“La verdad es la verdad, dígala
Agamenón o su porquero”. Se trata de una frase del Juan de Mairena que
últimamente está de moda entre los periodistas y políticos. Lo que no citan es
la parte que le sigue, donde Agamenón responde “conforme” mientras que el
porquero replica “no me convence”. Sin estas apostillas se pierde toda la
ironía y magia de Antonio Machado, y francamente no entiendo por qué estos
presuntos admiradores de Mairena mutilan su esencia con tanta alegría. La
impactante paradoja, el auténtico zen de este pasaje, radica precisamente en la
actitud de los protagonistas. Lo lógico sería suponer que el rico-poderoso-amo fuese
el que se opusiera a tal democratización de la verdad, mientras que el
pobre-desvalido-vasallo actuara como su más ardoroso defensor, pero ocurre
exactamente lo contrario.
Dentro del mismo discurso acerca
de la verdad y sus autores, también hemos cogido el vicio de amonestar al prójimo
por sus argumentos “ad hominem”. Este latinajo surge en el entorno filosófico,
clasificado entre las falacias o trampas argumentales, y se limita a casos como
el del siguiente ejemplo: España franquista, una mujer acusa a un hombre de
haberla estafado y este replica que ella es una republicana hija de
republicanos. La cobardía, el salir por la vía de Tarifa aprovechando
debilidades del contrario, es evidente. Sin embargo, en lenguaje
popular-intelectual el argumento “ad hominem” pasa a ser cualquier distingo
entre agamenones y porqueros a la hora de aceptar verdades o, llegado al caso,
cualquier referencia a lo personal que nos moleste. De nuevo la “verdad
aséptica”, el contenido sin continente, sin Agamenón y sin porquero.
Por si no lo han notado, yo soy
del bando del porquero, de los que no ven claro que la verdad deba ser
desposeída de su autor. De hecho me causa mucha grima la postura de los
agamenones de todo tiempo, intentando equiparar sus verdades a las nuestras, o
tratando de hacer pasar por ciencia o decencia lo que no es sino fruto de su
más recóndita ideología. Se trata de una cuestión visceral, que me lleva
también a dar la espalda a cantantes y novelistas a poco descubra que son un
pastel. No se divorciar el autor de su obra o, mejor dicho, ciertas partes de
un autor y de su obra. Si yo pretendiese discutir el Evolucionismo inventándome
que Darwin era sadomasoquista estaría cayendo en el dichoso argumentario “ad
hominem”, pero si lo que esgrimo es la actitud abiertamente racista de su obra,
¿dónde queda la barrera entre su opinión personal y su investigación antropológica?
Es lo mismo que ocurre cuando los gays quieren sacar del armario a los
congresistas, senadores o jueces que pretendan aprobar normativas homófobas.
Toda gran mentira, de esas que
nadie cuestiona porque pasan desapercibidas, se ha de componer de pequeños
ladrillos de verdad. El truco consiste en la selección y secuenciación de
dichos ladrillos. Si Hitler dijo que tras la I Guerra Mundial Alemania fue
duramente represaliada nada parece haber ahí de falso o peligroso, es una
verdad “que tanto da que la diga Agamenón…”. El problema es que Hitler no dijo
sólo esa frase sino cientos más, que supo muchos otros datos pero prefirió
ignorarlos o incluso acallarlos, y que puso mucho empeño (un ministerio de
propaganda completo) en que esas “verdades” se sucediesen en el tiempo para
provocar un determinado fin. A menudo nos enfrentamos a una maraña tan bien
urdida que si no acudimos al complemento biográfico es imposible desenmascarar
a los listos de turno. Recuerdo que en el artículo sobre Martin Bernal dediqué un párrafo entero a Mary Lefkowitz y su marido ultraderechista-racista: estaba
claro que con aquel expediente dicha señora no podía presentarse como imparcial
juez de las tesis de Bernal, por muy judío que fuese su apellido y por muy
suavón que fuera el tono de sus escritos. No somos máquinas de pensamiento que
emiten verdades independientes entre sí, somos la historia de un aprendizaje,
donde cada nueva certeza se acomoda a lo ya aprendido (a menudo heredado) para
teñir lo que asimilemos en el futuro.
Volviendo a Bernal, no saben la
de veces que ha sido acusado de abusar de los argumentos “ad hominem”. Cada vez
que señalaba que tal “frío y objetivo” lingüista era yerno, discípulo o amigo
de tal “frío y objetivo” historiador, era acusado de bullying “ad hominem”.
También cuando delató filiaciones políticas, thik-tanks apegados al poder, o
incluso preferencias literarias. Todo era “ad hominem”. Estos agamenones quieren un borrón y cuenta nueva, un modo de interpretar sus
teorías que en absoluto tenga en cuenta sus credenciales personales. Adivinar
sus motivos no requiere mucho esfuerzo, como tampoco necesita mucha explicación
que algunos nos sintamos obligados a ponerlos en su sitio. Por eso me sumo, con
tanto orgullo como modestia, al destino de Bernal y otros de su cuerda. El blog
Afroiberia nunca ha escondido la importancia que concede a determinados
aspectos biográficos de los autores criticados. De hecho, el propósito de gran
número de sus entradas es revelar que tras muchas de las “verdades científicas”
de nuestros estudios sobre Pasado Remoto se esconden un puñado de prejuicios
racistas, pues en definitiva ninguna “Cultura” es inodora, incolora e insípida.
Y para ello, demostrar la relación estrecha (o por el contrario la evidente
contradicción) entre vida y obra de un intelectual, puede y suele ser capital. Ejerciendo como
ejemplo he sido el primero en desvelar aspectos de mi vida que pudiesen teñir
la orientación de mis conclusiones, como el hecho de ser andaluz, muy oscuro de
piel o carecer de titulación universitaria en Historia, Arqueología o
Antropología. Son cosas que los lectores merecen saber, para lo bueno y para lo
malo. Como decía el porquero, “no me convence” que mi verdad sea la misma
verdad que la de los agamenones, aunque se articule con iguales palabras.
Porque esa verdad en la que coincidimos solo es un ladrillo con el que cada uno
quiere construir mundos muy diferentes.
“Juro decir la verdad, toda
la verdad y nada más que la verdad”. Estamos tan habituados a escuchar este
voto en las películas de abogados que apenas meditamos su significado. Como
fórmula legal está pensada para que nada se escape a su escrutinio, pues no sólo
se te exige que lo que digas sea cierto, sino que además se te impone: 1) que no
quites nada a esa verdad, que no ocultes otras verdades que complementan lo que
dices, y 2) que no añadas ficciones para mejorar, justificar o adornar tu
verdad. Agamenon es el poderoso en la parábola de Mairena y puede representar
al supremacista blanco (si hablamos de raza) o al académico (en un debate
ortodoxia vs. heterodoxia), pero no siempre se da a conocer tan fácilmente. A
veces puede encarnarse en un activista antisistema o en un crítico de rock,
pues en definitiva se asocia a cualquiera que se sienta con el poder y el público
de su lado, por muy alternativo y minoritario que parezca desde fuera. Este
tipo de persona cuenta una verdad, y esa quizás sea parecida a la nuestra, pero
desde luego se cuida mucho en no contar ni toda la verdad ni nada más que la
verdad. Huye de la verdad estadística, de la auténtica democracia en las ideas.
Lo más indignante es cuando fingen aceptar eso de que ellos y
nosotros compartimos una misma verdad. Seguros de contar con la complicidad
de los medios de difusión, saben que la única verdad propagada, legal y asumida
será la suya mientras que la de los “legos” se asfixiará o a lo sumo circulará
como rumor. Lo que realmente pretenden es que los porqueros ya no tengamos
verdad propia y que debamos aceptar la suya como única posible. Si se lo
permitimos, den por seguro que se hará realidad aquello de: “la verdad es la
verdad, dígala Agamenón o su porquero”.
1 comentario:
Pero en el mismo libro, un poco más adelante, Machado dice (perdona que cite traduciendo del inglés :-) "Puedes afirmar o negar que Dios existe, pero no debes dudarlo."
Es Kant. Las cosas que no se pueden saber no se deben dudar, sino creerlas de corazón abierto, con generosidad ante el misterio, o oponerlas, como también opinó Dante Y JPII (¿o fue Benedicto?)
Con la duda el porquero revela que desconoce estas cosas.
Yo no soy exactamente Agamemnón, pero a mí también me irritan si me dicen que una opinión mía es subjetiva, como si existiesen opiniones objetivas en la Peninsula.
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