domingo, 21 de diciembre de 2008

Afroiberia geográfica 3. Continentalidad y africanidad de la Península (cont.)

En Afroiberia Geográfica 2 (Nov 2008) vimos que la Península Ibérica estaba sometida a múltiples influencias continentales y marinas, y habíamos empleado como marcador una distancia igual o menor a 300km respecto al foco de influencia tratado. El mapa de abajo no es más que una síntesis y un enfoque exclusivamente peninsular de todas estas ideas.
Como puede verse hemos yuxtapuesto las zonas de continentalidad a las de influencia marina y oceánica logrando distinguir nueve regiones dentro de la Península (incluyendo aquella de color blanco que representa lo que está a más de 300km de cualquier mar o continente vecino). En realidad deberían ser once las regiones, pero he entendido que había que omitir, de momento, dos zonas por ser demasiado insignificantes: una cuña afro-atlántica cerca del cabo de S. Vicente y un triangulito aún más pequeño de verde atlanto-mediterráneo a la altura de Guadalajara. Ahora propongo que superpongamos este mapa a otro físico para comprobar si las cordilleras y ríos se oponen o reafirman este criterio de regionalización basado en los 300km.

(Agradecimientos a la ed. Síntesis, de cuyo Atlas Histórico de España y Portugal saco estas dos adaptaciones)

Observamos que si bien la correspondencia no es en absoluto perfecta, sí que abundan los puntos donde se reafirma la teoría de los 300km. Por ejemplo la Cordillera Costero Catalana y El Maestrazgo definen claramente la región euro-mediterránea frente a la euro-atlanto-mediterránea, y la zona blanca, la ibérica menos influenciada, está bastante bien definida al norte y sur por el Sistema Central y los Montes de Toledo, mientras que la Iberia puramente mediterránea parece una expansión de la cuenca del Júcar. Ya en el área que yo bautizo como Afroiberia tenemos que la parte afro-atlanto-mediterránea (marrón oscuro) está perfectamente limitada por el macizo algarveño y Sierra Morena, al tiempo que por oriente se dibuja bastante bien a través del alto Guadalquivir y los Sistemas Béticos andaluces, esto es, aquellos que no desembocan afluentes al Segura, el cual por su parte es fiel espejo de la zona ocre o afro-mediterránea. También podemos observar que el arco atlanto-mediterráneo del sur está bien marcado por un escoramiento en flecha del Guadiana y los Montes de Toledo. Sin embargo, no parece tan fácil la correspondencia entre otras zonas, y echamos en falta regiones marcadas por la orografía y las cuencas que el esquema de los 300km desapercibe. Pero, y a riesgo de parecer insolidario, este no es un asunto que ahora nos deba preocupar demasiado porque abrumadoramente incumbe a la parte que queda al norte de nuestra línea roja y por tanto también fuera de este blog. La conclusión que sacamos es que Afroiberia geográfica está bastante bien representada por esas líneas de influencia en apariencia arbitrarias (300km) porque el relieve y la hidrografía les dan la razón, si bien son necesarios unos lógicos reajustes. Para llevar estos a cabo necesitaremos antes profundizar en el papel de mares y ríos como vías de comunicación humana, y a ello nos dedicaremos en las siguientes dos entradas del blog.

domingo, 14 de diciembre de 2008

Fuentes escritas y grado de fiabilidad: Biblia y grecolatinos

Como ya comentamos, hoy día vivimos en plena moda de despreciar las fuentes grecorromanas y bíblicas, así como de pretender reconstruir el pasado a exclusiva base de arqueología. Sin duda hay mucho que decir en contra de tal pretensión, y a esto dedico la serie de entradas sobre fuentes escritas. Pero este artículo prefiere centrarse en la comparativa interna de fuentes, es decir, en por qué consideramos unas fuentes más fiables que otras, y en especial las fuentes bíblicas frente a las grecolatinas. Mi postura es que la mayoría de criterios por los que se valora historiográficamente un texto antiguo son eurocentristas.

 

Por mi propia condición de afroibérico orgulloso de serlo he tenido la ocasión y el deber de acercarme a nuestro sustrato semita, sea cananeo, hebreo o árabe. De ahí que posea un grado de conocimiento de la Biblia y otros textos que supera los de un católico español medio, y que en ocasiones me puede hacer necesitar directamente de un teólogo o un filólogo para aclarar mi duda de turno. Chulería aparte, digo esto para demostrar que tengo serios problemas para distinguir entre el “rigor histórico” de los libros de Isaías y los de Heródoto. Pero para el canon occidental vigente el segundo me ha de servir casi como manual de moderna Historia, mientras que el primero no pasa de compilación tardía, y manipulada, sobre las visiones de un histérico. La razón de tal disparate recae en los mitos e ideologías del Occidente contemporáneo: la Biblia es superstición mientras que los autores greco-latinos son la base de nuestra sociedad laica, demócrata y racional. Sin embargo, intentaré demostrar que no existe ninguna base textual ni histórica para afirmarlo.

 

Uno de los elementos más esgrimidos es el de la originalidad de la fuente. Se pretende hacer creer que los textos bíblicos son todos diferidos, esto es, escritos o muy reformados varias generaciones después de aquella en que se supone vivió el autor y ocurrieron los hechos. Además esta reelaboración no tiene por qué haberse hecho de una vez, sino que por el contrario un mismo texto, un mismo capítulo, puede delatar distintas manipulaciones y correcciones (llamadas elohista, yahvista, sacerdotal, deuteroyahvista, etc.). Para colmo, la única motivación que nuestros historiadores encuentran para tales alteraciones es la de enaltecer interesadamente determinadas corrientes ideológicas o determinados grupos de poder. Es decir que no sólo son atribuciones falsas, sino que dichas falsificaciones son caóticas por el número de manos inmiscuidas, y además en cada caso sólo se ha metido la zarpa para hacer propaganda. Mentira al cubo. En sus antípodas, cualquier bachiller (y aún universitario) cree que los textos clásicos griegos y latinos reflejan un hecho literario idéntico al actual, es decir, un individuo que de una sentada fabrica un libro que inmediatamente pasa al público, el cual lo eterniza en su formato original. Esto es rotundamente falso para Hesíodo y Homero, bastante improbable para Eforo o Sócrates, y más que cuestionable para Catón o Aristóteles. Si nos fijamos, el modo de creación diferida es el único que se permite fuera de lo que hoy es Occidente. Buda iba de filósofo a la manera de los griegos, y de hecho hay teorías sobre el influjo del budismo en los pensadores griegos, pero todos reconocen que sus enseñanzas fueron compiladas a posteriori por distintas facciones del discipulado. No en vano la Wikipedia nos dice que Gautama Buda (560-480aC) “fue un legendario sabio” mientras que Platón (428-347aC) “fue un filósofo griego”. Llegan a enseñarnos que Isaías, Zoroastro o el mentado Buda no eran más que figuras mitológicas con un taller de plumillas detrás para darle forma y doctrina. Pero Heródoto, nacido sólo cuatro años después de la muerte de Sidarta, es el “padre de la Historia” y, por supuesto, autor de cada coma de sus nueve libros célebres. Se puede hacer escarnio de las exageraciones y mentirijillas del de Halicarnaso, somos modernos, pero que no se nos ocurra plantear la existencia de varios “heródotos”, uno jónico, un deutero-heródoto, etc. Parece mentira que toda esa lógica que presumimos haber heredado de los griegos no la apliquemos con sus propios mitos fundamentales, o lo que hoy nos interesa de los mismos. Lo más lógico sería pensar que los sabios griegos se desenvolvían de manera similar a la de sus contemporáneos de países vecinos. Y eso supone una academia o cenáculo donde lo prioritario no es taquigrafiar cada palabra del maestro, que por cierto no para de hablar, sino que probablemente se apunta como una agenda las paridas más impactantes, y es tras la muerte del maestro cuando se le da forma a todo eso, o varias formas en caso de que surjan facciones con intereses e ideologías rivales. Incluso en el caso de que el “autor” tuviera la clara intención de dejar redactado un libro, su proceso creativo no tendría escrúpulos en dejar el acabado final o incluso áreas completas en manos de sus discípulos. Además, nada impide suponer que los sucesivos copistas fueran modificando inconscientemente el texto original hasta que la imprenta puso freno a tal deriva. Lo más lógico es reconocer que nada de lo que hoy leemos estuvo escrito por el puño del tal Platón o del cual Heródoto, sino de sus discípulos y de los copistas. Que nos fiemos de tal línea de transmisión diferida o no, que pongamos nuestra fe en que tal proceso de “manipulación” no acaba con el espíritu original de la obra ni con sus contenidos principales, debe ser un asunto que ataña por igual a todos los textos antiguos sin importar su origen étnico.

 

Otro argumento preferido para desacreditar unas fuentes sobre otras es la presunta capacidad de datar de manera absoluta un libro (como obra y no como soporte material), de nuestro pasado. Recordemos los muy vigentes debates sobre la identidad de Shakespeare, la autoría de todos los sonetos atribuidos a Lope de Vega y otros similares. Incluso la esporádica aparición de “negros” literarios viene a recordarnos que eso de la autoría artística en general es un asunto de fe. De cualquier forma no se puede datar con C-14 o uranio la aparición de una creación literaria. A lo sumo podríamos encontrar una estela o pergamino a los que se le puede hacer determinadas pruebas, que nunca nos darían un año sino una inmensa horquilla, que por cierto se precisa a partir de fuentes como la Biblia o Heródoto. Es un argumento circular. Ni siquiera podremos sacar grandes conclusiones filológicas, nada que aportar a los sewa aquiescentes, los efectos pi-gamma o el aoristo dual. Lo más normal es que la lápida o rollo estén muy deteriorados, con una escritura llena de abreviaturas para ahorrar costoso material, etc. No se puede fechar una lápida porque esté escrita “en un inconfundible hebreo del s.VIaC”, eso es para las películas. Además, aunque pudiera darse la posibilidad de datar con precisión un manuscrito hebreo o griego esto sólo supondría, ciencia en mano, una fecha tope de juventud para el documento material, no su verdadera antigüedad como creación. Si fuera así, mi Quijote estaría escrito en 1981, que es la fecha de edición e impresión.

 

En cuanto a las motivaciones, ¿por qué un agregado o modificación ha de suponer necesariamente una infame maniobra? No digo que no lo considere una posibilidad, y de hecho hay textos bíblicos bastante ilustrativos a este respecto, pero no hasta suponer la norma. Nunca sabremos por qué se modificó un texto. Vale, has encontrado con tu suprema lupa filológica que tal párrafo o capítulo entero en Reyes o Isaías es una interpolación posterior, ¿y? Puede que hubiera habido una manipulación anterior a esa que detectas, y que la primera fuera la mala, la traidora con el original, y esta segunda viniera a restaurarlo, aunque con un estilo de escribir necesariamente más moderno. Puede que sea un añadido legítimo, como cuando alianzas tribales provocan el maridaje de mitos fundacionales, de tal modo que las genealogías bíblicas a menudo son tratados de paz encubiertos. Pueden ser miles de causas y sólo en ocasiones representan manipulaciones de fanáticos y arrimados al poder. Pero aún así, ¿hasta dónde se deja tergiversar un clásico de la Antigüedad? A menudo olvidamos que si son clásicos ahora es porque entonces ya lo fueron también. ¿Creéis posible que nos vendan ahora un Quijote donde en lugar de Alonso Quijano pone Constantino Estrada y donde en lugar de La Mancha lo hacen nacer en Lugo? Pues lo mismo ocurría entonces, que no por antiguos eran gilís. Nos encontramos en un perfecto equilibrio, pues el manipulador necesita del clásico para legitimarse, pero por otro lado no puede alterarlo demasiado o aquel dejará por ello de ser creíble, identificable (por tanto “clásico”) y entonces perdería todo su valor propagandístico.

 

También, como no, afecta el factor religioso. En teoría la Biblia es un libro religioso y las obras grecolatinas son “laicas” (salvo mitologías expresas como en Hesíodo), por lo que inconsciente o conscientemente tendemos a opinar que la Biblia tiene menos rigor racional y científico como fuente. Hablo de Biblia y no de Rig-Veda porque es la primera la que habla de nuestra Afroiberia en su etapa tartésica o protohistórica. Cualquiera familiarizado con el tema sabe del total veto a la hipótesis de que Tarshish bíblica equivalga a nuestro Sur peninsular, y para muchos de los que mantienen con más ardor este tabú lo único que en verdad les guía es ponerse de rotunda espalda a cualquier cosa que tufe a religioso. Un investigador español serio no puede, por nuestro pasado nacionalcatólico aún por superar, basarse en la Biblia como argumento histórico. Eso es superchería, eso es volver al pasado dejando de ser moderno, y por tanto occidental. Sin embargo, tal actitud es nefasta, pues fuera de nuestras fronteras se puede y se suele arropar un argumento historiográfico con cualquiera de los libros históricos de la Biblia. Sí, leen bien. La Biblia no es un libro sino una colección de obras, una especie de mini-biblioteca, y en ellos hay libros de clara vocación histórica. Si me apuran, y esto ya es una apreciación personal, hay más coincidencias entre la moderna historiografía y el Libro de Reyes que entre aquella y Heródoto. Por supuesto, hay mucha más Historia en la Biblia, aún en libros proféticos, que en Homero. Para empezar se dice eurocéntricamente que los libros bíblicos fueron escritos con esa “mediocridad semita” de burócratas y comerciantes, y lo contraponen con el heroísmo juvenil de las epopeyas “indoeuropeas”. Bien, si esto es así, debemos tomarlo como axioma hasta sus últimas consecuencias: ¿No serán más históricas las grises crónicas reales de un pueblo que las escribe sobre sí y para sí, con datos no demasiado lejanos en el tiempo y el espacio, que la narración de andanzas heroicas por los más remotos cabos del mundo? La Biblia está por completo impregnada de un aire religioso, qué duda cabe, pero no por ello es al completo una obra con exclusivos fines cultuales o teológicos. El pueblo hebreo se considera una unidad entre lo espiritual y lo mundanal, y de hecho sólo Occidente divorcia ambos aspectos con tanto celo. La Biblia es el testimonio de los israelitas hablando de sí mismos, mostrando su Dios, claro, pero también su historia, su poesía, su legislación, su refranero, etc.

 

Confieso que no creo siquiera que la Biblia sea denostada tanto por religiosa como por semita. Un hecho para mí tan funesto como fue la completa pérdida de los libros púnicos ya desde la Antigüedad puede hacer las secretas delicias de muchos. Realmente no queremos las fuentes no europeas sobre nuestra antigüedad. Lo mismo veremos que ocurre con las fuentes islámicas acerca de Al-Andalus protohistórico y romano. Ni cananeos ni musulmanes, ambos filtrados por lo afro, deben dar cuenta de su visión de Iberia, aunque entre los dos representen el ciclo histórico más constante que hemos tenido. Todos deben ser convenientemente pasados por propagandistas, o aduladores, o mal informados, o sencillamente infectados por el fanatismo religioso. ¿Acaso defiendo yo que estas fuentes afroasiáticas son un ejemplo de rigor histórico y una panacea para nuestras incógnitas? En absoluto, reconozco que las que sobreviven en su mayoría no resisten una interpretación directa de sus líneas. Pero lo mismo pasa con la Isla Atlántica de Platón o el mito de Gerión de Hesíodo. Son pinceladas, poesía, aproximaciones metafóricas a nuestro pasado remoto. Lo que ocurre es que no por ello dejan de ser perfectamente válidas para estudiarlo, si sabemos y realmente ponemos voluntad en extraer de ellas lo que tienen de común, lo que expresan sin temor a interpretaciones, etc.

 

Hay, casi por último, un aspecto bastante cómico que sin embargo influye mucho a la hora de dar crédito o no a una fuente antigua. Me refiero a la estética, y además en un sentido inverso: se tiende a creer que a más feo es un texto, más veraz es. En nuestro caso ibérico, por ejemplo, la gente pierde la cabeza con Plinio el Viejo frente a Estrabón. La principal razón es que la descripción de Iberia dada por el primero, salvo los capítulos bélicos en que Roma se luce, son de mero inventario de ciudades y distritos, mientras que Estrabón hiló los mismos datos de un modo narrativo y etnográfico. De nada parece servir que Plinio fallara más que una escopetilla de feria, mucho más que Estrabón: sus datos son mucho más desapasionados y por tanto parecen más veraces. Además, Plinio es más útil para los eurocentristas: no nos pone legislación de más de 6.000 años de antigüedad y ve célticos hasta en Tarifa.

 

Del mismo modo que necesitamos y mucho a las fuentes escritas en el caso de un debate Fuentes vs. Arqueología, también necesitamos todas las fuentes, y no sólo aquellas que la moderna historiografía haya considerado “serias”. En sí es el mismo acto de gratuito desdén, pero con el inri de que los defensores de estas supuestas obras solventes piden con una mano a la Arqueología que les levante la veda mientras que con la otra hunden al resto de fuentes en la ignorancia o el sarcasmo. Hacen exactamente aquello que tanto lamentan que les hagan. Quizás para mí es todo más sencillo porque en mis investigaciones ni cobro ni tengo jefe ni carné de ninguna cofradía. Por eso puedo emplear el sentido común libremente hasta acabar convencido de que todas las fuentes escritas de la Antigüedad son valiosísimas siempre que las estudiemos como lo que son. Por su propia esencia jamás podrán ser obras “modernas” o “científicas”. Se que nuestro paradigma evolucionista nos obliga a contemplar todas las culturas pasadas como escalones previos a nuestra culminación socio-política. Por eso nos las pasamos buscándoles signos que nos prefiguren, llamándolos signos de modernidad o de racionalidad. Tal evolución social mundial no existe, es tan científica como la Santísima Trinidad. Si los andalusíes se lavaban más que los hispano-cristianos, eso no significa que fueran más “modernos” o “racionales”, como los griegos de Pericles jamás vivieron en algo remotamente similar a nuestro Estado de Derecho. Bueno, no digo que no se pueda emplear como expresión, como modo de dotar de un impacto gráfico a determinado aserto. Pero no es real, nada tiende a nada más que a sí mismo, no hay una escalada gradual y teleológica del Achelense al BMW. Al menos si es que queremos ir de científicos por el mundo. Esas obras están escritas por una gente y en un ambiente que incluso tras años de investigación cuesta la vida reconstruir al detalle. Además conocerlos no supone meternos en su pellejo: tenían esclavos, varias esposas, morían jóvenes, se drogaban legalmente y no sabían si la Tierra giraba en torno al Sol o viceversa. Definitivamente ninguno era “como nosotros”, ya sea que escribieran obras “proféticas”, “históricas”, “geográficas” o “administrativas”.

 

Mi conclusión es que se quiere maquillar como diagnóstico filológico o historiográfico lo que no es más que prejuicio. Nadie va a reconocer que no le agrada el uso de la Biblia o de la Estela de Nora para abordar lo tartésico porque o bien considera que Biblia y beaterio son sinónimos, o bien desprecia lo semita, o bien la información le plantea problemas para ajustarla a su paradigma arqueológico (como vimos en la entrada anterior). Pero esas y no otras son las razones que intervienen en el 90% de las críticas. Eso de las fuentes antiguas fiables y las que no lo son es algo absurdo, porque o bien ninguna es absolutamente infalible, o bien todas tienen su porcentaje provechoso. Sin duda es repugnante que se pretendan mostrar unas obras antiguas como más “científicas” que otras. Por supuesto Hesíodo tiene un tono, Heródoto otro y Estrabón finalmente otro mucho más moderno. Pero dichos tonos no se basan en una postura ética ante el método científico, que por otra parte no se inventó hasta ayer mismo, sino una mera cuestión de cronología. A medida que el mundo se hacía pequeño y las tecnologías se perfeccionaban costó más y más trabajo defender la existencia de Gerión, luego de Argantonio, de Tarsis, y así hasta que Roma convirtió el Mediterráneo en un charquito con ferrys de cercanías. Que una perspectiva sea legendaria e incluso irracional no significa que sea falsa, sino que necesita una traducción a nuestros parámetros de hoy, sin caer por ello en evemerismos ni mucho menos en pretender imponerlos. Y lo mismo pienso cuando se trata de obras tildadas de tardías, decadentes o manipuladas. En realidad sólo podremos purgar el repertorio más plausible si concedemos a todas las fuentes la misma oportunidad, sin prejuicio de razas, culturas, fechas o intenciones. Veamos por ejemplo qué se suele repetir sobre nuestro tercio sur peninsular, aunque unos lo muestren por el lado mitológico, otro por el narrativo y otro por el geográfico, y aunque por la misma razón concedamos a cada uno diferentes niveles interpretativos. Se nos mostrará una abanico de coincidencias, como sean la fertilidad geográfica y la antigüedad y sofisticación cultural, que no sólo hace sospechoso el menoscabo que por ello hoy sufren, sino que incluso ayudará a demostrar por qué no hay que dejar de lado unas fuentes antiguas por meros motivos de su origen étnico o de su formato textual o estilo literario. Veremos que es precisamente por esas coincidencias compartidas por fuentes semitas o grecolatinas, antiguas o tardías, mitológicas o geográficas por lo que debemos pensar que ahí hay un poso de verdad. Y este tesoro informativo es algo que no se puede permitir el lujo de obviar un verdadero amante del Pasado Remoto. 

sábado, 6 de diciembre de 2008

Elogio de las fuentes antiguas sobre Tarsis o Tarteso

Hoy vamos a denunciar el desprecio con el que los modernos arqueólogos e historiadores tratan las fuentes bíblicas, grecolatinas, etc. referidas a Tartessos, Tarshish, y en general nuestro Tercio sur peninsular. Están tan mal consideradas que hoy un autor corre graves riesgos en su credibilidad si abusa de citarlas, y en general son vistas con superioridad y con sospecha. La moda ahora es pensar que todos aquellos hebreos, griegos, latinos, cananeos, etc. eran mentirosos compulsivos, imbéciles de baba y manipuladores natos. No es ya que dichas fuentes sean consideradas escasas o poco explícitas, ni siquiera nulas para el conocimiento de nuestro pasado, sino que se les ha llegado a atribuir un poder negativo con la capacidad de des-instruirnos y confundirnos sobre lo ya afianzado como verdadero. España practica la lógica excluyente del “o”, donde cada cosa ocupa un lugar y no otro, y ninguna cosa puede ocupar el lugar de otra. Como ahora pita idolatrar la Arqueología, los textos clásicos deben salir totalmente de nuestro análisis. “O Arqueología o fuentes” pasa por ser otra forma de decir “o progreso o estancamiento”, “o ciencia o leyenda”, etc.

 

Yo no creo que tal dicotomía sea ineludible, y ni siquiera la veo positiva para conocer nuestro pasado. Disfruto mucho con Estrabón o Herodoto, y tengo el suficiente grado de madurez para leerlos en su contexto histórico y más o menos adivinar qué de lo que dicen es valioso para el investigador, qué es flagrante exageración, cuándo se ponen etnocentristas o cuándo pierden toda la imparcialidad al describir al peor de sus enemigos. Pero ni siquiera necesito defenderlas como fuente de verdad histórica, sino que me basta acometer el asunto desde una perspectiva mucho más general, que tiene la ventaja de ser fácilmente comprendida por aquellos que ni siquiera se sienten atraídos por nuestro pasado. El argumento que yo empleo sirve indistintamente para un gran número de eventos en nuestra vida cotidiana, porque habla de usurpación de la identidad, de uso indebido de un original, de cosas que nos irritan y apenan de forma instintiva cuando nos toca padecerlas.

 

Primero necesitamos acercarnos a una serie de ejemplos sobre realidades arqueológicas distintas de Tarsis-Tarteso. Son casos en los que la Arqueología descubre un grupo cultural, lo caracteriza y, por supuesto, le da un nombre. En estos casos el nombre suele ser el del yacimiento que primero se encontró o el de alguno de sus elementos más característicos. Del primer caso, yacimiento “epónimo”, tenemos Los Millares, Las Cogotas, Natufiense y un largo etcétera bastante conocido. Del segundo caso, el que se basa en un “fósil guía”, podemos encontrar las culturas del Vaso Campaniforme, de los Campos de Urnas, Nurághica, de la Cerámica Cardial, Dolménica, etc. Este tipo de denominaciones nos están indicando que nada deben a la Historia, que no se basan en ninguna referencia de los antiguos a un pueblo conocido de ellos, sino que son realidades totalmente independientes, puramente arqueológicas. No hay razonar mucho para entender que bajo estos dos métodos se ha bautizado al total de culturas prehistóricas. Por otra parte, existen una serie de culturas protohistóricas e históricas que habiendo sido constatadas por los arqueólogos pueden ser a la vez emparejadas con un equivalente histórico conocido, como en el caso de Cultura ibérica, céltica, babilónica o escita. Este es el grupo al que pertenece Tarsis-Tarteso.

 

Estamos justo en el meollo del asunto, así que iremos muy secuencialmente para no perder el hilo de mi defensa. Tenemos un arqueólogo que encuentra unos restos y pronto cae en la cuenta de que, en esa comarca y con la datación que le atribuye, bien pudiera pertenecer a uno de esos pueblos descritos por los clásicos. Si han leído mis artículos sobre el mundo académico adivinarán que opino que esa es una tentación muy fuerte de cara a promocionar el yacimiento (lo que se traduce en subvenciones y en protagonismo mediático). Nadie va a bautizar a su cultura zx-31 pudiéndola llamar celtíbera o escita. Más aún, la Arqueología se ha dedicado hasta al menos la mitad del sXX precisamente a buscar dichos pueblos antiguos. La Arqueología nació como disciplina auxiliar de la Historia, y los arqueólogos sólo podían concebir su trabajo como la búsqueda y demostración de que los iberos, tartesios o númidas de los clásicos estaban en tal o cual emplazamiento, así como expoliar para museos sus riquezas materiales. Por mucho que ahora se quiera demostrar que tal época está superada, por mucho que el arqueólogo actual incluso llegue a jactarse de trabajar de espaldas a la información histórica, su herencia formativa y las ventajas de promoción antes mencionadas hacen difícil que eso sea creíble.

 

Pues bien, mi razonamiento es que si un arqueólogo dice que la cultura material descubierta es “tartésica”, “celta” o “hebrea”, lo justo es que se supedite a la idea histórica de ese pueblo clásico en cuyo honor bautiza su hallazgo. Hay que decir que en la mayoría de los casos se respeta esta norma. Si un arqueólogo de Israel descubre un poblado del Hierro que está lleno de huesos de cerdo, templetes a Dagon y frescos estilo egeo nunca lo califica como “hebreo” sino probablemente como “filisteo”. Y si lo hace así es porque se basa en los tabúes dietéticos, creencias monoteístas y prohibición de hacer arte figurativo de los hebreos. Pero toda esta información la conoce ni más ni menos que a través de la Biblia, obra más que polémica en su valor histórico. Siempre podía haberse quedado en lo de “cultura zx-31” y así no se mojaba. De hecho, cuando conviene sí que usan esas nomenclaturas alfanuméricas, como la Cultura X (sic.) de Nubia, y me refiero cuando hay que disimular en lo posible las glorias ajenas, principalmente africanas. Pero una vez que bautizas tu yacimiento con el nombre de un pueblo histórico, el que tienes que demostrar que tu hallazgo merece el apelativo eres tú.

 

Muchos pensarán que me estoy poniendo pesado con el argumento, de puro obvio que es. Pero al llegar a la Península Ibérica no se qué ocurre que comienzan a darse extraños fenómenos paranormales entre nuestros especialistas. En cualquier país del mundo y por muy modernizada que esté su Arqueología, el arqueólogo necesita del placet del historiador si es que quiere colgarle a su yacimiento una etiqueta de pueblo antiguo. Como digo, también se dan aquellos que no se pringan y dejan que sean otros quienes digan si lo hallado pertenecía a tirios o a troyanos. Ese es el caso de las culturas del Hallstatt y La Tene, de las cuales se dice que pertenecen al pueblo celta de  los textos grecolatinos. Siempre podremos obviar lo de “celta” y ceñirnos a las realidades puramente arqueológicas, hasta el punto de decir, por ejemplo, que Hallstatt es más bien proto-celta o que no es celta en absoluto. El día que se descubra que lo de los celtas es una patraña y una exageración, La Tene y Hallstatt sobrevivirán porque simplemente describen un paquete de elementos materiales que aparece recurrentemente en yacimientos de una región y cronología definidas. Pero en España, siempre different, el arqueólogo ha acabado por decirle al historiador, y de paso a Estrabón o Plinio, en qué consistía realmente un ibero, un lusitano o un callaico. El caso de Tarsis-Tarteso es el paradigma de esta aberración.

 

Para entenderlo hay que abordar previamente cuestiones tratadas en otras entradas de este blog. Digamos muy sintéticamente que las fuentes clásicas no nos ayudan demasiado en nuestro fuerte complejo (de superioridad) eurocentrista. Los grecolatinos y bíblicos nos pintan demasiado poco europeos para el plan de integración que ahora afrontamos, así que estamos acostumbrados desde hace décadas a negar o minimizar el impacto de dicho afroasiatismo ancestral. Pero este tipo de fuentes también abundan en una cuestión complementaria, a saber, nos retratan mucho más evolucionados culturalmente que el resto de Europa. En muchos sentidos esto es inevitable pues todos sabemos que el Mediterráneo antiguo poco o nada admiraba a la Europa continental, a la que consideraban de lo más bárbaro. Nos vemos en la tesitura de que si aceptamos la descripción que de nuestros ancestros hacen los clásicos, no sólo pretendemos entrar en Europa como medio afroasiáticos, sino que encima lo hacemos presumiendo de más antiguos y civilizados que la mayoría de hermanos en la Union Europea. No creo necesario argumentar por qué mientras más de europeos vayamos y más humilditos nos mostremos, más posibilidades tendremos de mamar en la ubre nórdica. Resultado: somos la única nación del mundo cuyos arqueólogos y demás implicados pelean por tener un pasado lo más reciente y modesto posible. Si los ingleses o los alemanes critican las fuentes antiguas, es porque ponen a los britones o germanos demasiado bestias para su gusto, pero los españoles desacreditan a Plinio o a Mela por todo lo contrario.

 

Estamos por tanto acostumbrados a leer los clásicos con kilómetros de notas a pie de página advirtiéndonos de las imprecisiones, exageraciones, ignorancias y tergiversaciones del geógrafo o historiador de turno. Pensemos que todo empezó para borrar pistas cada vez que se decía que éramos muy cananeos, muy africanos, o muy modernos y prósperos para nuestra época y entorno. La veda para la libre interpretación se abrió entonces, y al final se ve perfectamente decente el que cada uno se invente lo que quiera a partir de los textos antiguos. “Total, –dirán- si son unos mentirosos y unos ignorantes, casi les damos un poco de dignidad con nuestras rectificaciones…” Pero en realidad los arqueólogos no tienen ningún derecho a hacerlo. Tienen derecho a trabajar de espaldas a la historiografía, y en no pocos casos yo les alabo el gusto, pero entonces que bauticen sus culturas y yacimientos por los otros métodos mencionados al principio. Tienen también derecho a decretar que Tartessos o Celtiberia no existieron porque su registro arqueológico de la zona y época no coincide con lo descrito por los arteros clásicos. Lo que en ningún caso tienen derecho es a decir que el pueblo antiguo en cuestión se corresponde realmente con su conjunto arqueológico y no con lo dicho por los antiguos.

 

Y eso es exactamente lo que se hace con Tarsis-Tarteso. Mejor deberíamos reducirlo a Tarteso, pues en otra entrada veremos que lo de Tarsis ha sido injustamente desacreditado y hoy es virtualmente imposible que te permitan identificar el término hebreo con el griego. Lo canónico hoy es decir que la cultura tartésica se constriñe al triángulo Cádiz-Sevilla-Huelva (capitales), los siglos VIII-VI, y que se define por dos tipos de cerámica: retícula bruñida y bicroma, así como defender que todo lo que los grecolatinos nos hayan transmitido sobre Tartessos y no coincida con esa “cultura tartésica” arqueológica debe ser desestimado. En definitiva se nos dice que el Tartessos real es el de los arqueólogos y no el de los antiguos. Parecen no entender que precisamente de esos antiguos, tan tontos y exagerados, es de donde proviene el nombre con el que decidieron bautizar su objeto de estudio. Podían haberla llamado cultura marismeña-IIb o cualquier otro nombre ingenioso, al tiempo que se comprometían en solemne juramento a no volver a mencionar la palabra Tarteso. Pero no. Para el titular de prensa o el nuevo manual que editan bien que optan por usar “tartésico” como trademark. Y cuando ese público les compra el producto atraído por la etiqueta, el contenido que encuentra se parece a un “tonto el que lo lea”, pues su labor consiste en lo que ellos denominan “desmitificar” todo sobre el asunto, en la mayor parte de los casos con saña pero sin fundamento. Simples mentiras repetidas por muchos constantemente. Nada que pueda resistir dos o tres siglos.

 

En nuestra Península los antiguos sólo acertaron, según parece, al describir a las comunidades célticas. Quizás se quedaron cortos, pensarán los especialistas, cuando fechaban su arribada a la Península, pues todos deberíamos saber a estas alturas que lo céltico tiene que ser y es el sustrato principal y más antiguo de los iberopeninsulares. Ironías aparte, es patético encontrarse esos mapas de etnias perromanas donde llegan a intitular “celtici” en la Serranía de Ronda, pero bien que omiten los libios residentes en la costa española del Estrecho, atestiguados por los autores grecolatinos más dedicados a la Península. Existe también un caso que me parece especialmente cachondo y significativo: la del escritor Marcial, bilbilitano que dice en varias ocasiones que es celtíbero y que esto significa “proveniente de celtas e iberos”. ¿Qué más queremos? Ante nosotros un testimonio en primera persona, lo único que hoy acepta la Antropología para definir una identidad, en este caso étnica. No es la cultura material como quieren los arqueólogos, ni la lengua como quieren los indoeuropeístas, ni mucho menos la descripción de un extranjero, sino elementos más subjetivos lo que hacía a un celtíbero ser tal. El único modo de acercarnos a la verdad, ridículo en probabilidades, sería encontrar el testimonio de alguien como Marcial, un celtíbero explicando qué es un celtíbero. Y aquí estamos ante tal tesoro informativo replicando que el pobre Marcial era un ignorante o un pelota de los íberos. ¿Por qué? Porque todos los académicos aún piensan (con la honrosa salvedad de A. M. Canto y alguno más), o mejor dicho tratan de imponer, que un celtíbero es un celta puro  (y por tanto indoeuropeo racial aunque no lo reconozcan) con alfabeto y torno alfarero adquirido de los iberos.

 

Volvamos con Tarteso diciendo que debemos aceptarlo o rechazarlo tal y como lo trasmiten los antiguos. Y si decidimos aceptar dichas fuentes, lo cual incluye usar los nombres y tramas que allí figuran,  eso no nos exime de detectar errores y exageraciones, no cabe duda. Como también somos libres de asociarlo o no con la Tarsis bíblica. De hecho la comprensión de los clásicos sólo comienza a fraguarse tras años comparando fuentes y buscando un denominador común, pues como es natural se contradicen entre ellas. Mi receta es que los testimonios antiguos priman sobre los nuevos, los abundantes sobre los escasos, los de vecinos sobre los de extraños totales, los originales más que las citas de otras citas, las lecturas más obvias sobre las más retorcidas, etc., lo que se dice echarle un poco de sentido común. Y si la mayoría de textos alude a un Tartessos mucho más extenso que el estricto Doñana, mucho más próspero que los fondos de cabaña pre-orientalizantes, y mucho más personal que un simple conjunto de colonias cananeas, eso es Tartessos y no lo que los arqueólogos quieran vender. Si no les gusta, que nieguen y combatan el mito tartésico como ya se hizo con el de la isla atlántica de Platón, y de hecho alguno ya ha dado el primer paso. Además, a Tartessos no se la modifica sino que simplemente se la reduce: se la reduce en su duración cronológica, se la reduce en su extensión geográfica, se la reduce en su unidad identitaria y capacidad de coordinación, etc. Tiene que ser una parodia minúscula de lo que los antiguos dicen que fue, y el eurocentrismo no es un agente menor en este asunto. Desde mi punto de vista esto es mucho más sangrante que la mera negación de Tarteso como realidad histórica y arqueológica.

jueves, 4 de diciembre de 2008

Complejos identitarios 4. El hombre de color, el “negro propiamente dicho” y la “one drop rule”

Para la presente blog-entrada hemos de remitirnos a los antiguos libros de Antropología Física, entonces llamada Raciología. Pese a que la “raza” es un concepto totalmente acientífico, también es cierto que aunque lo sabemos seguimos dotando a las razas de un innegable significado social. No hay científicamente razas pero sí existe una percepción social de las mismas y, dado que esta última puede y suele desembocar en racismo, se trata de un tema que nos atañe seriamente. Qué casualidad, son los blancos los únicos que hoy quieren dar por zanjado el asunto racial y los que cínicamente acusan de racistas a los negros o amarillos que quieren volver al tema para sacarse las espinas de la pasada y presente discriminación. Dado que la negación de nuestro africanismo tiene mucho de racismo encubierto, este blog pasará una y otra vez por el asunto racial. Y lo hará sin complejos, orgulloso de aspirar a ser de los primeros portales de opinión anti-eurocéntrica de España. A las personas de color nos ha quedado además la sensación de que el blanco, o el que se tiene por tal, ha conseguido la jugada perfecta: tras siglos proclamando nuestra inferioridad, ahora se presenta como el que nos perdona la vida, como aquel que inundado de buenismo da por zanjado un debate justo cuando se le ponía en contra.

 

Y es que el debate racial no está perdido por el blanco solamente porque el propio asunto haya prescrito en su cientificidad, que también, sino que ya estaba condenado al fracaso usando sus propios argumentos. Quiero decir que no existía una teoría racialista perfectamente entramada que daba la victoria al hombre blanco, sino una serie de teorías débiles cuando no claramente fraudulentas que sólo seguían en pie porque el hombre de color tenía vetado intervenir en el debate. Apenas pudimos gozar de los primeros pasos de teóricos no-blancos al respecto y de inmediato el blanco se apresuró a dar por terminada la discusión. Hoy los sabios de color prefieren no detenerse demasiado en la cuestión racial por miedo a ser tachados de racistas inversos. Se estudia mucho el racismo, es cierto, pero si para ello escogemos ignorar la raza estamos condenados a fracasar. Se estudia a los racistas como se estudia a los psicópatas asesinos, y en gran medida es algo que aplaudo, pero olvidamos que para ellos existe todo un argumentario que los “progres” dan por zanjado en aras de la corrección política y el tener la fiesta en paz. Debemos entender que los racistas creen tener la razón, una verdad demasiado dura para las tragaderas de los vendidos al moro y a la masonería. A la postre esa creencia en estar participando de “la” verdad, por dura y políticamente incorrecta que suene, es lo que les proporciona un mayor placer y protagonismo. Se sienten una minoría despierta entre una multitud que prefiere mirar a otro lado e hipnotizarse con la “race blindness”. Mientras este casi mesianismo persista no podremos acabar con el racismo, y la única manera que encuentro para sofocarlo es combatirlo en su propio terreno.

 

Mi postura es por tanto la de retomar aquellos tiempos lejanos en que Anta Diop o Ki-Zerbo le subían los colores a la plana eurocentrista, y que recientemente sólo encuentran testimoniales ecos (Martin Bernal y Ferrán Iniesta son ejemplos al alcance de todos). Quiero usar los mismos datos históricos, arqueológicos y antropológicos para demostrar de largo que el eurocentrismo es tan absurdo como contraproducente. Desgraciadamente, esto supone hoy día cargar con tres enemigos. El primero, claro está, es el eurocentrismo militante y los supremacistas blancos. El segundo, también mencionado, la “race blindness” para la que hablar de razas es ser racista. El tercer grupo de adversarios, en este caso más bien obstáculos, lo forman los autodenominados afrocentristas, a los que confieso que un día pertenecí con pasión. El afrocentrismo es el eurocentrismo al otro lado del espejo, es una especie de borrachera rencorosa que nos entra a las personas de color cuando descubrimos el gran timo historiográfico montado en loor al rostro pálido. Pero cuando llega el rigor y se marcha el rencor acabas por rechazar todos los “x-centrismos”. El problema de los afrocentristas es que dan pie para que los argumentos que yo y la tradición que humildemente represento sean tenidos a guasa. Las obras afrocéntricas actuales se repiten demasiado en los datos, suelen tender a la exageración y al parcialismo, no son ya más que un producto de consumo para afroamericanos de cultura media-baja y tratan de estimular más los intestinos y el corazón que el cerebro y el alma. Por eso creo imprescindible desmarcarme de sus argumentos y orientar el objetivo de mi lucha por otros derroteros bien distintos.

 

¿Por qué importa saber el color o el pelo de determinados personajes y pueblos que participan de nuestra Historia y Prehistoria?, ¿no es eso racismo? Todo lo contrario. “Imaginemos” que no me dan un trabajo por ser muy moreno, o que tal suegra no me quiere para su hija, o que determinados nazis me dan una paliza en un callejón, y yo necesito saber si en el pasado existieron culturas en que tal cosa era inimaginable o al menos practicada con cuentagotas. Entonces necesitaría saber si tal pueblo era o no racista, y no tengo modo de saberlo que no sea conocer cómo reaccionaba éste ante etnias vecinas y lejanas. Pero si no me permiten describir que un griego se las topó con un negro, ¿cómo puedo descubrir si en aquellos tiempos los helenos eran racistas? Más aún, imaginemos que tengo base para decidir que tal o cual personaje relevante del mundo griego era no-blanco, y que sin embargo tenemos constancia que llegó a ser famoso fabulista, notable general o próspero comerciante, ¿no debería ser una prueba sumamente codiciada para aquellos que queremos demostrar que el racismo eurocentrista actual es algo antinatural y antihistórico? A diferencia de los afrocentristas, que necesitan que todo un pueblo o toda una casta sea de color, yo sólo necesito constatar la presencia de un hombre no-blanco en tal sociedad o cultura que haya sido tolerado e incluso querido y admirado por ella. Esto debería acallar uno de los pilares básicos del racista y el supremacista blanco actual: la creencia de que los “grandes” (Grecia, Roma, etc.) eran racistas como ellos, además de absolutamente caucásicos en su aspecto. Y luego está también un sano deseo de identificación no sólo por parte de negros sino también por parte de homosexuales, mujeres, adictos, y en general todo tipo de personas que sufren vejaciones apriorísticas. Saber que Leonardo era una loca, que Freud se metía rayas o que tal Papa era en realidad Papisa supone un subidón de legitimidad para muchos que viven constantemente privados de ella por la sociedad. En mi caso particular se traduce por ejemplo en que de niño me encantaba Murieron con las botas puestas, única peli donde los morenos vencían a los rubios, tan harto como estaba de identificarme con los malos, los salvajes, los cómicos y los perdedores del universo cinematográfico. Otro ejemplo más genérico: a los gitanos les encanta saber que Jesús se parecía más a ellos que a los gachós. Y este es un dato que merecen disfrutar ellos y reconocer los payos porque es la verdad. Así, la próxima vez que un meapilas rechace a un trabajador por ser calé debería pensarse que lo mismo habría hecho si el Nazareno se lo hubiera pedido. Esto y no otra cosa es lo que deberían considerar aquellos que persisten en proferir cosas como “¿qué importa la raza de Jesús? Jesús era de todos los colores como su mensaje de amor”, y otras memeces. Por supuesto el alcance del tema es tan profundo que no podré resumirlo en una entrada, ni en diez del diario, así que por ahora nos vamos a aproximar a él a través de tres conceptos que me parecen fundamentales no sólo para comprender sino para valorar mis opiniones: “hombre de color”, “negro propiamente dicho” y “one drop rule”.

 

En una Historia Universal de Espasa Calpe (tomo I, 1962) F. Hertz facilita un dato que me ha acompañado como argumento durante años. Decía textualmente que “un gobernador europeo en África promulgó una orden acerca de lo que ‘los negros, los árabes, los hindús, los portugueses, los griegos, y demás gentes de color’ debían hacer al tropezarse con un ‘blanco’”. Ante tal frase los españoles deberían estremecerse, pues para nosotros “hombre de color” es un modo educado de referirnos a los negros, pero aquí seríamos nosotros incluidos en el lote, a no ser que nuestra esquizofrenia racial nos haga suponernos más blancos que portugueses o griegos. Desde luego el “gobernador europeo” no era ni portugués ni griego, y de ahí suponemos con toda plausibilidad que tampoco era español ni italiano, ni  probablemente francés, sino que posiblemente fuera inglés, alemán, belga u holandés. Para todos ellos los euromediterráneos somos, al menos antes lo reconocían, hombres de color, y es este uno de los mayores puntos de confusión racial que existen actualmente. Porque el digamos “latino” se cree invitado al gran festín del hombre blanco cuando es meramente utilizado como profiláctico. Así, cuando gente como yo decimos que el hombre blanco tal y cual, los primeros en saltar a nuestra yugular son compatriotas que según ese bando municipal deberían seguir las normas del hombre de color. El euromediterráneo actúa muchas veces como perro guardián de intereses que le son absolutamente ajenos y que de paso libran al nórdico de defenderse por sí mismo. Porque en la mentada colonia, y según el bando de aquel gobernador, el español se sentaría en el banco y comería en el plato para negros y árabes, para indios y portugueses, no en reservado para el hombre blanco, esto es europeo central y septentrional.

 

Toda esta ambigüedad entre lo que es un hombre blanco y otro de color fue reforzada desde la Antropología a través de un ardid conocido como “negro propiamente dicho” (NPD desde ahora). En la terminología antropológica no hay tal cosa como un “blanco propiamente dicho” o un “amarillo propiamente dicho”, lo cual ya debería bastar para sospechar de que sí usen y abusen del tal NPD. En resumen el NPD representa la antítesis de lo blanco: el pelo más crespo entre los posibles, la piel más oscura, la nariz más chata, los labios más gruesos, etc. En primer lugar, tal concepto es inútil porque no tiene constatación en África ni en ninguna otra parte. Hay negros de piel muy oscura, pero quizás sus rasgos faciales no son los más NPD, y el pelo más crespo, llamado “grano de pimienta”, lo tienen los amarillentos bosquimanos, mientras que las bembas más carnosas las suelen ostentar los congoleños que a la sazón son braquicéfalos (algo contrario al NPD). Pero además plantea un problema para los eurocentristas aún mayor que el que trataba de resolver. Porque la finalidad del NPD simplemente es la de procurarse un elemento para negar la negritud de determinados pueblos actuales y pretéritos, sobre todo esto último. Basta que la arqueología arroje una imaginería con mentones, o pelos ondulados, o pieles marrón-rojizo para que se determine que ese pueblo no puede ser catalogado como “negro propiamente dicho”. Sin embargo, si tal maniobra es posible, a la par deberíamos crear un BPD (“blanco propiamente dicho”) al que exigiéramos pelo rubio, ojos claros, piel de cera, labios finos, nariz de Pinocho, mentón de bruja, y con más vello que en un yeti. Me he limitado a citar algunas de las características por las que al parecer más nos distinguimos los “blancos”, y desde luego son aquellas por las que la Arqueología y la Historia del Arte diagnostican presencias “caucasoides” en la India Prevédica o en el Corazón de África. Sin embargo, si nos tiramos a las calles de Europa y su Diáspora a localizar los BPD, ¿qué proporción representarían? Menos del 1%, y hablo de un muestreo donde todos son lo que un burgalés entiende por “blancos”. Por el contrario, lo que encontramos en los clásicos raciológicos como Vallois o Marquer es que el blanco es el único tipo racial que se puede permitir una característica y la contraria: pieles del rosa al chocolate, pelos del lacio al crespo, narices de águila o de mono, etc. La consecuencia más directa es que para ser negro propiamente dicho has de mostrar absolutamente todos los extremos fisionómicos de la negritud, pero que para ser “blanco” o “caucásico” basta con que cuatro antropólogos subrayen uno sólo de tus rasgos.

 

Pero que no exista ese “blanco propiamente dicho” en los manuales de Raciología no implica que no exista socialmente. El BPD es el “nórdico”, el “ario-germánico” y demás denominaciones, el cual o bien se tiene por origen de los blancos, o bien por su perfecta culminación racial. Llegamos por tanto a mito de la pureza racial, pues ese doble plano integrador-segregador del concepto blanco sirve para servirse de nosotros, “medio blancos” o, curiosa fórmula, “blancos de color” para asegurársela. Se crean una serie de sub-razas caucásicas entendidas como mestizadas (mediterránea, indoirania, alpina, lapona, dinárica, etc.) por estar en contacto geográfico con los africanos y asiáticos. A estos el nórdico nos dice: “sois blancos pero menos que yo, un día fuisteis como yo pero os mestizasteis con los inferiores” o “un día seréis tan puros, sabios y bellos como yo si dejáis de mestizaros con los inferiores”. En sí carecemos de características propias, pues la mitad del rostro la tomamos del nórdico-germano o blanco propiamente dicho y la otra mitad es o bien muy mora, o bien demasiado turca, o mongólida de más. La asociación entre la teórica pureza nórdica y la actual bonanza política y económica de los países digamos “blancos” hace que los mediterráneos, caucásicos y bálticos perdamos el trasero por alardear del poco germanismo que seamos capaces de rastrearnos. De hecho nos lo tomamos de una manera más visceral que el propio noreuropeo, que incluso juega a mostrar un trato más calmado y dialogante con las demás razas.

 

Y de la mano de la pureza racial desembocamos en los modos para conservarla en un mundo cada vez más globalizado. Dependiendo del racismo de cada cultura, así es su política racial, y en este caso se vuelve a demostrar que la diferencia entre los blancos de verdad y los blancos de pegote (nosotros) es bien real. De todos es conocida la diferencia entre el colonialismo germánico (anglosajón, alemán, holandés, etc.) respecto al latino (francés, portugués y español). Conste que en absoluto pretendo minimizar nuestro negativo impacto colonialista, nuestras matanzas y abusos, pero estadísticamente es un hecho que en Latinoamérica y en zonas franco-caribeñas el mestizaje con indios y negros ha sido mayor. A veces fue fruto del amor y otras de violaciones o de la prostitución. A veces se produjo un fuerte mestizaje en los primeros siglos y luego se dedicaron a jugar al racismo. Pero las cifras están ahí. La ley de una sola gota de sangre, “one drop rule”, viene que ni pintada para ampliar más el alcance de esta diferencia. Para los anglosajones se establecía un racismo radical, por el cual bastaba una gota de sangre negra o india para ser catalogado como negro o indio, sin matices de por medio. Sin embargo, en la España o el Portugal coloniales floreció una pormenorizada nomenclatura de estados del mestizaje, algunos nombres tan cómicos como “tentenelarie” y “tornatrás”. Lo mejor de todo es que tales conceptos se representaban artísticamente con una clara función divulgativa. El mentado tornatrás ponía en aviso de que los genes del tatarabuelo negro podían aparecer total o parcialmente en algún lejano descendiente, y de ese modo se evitaban sospechas de adulterio en casas que se tenían por “blancas”. Abundando en estas clasificaciones hay que decir también que a través de ellas deducimos que existe una especie de “redención racial” pues llegaba el momento en que a base de selección sexual tus bisnietos podían ser de nuevo tenidos por blancos de pleno derecho. Así, negro más blanca da mulato, mulato con blanca morisco, este con blanca castizo, que con blanca albino, que de ahí a veces tornatrás, pero la descendencia de éste último volvía a ser catalogada simplemente como “blanco”. Una gota de sangre negra acababa totalmente diluida tras ininterrumpido blanqueamiento.

 

Y esta es precisamente la gota que los anglo-germanos pretenden tener en cuenta por los siglos de los siglos y sin redención posible. Siempre, claro está, que hayamos entendido que lo de la gota sólo les funciona respecto a sí mismos. Es decir, que jamás una gota de sangre blanca, ni diez, ni cien, te van a convertir en blanco. La “one drop rule” establece que cuando un blanco se mezcla con alguien pongamos negro su descendencia no es considerada mulata sino directamente negra. Al ser el mulato convertido en negro, la ley de la gota continúa sin cambios cuando tiene hijos, de tal modo que todos aquellos castizos, albinos y tornatrás de las colonias latinas habrían sido reducidos a meros negros en las inglesas y holandesas. Hay que tener además muy presente que el apelativo de ley (rule) no es metafórico sino que estaba como tal contemplado en la legislación colonial y luego estatal de Jamaica, Estados Unidos o Guayana Holandesa. Dichas leyes han ido suavizándose con el tiempo de tal modo que hoy, según estados, en USA se te considera ya blanco si tu porcentaje africano no supera 1/8, o 1/12 de tu composición genética total, pero existen casos (sobre todo en los racistas estados sureños) donde se establece una proporción (1/32) que de facto equivale a la “one drop rule”, por lo demás absolutamente viva a nivel social. Por supuesto el final de tan aberrante criterio es que rubios con ojos azules y nariz picuda sean caracterizados como “afroamericanos” en el registro censal, así como el que muchos de ellos, y hablo de miles, se camuflen cada año en las filas de los blancos o de su antesala latina en un fenómeno conocido como passing. Pero la mayor consecuencia que esto tiene para nuestros estudios es que si aceptamos que los USA son motor y musa del paradigma occidental hemos de aceptar que la “one drop rule” impregne sus análisis históricos y prehistóricos. Cuando por ejemplo los afroamericanos más forofos dicen que nuestro Al-Andalus fue poblado mayoritariamente por “black men” debemos recordar que lo hacen bajo el criterio que han padecido en sus carnes, sea “one drop rule” o sus ridículas adaptaciones a 1/16 o 1/32 de sangre negra. Cuando un norteamericano nos diga que Cervantes, o los Medici, o Agamenón, o Cristo eran negros debemos traducirlo por “personas con la más mínima traza de sangre africana”. Y entonces no podremos sino darles la razón.

 

Como vemos el terreno que pisamos es absolutamente contradictorio. Si tomamos los manuales raciológicos sólo el NPD es un negro verdadero y el resto somos blancos más o menos puros, mientras que según las leyes y la sociedad sólo el “blanco propiamente dicho”, “nórdico” o “anglo-germánico” es un blanco verdadero y el resto no somos sino chusma de color. El eurocentrismo consigue así una perfecta carambola pues el racismo persiste en lo actual y social, mientras que para el pasado remoto se aplica la erudita fórmula integradora de los racialistas teóricos. No puedo pasar la anécdota atribuida creo a Cheik Anta Diop en pleno debate sobre la negritud de los egipcios faraónicos bajo el palio de la UNESCO. Cansado de tanto rollo craneológico y de tanta ambigüedad lanzó la pregunta clave: ¿Habría sido aceptado Ramsés II en un club elitista de un estado sureño tipo la Virginia en los años 40s? Esa y no otra es la prueba definitiva de que el faraón era sin matices un hombre de color. Mi teoría es que junto a Ramsés deberíamos adscribirnos todos los mediterráneos, también los de sus costas europeas y asiáticas. Trasplantados al Estados Unidos anterior a los hippies, muy probablemente habríamos tenido que rellenar la casilla del “black”, “sepia”, “coloured” o “latino” en el censo. Ante esto, poco importa si nos consideramos blancos, o si incluso tenemos francamente aspecto de tales. Si volviera el racismo nazi, o la “one drop rule”, o cualquier otro engendro fabricado por el supremacismo blanco y el eurocentrismo, tal apariencia importaría bien poco, y seríamos las primeras víctimas de una paranoica caza de posibles ancestros impuros. Esta entrada del diario no da para más, pero aconsejo que cualquiera teclee “passing” en Google, la entrada de wikipedia basta, y se empape del tema si sabe inglés o que al menos se contente con las fotos de ejemplares de tantos “afroamericanos” que por una calle española serían indistinguibles, entre ellos George Herriman, autor del entrañable y afamado comic Krazy Kat.

 

Para acabar, un apunte anecdótico. Me revientan aquellos que cuestionan el uso de “negro” para describir físicamente determinados pueblos y personas, pues se trata de una moda de lo políticamente correcto importada del extranjero. Dejándonos llevar por lo fonético, es muy fácil asimilar negro, nigger y negre, tan fácil que lleva a conclusiones ramplonas. Los franceses usan “noir” para definir una silla o un abrigo negro, mientras que los angloparlantes emplean “black”, pero luego usan respectivamente “negre” y “nigger” para hablar con desprecio de los negros, términos que por lo demás nunca se emplean para objetos o seres de ese color. Cuando los españoles llamamos “negros” a los subsaharianos los llamamos realmente “noirs” y “blacks” (entiéndase su equivalente español), que son los adjetivos empleados para definir cualquier realidad de ese espectro cromático, y que son voces tenidas por respetuosas por esos mundos. Si fonéticamente suena más a los insultantes nigger y negre, si incluso puede que los haya parido etimológicamente, ese no es nuestro problema. ¿O vamos a dejar también de decir que el abrigo o la silla son negros? Recuerdo un bochornoso día en que un amigo, chupi-guay para más señas, me invitó a llamar “morenos” a los subsaharianos en aras del respeto y las formas. “Pero –le dije- si ellos son los morenos, ¿qué somos la gente como yo,  como los gitanos o los argelinos?” Él sólo quería ser lo más moderno y tolerante posible, pero había destapado una cuestión de difícil ajuste. En general no nos damos cuenta que la búsqueda de sustitutivos como “moreno” o “de color” vienen a invadir categorías raciales ya definidas a las que sí es cierto que el negro pertenece pero que no abarca: un negro es un hombre de color o un moreno pero no todos los morenos, aún menos los hombres de color, son negros. En segundo lugar no es lo que los propios negros quieren para sí. Cuando Martin Luther King se dirigía a su ‘black people’, cuando cantaba su majestad James Brown: Say it loud, I´m black & proud!, cuando sobre un puño aparece escrito “Black Power”, ¿cree alguien que los negros están dispuestos a que yo lo traduzca respectivamente por “pueblo moreno”, “soy de color y orgulloso” o “Poder atezado”? Otra cosa es que una vez arribados a Madrid, Málaga o Barcelona les moleste que les llamen negros, y esto sólo les viene de que su formación colonialista británica o francesa les ha hecho aborrecer lo que fonéticamente suene a nigger o a negre. Cuando piden que esto sea modificado e incluso piden ser llamados “morenos” muestran a mi pesar una rotunda ignorancia de lo que es nuestra lengua y realidad social. Pero hay más, porque con su actitud sólo tiran piedras sobre su tejado, y me explico. España es de los únicos países occidentales que carecen de esa bicefalia cromático-racial para lo negro, así que no existe un término que como tal sólo describa a los negros, aunque lo de “subsahariano” pegue hoy con fuerza (habría que preguntarse si los boers, malgaches o khoisan entran también en su canon subsahariano). Si forzamos, aunque sea con la mejor de las intenciones y la más inmaculada corrección política, la aparición de dicho término, ¿no estamos promoviendo en sí el racismo? Que los negros piensen bien que cuando un español lo llama así la realidad que proyecta, ayudado por su lengua, es que en el fondo lo considera un ser humano como él pero con la piel del color de su coche negro, su bufanda negra o su estilográfica negra. Si nos fuerzan a emplear un término específico para personas de esa raza el uso será a la postre racista como está demostrado en el constante cambio de apelativos raciales en USA (creo que ahora vamos por “american of african descend”). 

miércoles, 3 de diciembre de 2008

Complejos identitarios 3. No todo el África es orégano.

Antes de poder continuar añadiendo entradas al blog, me siento en conciencia obligado a precisar cuál es mi postura sobre nuestra herencia africana. Tras leerme muchos habrán llegado a la conclusión de que mi propósito es subvertir el orden de influencias actuales, a saber, cambiar Europa por África como referente. Es algo absolutamente falso, pero tampoco puedo decir que dichas sospechas sean totalmente injustas o descabelladas. Algo hubo de eso en mi proceso formativo y vital y, de nuevo, este formato de diario me permite hablar de aspectos privados y personales pero que se encuentran plenamente imbricados en mi quehacer como investigador.

¿Cómo fue que empecé a interesarme por la influencia de África sobre nuestra Península? Pues bajo la más directa y pedestre de las motivaciones: soy demasiado moreno comparado con un español medio (francamente parezco magrebí o caribeño). Supongo que eso me desacredita ante muchos, como si mis pintas africanas influyeran en cómo analizo el Pasado Remoto, como si forzara a éste a arrojarme aquello que quiero escuchar para consolar mi bastardía. Porque de eso se trata, de una bastardía que cada uno procura evitar o disimular todo lo posible. Este reproche lo he recibido veladamente de muchos peninsulares, haciéndome sentir como aquel que no sabiendo nadar acaba poniendo en peligro la vida de los que bracean para salvarse. Gracias a Dios yo no puedo ir de eterno europeo, de blanco inmaculado, de occidental sin matices; gracias a eso quizás he puesto mi ojo en determinados armarios polvorientos que todos rehuyen. Y luego está el racismo en sus dos vertientes: hay un racismo que te impide llegar a lo más alto, y ya es un problema, pero hay otro racismo aún peor que directamente trata de perjudicarte e incluso de quitarte de en medio. Cuando creces con eso acabas necesitando de una buena defensa, y no les quepa duda que aficionarme a la Historia y la Antropología ha sido lo mejor que he hecho al respecto. Entiendan entonces que con mi trabajo establezco una especie de pacto. De una parte reconozco que mis investigaciones nacieron para justificarme como ibérico de pleno derecho; y al no ser un blanco occidental al uso, no tengo otro argumento posible que el establecer que Iberia tampoco ha de ser totalmente blanca, ni europea, ni occidental. Pero es igualmente cierto que cuando aporto un dato a favor de esta tesis lo hago desde el más profundo convencimiento ético y desde lo que considero como la metodología más rigurosa a mi alcance. Si lo piensan bien, la verdad es que no me queda otro remedio, habida cuenta de que el ambiente es totalmente hostil a mis propuestas. Nada peor que un argumento mal hilado, apoyado más en ilusión que en datos, si lo que pretendo es que nuestra africanidad, de la cual mi morenura no es sino anécdota, sea tenida en serio. Tengo muy presente que si fallo en mis razonamientos o si parezco demasiado parcial no sólo me perjudico como persona sino que desacredito todo aquello que llevo años pretendiendo defender.

Además, he pasado distintas etapas, separadas por auténticas crisis de identidad. No es lo mismo cuando entronqué con los subsaharianos mediante mi hijo mulato que cuando viajaba a Marruecos con mi amigo semi-musulmán y Blas Infante en el bolsillo, o que cuando elucubraba sobre el ADN de mi abuela nacida en la Habana. Y como consecuencia de todas estas etapas vitales mi trabajo iba también evolucionando. Al principio era más forofo y maniqueo, con algo de revanchismo mal asimilado, y por eso me limitaba a coleccionar datos y opiniones a favor de nuestro africanismo. Con el tiempo empecé a distinguir calidades entre las distintas fuentes, pero sobre todo fui perdiendo esa porción de rencor que el racismo ambiental me había inoculado. Hubo dos motivos que principalmente extinguieron mi revanchismo. El primero es la propia acumulación de datos, aquello de estar más leído y viajado, que te convence de que esta no es una cuestión de bandos y que, de haberlos, ninguno se puede erigir como víctima absoluta y ejemplo a seguir. La otra, no menos importante, es que comprendí que si podía criticar duramente a Occidente era precisamente por ser occidental. Bajo otras alternativas sociales, como sean el Comunismo o el Islamismo, tal posibilidad es una utopía. Muchos europeos de familia cristiana pasan a ser musulmanes cada año pero los países musulmanes suelen castigar con la muerte la apostasía. Muchos occidentales simpatizan e incluso ejercen de comunistas, pero que un ciudadano de república comunista pueda manifestar admiración, siquiera respeto, por las fórmulas de la economía de mercado, le cuesta la libertad y hasta la vida. Afortunadamente, y a pesar del rebrote fascistoide-neocon posterior al 11-S, Occidente sigue siendo un modelo social tan seguro de su salud y cualidades como para considerar las críticas, internas y externas, como pruebas a superar. Porque soy occidental y critico a Occidente puedo decir mis barbaridades sin que se dicte una fatwa de muerte contra mí y sin recibir una inyección de polonio-210.

Por eso me dolería ser malinterpretado como alguien que simplemente ha cambiado el eurocentrismo ambiental por un interesado afrocentrismo. Yo no creo en la superioridad moral, ni histórica, ni mucho menos racial de lo africano sobre lo europeo. Sí se qué guarradas hicieron los blancos durante el Colonialismo, no considero que estén justificadas por el devenir histórico, y particularmente me molestaría bastante que alguien pretendiera venir a enseñármelas a estas alturas de mi vida. Yo no creo en la superioridad de África porque ya no creo en la superioridad de ningún colectivo, ni región ni período concretos. De lo que trata mi trabajo es de denunciar a aquellos que pretenden sacar a África de la Historia. Tras una década rumiando hazañas de los africanos “en casa y en la diáspora”, tengo tan asimilado que hubo siglos en que determinadas culturas africanas no sólo igualaron sino que superaron a las de Europa y del mundo entero, que me cuesta trabajo entender que haya gente que aún lo ignore. Bueno, me digo, lo ignoran como tú un día lo ignoraste, y les cuesta asimilarlo como a ti te costó, o algo más, porque ellos no se ven impelidos por tus circunstancias personales. Pero una cosa es defender la participación plena y admirable de los africanos en el curso de la Historia, y en concreto de nuestra Historia peninsular, y otra muy distinta es ejercer de propagandista.

Iberia tiene el privilegio y la oportunidad de actuar a la manera de los partidos bisagra de las democracias, o como ese voto indeciso en un bipartidismo, pero a nivel continental. En la serie de entradas del blog referidas a Geografía aparece mi convicción de que la Península es una unidad en sí misma, más allá de que esté expuesta a cuatro influencias simultáneas y que por tanto presente acusados matices regionales. Yo pretendo que los peninsulares no olvidemos nuestra africanidad, pero si no estuvieran suficientemente recordadas también lo reivindicaría para nuestras esencias europea, mediterránea y atlántica. Creo que sólo obtendremos prosperidad, respeto internacional y una identidad garantizada el día que dejemos de mentirnos sobre nuestros orígenes y composición. Iberia es tan africana como europea y por eso se puede dejar querer por una, otra o ambas según las circunstancias del momento. Y además, por así decirlo, cuenta con su propia acumulación histórica de elementos africanos y europeos. Algunas veces estos se mezclan hasta diluirse en lo general ibérico, otras perviven con más o menos tipismo. Esto conlleva que el ibérico no sólo cuenta con África y Europa actuales como referentes sino con todo su pasado y futuro, lo cual es de suma importancia para Afroiberia.

Puedo asegurar que a nadie duele como a mí, pero hay que reconocer que hoy por hoy Europa representa una mejor oferta que África. Europa subvenciona y África pide créditos. Europa está compuesta por democracias sin guerras desde hace ni se sabe, y África es un polvorín de señores de la guerra, soldados-niño drogados y sida. Europa representa el cinismo posmoderno mientras que en el Magreb te ejecutan por una caricatura desafortunada, o en Kenya te amputan el clítoris siendo bebé. Yo he sido de los que opinaban que la guerra de Ruanda fue debida a la financiación de armas por parte de Occidente, especialmente de Francia. Ahora me avergüenzo de sostener que si un negro mataba a otro era porque un blanco le regalaba la pistola. ¿Cómo se puede pretender ir de respetar, incluso idolatrar, lo africano y a la vez pintarlo tan infantil y amoral, tan animalesco a fin de cuentas? Cada uno que aguante su vela, aunque sea Occidente sin duda el que tiene las manos más manchadas de sangre y más disculpas pendientes. Y si esto atañe los rincones más abyectos del mundo subsahariano, qué decir del África musulmana con sus yihadistas. Dicen que quieren recuperar su Al-Andalus, como si los católicos franceses quisieran ahora recuperar la Hipona de su San Agustín. Si los ibéricos queremos estar del lado de la democracia, la igualdad de género, raza, o credo, la libertad de expresión, un ejército y una policía apenas corrupta, un sistema sanitario y de pensiones garantizado, etc. Europa y Occidente son hoy la opción y la alianza natural de la Península.

Pero eso no debe implicar el olvido e incluso el ocultamiento esforzado de nuestras esencias africanas. Que el cristiano español no piense que nuestra africanidad supone otra cosa que el mentado Agustín de Hipona o San Moisés Etíope. Que el sibarita y negociante simpatice con su substrato cartaginés o hebreo. Que el tan común individualista ibérico se sienta un targui amazigh. Que cada uno se sienta en fin dueño de aquella parte de África que va a amar, pero que no se siga ignorando o ninguneando un elemento tan interesante como enriquecedor de nuestra identidad. Volvernos hacia nuestra africanidad no implica, ni debe, convertirnos en masa al Islam e implorar el auxilio alauí, como tampoco implica marcharnos a Europa para dejar Iberia a la gente venida en pateras. Pero sí implica sabernos interlocutores o intérpretes inevitables en el diálogo Europa-Magreb, o no cometer la estupidez de sentirse más invadido por un senegalés que por un ruso. Volvernos hacia nuestro africanismo consiste fundamentalmente en reconocer que durante siglos hemos podido distorsionar nuestro pasado y esencia para dar una imagen exclusivamente euroibérica. Y eso suponía afrontar el destino con una mano atada a la espalda.

Soy perfectamente consciente de que esta blog-entrada me ha salido si cabe más incorrecta políticamente de lo que acostumbro. Comprenderán que si no temo echarme por montera toda la oficialidad eurocentrista, menos aún me va a asustar determinada ideología africanista acrítica, común en ONGs o en andalucismos nostálgicos de lo musulmán. De hecho yo mismo viví en dicha falacia y con mi crudeza sólo pretendo ayudar a otros a caer del guindo. Porque sólo podremos amar realmente a África, sólo podremos reivindicarla honrosamente, si despertamos ya de esas borracheras étnico-festivas que sólo saben repetir que todo blanco es un imperialista y todo africano un bondadoso salvaje. Las por otra parte vergonzosas actitudes de Europa sobre África son a la postre el mismo esquema de abuso de poder que se pueda estar produciendo hoy mismo por parte del varón africano sobre la mujer africana, del heterosexual africano sobre el gay africano, del rico africano sobre el pobre africano, y del africano de etnia A respecto al africano de etnia B. Por el mismo motivo, mujeres europeas y africanas comparten un pasado común de sometimiento a manos de los machos, proletarios europeos y africanos idem de lo mismo respecto al patrón, etc. Hay por tanto mucho que reflexionar y que dialogar en torno a África, pero tan obsoletas son las teorías racistas y coloniales como las corrientes absolutamente acríticas y aduladoras.