jueves, 26 de febrero de 2009

Aberraciones académicas III. Determinismo ambiental vs. impacto antrópico

A lo largo de las últimas entradas de tema geográfico me he dedicado a delimitar identidades afroibéricas a partir de la geografía, y con ello nos hemos metido de lleno en un debate que creo necesario afrontar. De un lado tenemos el determinismo ambiental, doctrina que postula que es el medio físico el que nos condiciona como sociedades, mientras que en su contra están aquellos que defienden que desde que el hombre es hombre ha cumplido por sí solo sus objetivos pasándose el medio ambiente por el arco triunfal, y que suelen usar en sus artículos expresiones como “acción antrópica”, “impacto antrópico”, etc. Como curiosidad, y no se por qué, aquellos académicos influenciados por el método marxista abominan con furia de la influencia ambiental siquiera sobre el homo erectus. Mi teoría se coloca en medio de ambas, porque creo que lo ambiental pesa más a medida que nos adentramos en el pasado y lo antrópico lo propio según nos acercamos al presente. Hoy todo es hombre machacando a la naturaleza pero hemos de suponer que para el australopiteco fue totalmente diferente y no creo que hagan falta muchas demostraciones para aceptarlo. Además, esto es crucial, siempre ha existido un diálogo y no un monólogo. Quiero decir que aunque hoy podamos envanecernos de dominar el entorno no se nos ocurre criar armiños polares en el Sahara. Del mismo modo, la naturaleza maltrataba al homínido pero este se defendía a base de cooperación social y avances técnicos. Ninguna de las partes ha disfrutado jamás una victoria total y duradera.

 

Sin embargo, dado que argumento mucho en base a los elementos geográficos, que casi equiparo identidad prehistórica con comarca natural, pudiera parecer que estoy más del lado de los medioambientalistas. Lo cierto es que mis mapas han pretendido reflejar tendencias antropológicas durante una época en la que el humano es ya tal, pero aún no se ha estatalizado e industrializado a nivel masivo, lo cual es válido en Afroiberia desde el Paleolítico hasta los romanos y más allá. Una época en la que siendo los hombres muy capaces de superar la mayoría de retos del entorno, preferían sin duda optimizar lo que este les ponía por delante antes que plantearse agotadoras y arriesgadas empresas. El hombre es un mamífero oportunista que se apoya en la fuerza del grupo y no en la individual, así que vamos a dejarnos ya de épicas a la indoeuropea. Yo trato de establecer qué avance peninsular seguirían probablemente los humanos o sus ideas desde los focos de influencia estudiados, y especialmente desde África. Un señor, o un estilo de vasija, o un modo de adorar a los muertos que sube Guadalquivir arriba va a seguir un camino hollado mil veces antes, va a entrar en un cauce socio-cultural de gran calado histórico que va a determinar su destino y difusión. Y en ese proceso está claro que entre sierras desiertas cubiertas de maleza por un lado, y un populoso valle plagado de recursos por otro, la avanzada optaría mayoritariamente por lo segundo. El proceso de entrada de influencias no es, lo repito, un hacer camino al andar renovado en cada ocasión sino que se aprovecha de un cauce ancestral de las costas a las cimas y vuelta a empezar. Por eso, mi mapa está tan determinado por la hidrografía, las cordilleras y los contornos litorales, porque contemplo esa difusión antropológica africana (o mediterránea o atlántica) como venas y arterias. No son vías obligatorias contra las que el hombre no pueda rebelarse, sino propuestas que nos hace el territorio para que las aprovechemos, y que en la mayoría de los casos sería necio desperdiciar. Pienso que esa tiene que ser la pauta que presupongamos a toda interacción o comunicación humana, aquella que busca el mínimo esfuerzo con el máximo provecho, y que lo que hay que demostrar en cada ocasión es precisamente lo contrario: aquellas circunstancias en que el hombre da la espalda a esa magnífica red de comunicación y toma un desvío. Yo no puedo ser acusado de determinista ambiental pues estoy totalmente de acuerdo en conceder al hombre, y desde el Paleolítico, la facultad de salir de ese circuito natural. Porque si en determinada zona había sílex, como luego sería cobre o plata, el hombre la integraría en su circuito aunque la geografía pusiera trabas. Pero mientras no se den estas circunstancias, la norma es que el hombre se amolde a las facilidades y riquezas que le proporciona el territorio. Por eso pienso que si la cercanía física a los focos de influencia es un factor a tener en cuenta, y si las costas y ríos navegables facilitan la comunicación entre pueblos, entre otras cuestiones ya tratadas, parece plausible que lo africano, sea genético o cultural, se difundiera sin dificultad hasta la línea que establezco como frontera norte de Afroiberia. Nadie puede decir que África te afecta igual a 14 que a 14.000km de distancia; nadie puede defender que lo mismo da si has de atravesar desiertos plagados de fieras que si te montas en un barquito y te dejas llevar por la corriente; tampoco me pueden negar que el hombre prefiera los valles fértiles a los riscos inaccesibles. Por supuesto que si el entorno se pone duro el hombre sabe cómo superarlo, pero no es tampoco menos verdad que si el medio es óptimo el hombre se rendirá encantado ante él.

 

Lo que ocurre a veces es que los especialistas enmascaran intereses e ideologías abusando de las tesis antrópicas. Traer a los celtas a Ayamonte necesita mucha iniciativa antrópica mientras que llevar a los moros al mismo lugar sólo precisa un empujoncito ambiental. Si lo que queremos es considerarnos europeos exclusivamente, algo aberrante desde el punto de vista geográfico, es lógico que el mainstream se ponga a favor de las tesis antrópicas. Pero les vendría bien recordar que fue durante el auge del indogermanismo (antesala del nazismo) cuando más se invocó lo antrópico, sin duda influenciados por el individualismo y subjetivismo románticos. Incluso se llegó a hablar de “pueblos pasivos” y “pueblos emprendedores”, “viejos” y “jóvenes”, gentes que no sabían aprovechar la bicoca que el clima y la geografía les habían regalado y que merecían exterminio y esclavitud, frente a otras que viniendo de la estepa más pelona tenían empuje, saber y valor para instalarse dondequiera que el planeta lo mereciera. Sí, por supuesto que el mismo discurso estaba trufado de perlas del determinismo ambiental más zafio. Se llegaron a decir chorradas tales como que los semitas eran traidores y usureros por criarse en el desierto, o que los negros eran indolentes y amorales crónicos por su forja en condiciones de plasta tropical, mientras que el caucásico era lógico, emprendedor y perfecto por haber visto la luz entre montañas y frío seco. Sin embargo estos son meros ropajes que se pone la verdadera teoría indogermana, y así el ambiente en nada podía modificar a los “arios” nacidos y criados en la calurosa Grecia. Todo su discurso ambientalista se reducía al mito fundacional, a la “forja de la raza”, y como hemos visto no era más que un pretexto para adjudicarte defectos o virtudes indelebles según de qué color fueras. El resultado es que muchas veces estamos predispuestos a aceptar la presencia de una cultura o pueblo muy lejos de su epicentro-origen simplemente porque durante siglos nos han enseñado que ese pueblo era “heroico”, “joven”, “dinámico”, etc., mientras que nos es imposible atribuir la misma hazaña a otro grupo mucho más cercano porque en este caso nos enseñaron que era “decadente”, “prosaico”, “cobarde”, y demás piropos.

 

El quid del problema es el modo en que consideremos a la sociedad, si como un todo o como una suma de elites y masas. La ideología decimonónica (racista, imperialista, clasista, etc.) creó un paradigma del pasado que aún colea incluso en aquellos que creen haberle plantado cara. El antropismo excesivo forma parte de dicho paradigma, y tiende a darle mucha importancia a la elite como motor del cambio social y de la expansión cultural. Por muy modernos que nos pretendamos, la formación escolar hace que tendamos a imaginar las influencias culturales como una relación diplomática entre los privilegiados de cada región, como una invasión de castas guerreras, como la expansión evangelizadora de un culto, etc. Mi opinión es, por el contrario, que la transmisión de humanidad (sangre, ideas, lengua, etc.) se realiza mayoritariamente entre poblaciones vecinas, afectando a todos sus miembros, y a menudo sin tener conciencia de estarla dando o recibiendo. Como nadie puede negar que los asentamientos humanos se ubican en zonas accesibles y con recursos, la comunicación humana, que no olvidemos salta de pueblo en pueblo, acabará circulando por allí donde haya más pueblos, es decir, más recursos y mejor comunicabilidad. En mi esquema no existe mucho margen para la grandeza individual, la épica, la eficiencia de una élite o la fuerza de un culto, sino que las influencias tienen mucho de autónomas y populares. Como la eléctrica, también mi corriente se topa con elementos más aislantes o más conductores de cultura y genes. La conductibilidad crece en nuestro caso cuanto más rica, comunicada, y por tanto más densamente poblada sea una comarca. Cuando dibujo una lengua de africanidad penetrando por cualquier valle peninsular no preciso de un capítulo histórica o arqueológicamente visible que me lo corrobore sino que constato lo que sería ecológico y espontáneo, aunque no lo inevitable (pues ese apelativo es propio de los deterministas).

 

Para terminar debemos volver al “diálogo” del hombre y su entorno, porque se me podría replicar que no puedo dar la misma importancia a estos condicionantes geográficos en distintos momentos de nuestra prehistoria e historia. Ya he mencionado por ejemplo el caso de la minería, algo que modifica bastante la configuración “ecológica” de nuestro esquema de comunicaciones después del Neolítico. Desde que el humano codició los metales no ha importado cuán desértico, escarpado y lejano fuera el paraje de la mina, pues era incorporado de inmediato a la ruta de transmisión cultural-genética. Pero hay que matizar mucho esta impresión general. Por ejemplo, y sin abandonar el caso minero, el aumento demográfico que experimenta Sierra Morena a partir del calcolítico no es a costa de la población del Guadiana ni mucho menos de la del Guadalquivir. Vemos entonces que este tipo de cambios suelen ser acumulativos, que el esquema original no se ve realmente alterado sino enriquecido. En cuanto a la perduración de nuestro modelo original resulta sorprendente su casi pervivencia. Aún mis padres tenían que cruzar de Málaga a Granada por alguno de esos pasos naturales que aparecen en mi mapa, aunque convertidos ya en carreteras asfaltadas, pues no fue hasta los años 50s que en España se trazaron rutas que atravesaban cordilleras a base de túnel o de dinamita. Hasta la mitad del siglo pasado, personas, mercancías e ideas han tenido que circular siguiendo el mismo esquema que propongo para el paleolítico: costas, valles, puertos de montaña, y por supuesto el rosario de poblaciones que desde siempre se ofrecían como escala. Queda por abordar un último argumento en contra de alterar mucho el mapa según la edad prehistórica que estudiemos. Se basa en la idea de que los viejos esquemas (entre ellos la red de comunicaciones) perduran incluso cuando parecen no ser ya aptos para los nuevos tiempos, y que la causa es la continuidad identitaria. Pero necesitaríamos invocar otro debate, esencialismo vs. reemplazamiento, que merece su propia entrada.

No hay comentarios: