos (Amazonas), pescadores sedentarios cerámicos (neolítico sudanés), cazadores paleolíticos constructores y probablemente sedentarios (chozas de mamut en Mezhirich y Molodova), etc. La única culpa la tenemos los occidentales ilustrados en nuestro empeño por racionalizar y por tanto estereotipar cada faceta de la realidad: ¿soy aún paleolítico en mi consumo de pescado?, ¿deja de ser neolítico un pueblo por ser nómada o por no conocer la cerámica?, ¿qué encaje tiene en un debate paleolítico-neolítico un khoisan actual que combina su caza-recolección con el entretenimiento a turistas?

NOTA DEL AUTOR (Nov/2010): A PARTIR DE AQUÍ LA ENTRADA HA SIDO MODIFICADA RESPECTO A SU REDACCIÓN ORIGINAL.

Aunque mis planteamientos básicos no se han visto alterados, nuevas conclusiones me han obligado a alterar este texto de manera notable. A continuación me limitaré a acabar la entrada con un epílogo breve, dejando para otras entradas de esta serie la síntesis actualizada de las fases demográficas durante el Holoceno.

Eppur si mouve

Una actitud especialmente molesta entre los historiadores es la de negar el pan y la sal a las teorías que combaten, de lo cual me redimo ahora defendiendo lo que creo aprovechable de todo ese constructo conocido como “neolítico”. Jamás me he opuesto a que determinados períodos de nuestro pasado hayan supuesto a nivel local o regional un descenso ostensible del porcentaje de alimentos depredados frente a los producidos, ni tampoco que ese cambio de hábitos pueda guardar relación, aunque nunca forzosamente, con otros fenómenos socioeconómicos. Tampoco me opongo a que ciertas innovaciones productivas muy concretas emigraran de sus tierras de origen para establecerse entre sociedades distantes. Por todo ello, reconozco que el Holoceno supuso un cambio a gran escala en los hábitos productivos, en lo tecnológico y en lo social, siempre y cuando establezcamos los siguientes matices:

1. No hay por qué seguir usando un término que hace referencia a la “piedras pulimentada”. Sin ser un gran inventor de nombres, la sola descripción de “productores pre-estatales” me parece mucho más descriptiva y certera.

2. Dicho período no es geográficamente universal, así que no debemos supeditar el resto del planeta a la secuencia cronológica y conceptual de lo que ocurriese en el denominado “Mundo Antiguo” (Europa, Norte de África y Próximo Oriente).

3. En dicho “Mundo Antiguo”, la transición de lo depredador a lo agropecuario no se produjo de golpe y afectando simultáneamente todos los ámbitos productivos. Sus pueblos fueron incorporando, cada uno a su estilo, a su tiempo y con sus fases, una serie de innovaciones en sus modos de consumo. Dichos cambios implicarían una decidida participación de los alimentos producidos junto a los depredados, aunque estos últimos no supondrían, ni en sus últimas etapas, menos del 15% de la dieta (sin contar la pesca).

4. En la mayoría de los casos, dichos procesos fueron autóctonos. La incorporación de técnicas agropecuarias foráneas fue evidente, pero ni supusieron el origen y razón del cambio ni, por supuesto, se realizaron siempre en una misma dirección. Hay que combatir vehementemente el difusionismo, confeso o latente, como simplista explicación a la aparición de las diferentes fases “neolíticas” de cada rincón del planeta.

5. El “neolítico” no se puede defender cronológicamente porque pretende abarcar bajo un mismo nombre dos etapas bien distintas. De un lado hay un largo período (10.000-4.000aC.) de baja intensidad en la producción de alimentos, con un impacto demográfico escaso y gran sostenibilidad medioambiental. A continuación le sucederá otra fase más breve (4.000-1.000aC.) con mayor repercusión ecológica, social y demográfica. En nuestra Península, la primera etapa abarca los períodos tradicionalmente denominados Epipaleolítico, Mesolítico, Neolítico Inicial y Neolítico Medio; la segunda, el Neolítico Final, las Edades de los Metales y la Protohistoria. Ambos períodos, siendo tan distintos, coinciden en sus sociedades preestatales y por tanto “prehistóricas”.