sábado, 13 de junio de 2009

Un millón de generaciones

El pasado es una dimensión existencial demasiado poderosa para dejarla en manos de terceros, una energía y una riqueza que cada uno debe mimar por si mismo si quiere sentirse pleno. Nuestra cultura occidental lleva siglos padeciendo una extraña manía progresista-evolucionista que sólo valora el avance, el futuro, la meta y no el punto de partida o el recorrido, y por eso manipula el pasado sin pudor para que este le arroje confirmaciones que jamás estuvo dispuesto a dar. Tenemos por “retrógradas” y “primitivas” a aquellas sociedades que no han querido o no han tenido la oportunidad de subirse a nuestro tren de progreso, del mismo modo que consideramos inferiores de necesidad a todas las culturas anteriores, aunque sean las de nuestros ancestros. De este desprecio hacia el no-occidental (geográfico o temporal) nacen disciplinas tales como la Historia, la Arqueología o la Antropología. Quiero decir que no sólo aparecen en la misma época en que estos prejuicios tenían más virulencia, y que por tanto padecieron su influjo, sino que precisamente nacieron para ser sus portavoces y paladines, basándose en materiales obtenidos del expolio y colonización que justificaban. A menudo olvidamos que cuando expresamos “soy aficionado a la Historia” realmente queremos decir “soy aficionado a la interpretación occidental del pasado”. Un chino actual que estudie el pasado chino en base a testimonios exclusivamente chinos y sin ningún tipo de formación occidental reglada no nos parece, seamos sinceros, un historiador “científico”.

Si el estudioso del pasado necesariamente lo desprecia, forzado por el paradigma evolucionista que equipara lo anterior a lo inferior, ¿cómo podemos esperar un análisis serio de nuestro ayer? De nada vale enarbolar cientificismos, pues bien sabemos que occidentales y soviéticos, colonialistas franceses y británicos, españoles franquistas y republicanos, Villa Arriba vs. Villa Abajo en definitiva, han fabricado “memorias históricas” incompatibles entre sí desde perspectivas todas ellas tenidas por empíricas. El pasado no es más que un blanco lienzo sobre el que proyectar nuestras justificaciones políticas y sociales, un modo de legitimarse y deslegitimar al vecino, y todo esto aprovechándonos cobardemente de que el ayer no puede volver ante nosotros para defenderse y mostrar en qué consistió realmente. Perder nuestro pasado, o asumir uno que es falso, debería dolernos como perder la riqueza medioambiental o el prestigio social, pero difícilmente podemos amar lo que el dogma evolucionista nos inculca como inferior, animalesco, salvaje, o inmoral. Nuestro pasado sólo tiene entonces valor en la medida en que corrobore nuestro actual estatus, sea porque demuestre que fuimos “los primeros” o “lo más poderosos y cultos”, sea porque nos vincula cultural o antropológicamente a regiones poderosas en la actualidad.

Existe un drama aún mayor que el que no se narren los acontecimientos tal cual sucedieron, y es el de despreciar la propia dimensión Tiempo. Si el progresismo-evolucionismo considera a lo anterior como inferior, lo muy anterior ha de ser por fuerza muy inferior, por lo que no debe extrañarnos que ese desdén por la dimensión temporal se acentúe a medida que remontamos nuestro pasado. Así, la Edad Contemporánea no supone ni la mitad de la Edad Media, ni el Neolítico la centésima parte del Paleolítico, etc. Por supuesto existe un motivo racional para hacer que cada vuelta de la espiral del tiempo sea más grande y es nuestra limitación para la memoria. Recordamos mucho mejor lo de hace un rato que lo de hace años, archivamos testimonios explícitos de hace siglos, quizás algo de hace milenios, pero más allá se impone lo indirecto e implícito, viéndonos obligados a esquematizar. Hemos de entender sin embargo que lo único que se ha reducido es nuestra capacidad para percibir detalles del ayer, no la propia existencia de dichos detalles. A medida que el pasado se hace más remoto permitimos que el estereotipo sustituya a la realidad, hasta el punto de llegar a una Prehistoria que diríamos de tebeo si no fuera porque con ello se denigra al noveno arte. Directos a la yugular, tomemos el caso de la célebre “Sima de los Huesos”, yacimiento burgalés y muy oficialista en que se han encontrado los huesos de al menos 32 individuos datados en “unos 300.000 años”. Tenemos por tanto un pozo natural o sima por el que han caído 32 tipos en un lapso que podríamos traducir, muy por lo bajo, entre hace 320.000 y 280.000 años. Esto supone una caída al pozo cada 1.250 años, lo cual equivale a uno cayendo hoy, el anterior en 750dc (primer Al-Andalus), el de antes en 500ac (ocaso de Tartessos), etc. ¿Cómo aducir para estos casos otro argumento que el de la casualidad, cómo interconectarlos? Sin embargo, los investigadores nos cuentan sin sonrojo que seguramente estamos ante uno de los primeros testimonios de enterramiento social, aventurando la existencia de un solo grupo “con una unidad geográfica, temporal y, posiblemente, hasta familiar” (Cela Conde, 2001).

Con una correcta percepción temporal podríamos evitar esta y otras sandeces que el aficionado lee y a menudo acaba creyendo, pues como acabamos de comprobar no son necesarios grandes alardes empíricos para desenmascararlas. Pero hay que practicarlos como gimnasia, considerando que no sólo se hace Prehistoria memorizando industrias líticas, sino también por ejemplo meditando que:

Una persona puede conocer personalmente un arco de 7 generaciones (desde su bisabuelo hasta su bisnieto).

Desde nosotros a la culminación de la “Reconquista” y “descubrimiento” de América median unas 25 generaciones, casi cuatro veces mi “arco generacional”

De hoy al fin de las glaciaciones son unas 500 generaciones, unas 20 veces el tramo desde 1492, unas 72 veces mi “arco generacional”.

De nosotros a los primeros Homo hay unas 300.000 generaciones.

Desde el momento en que divergimos de chimpancés y bonobos han transcurrido algo más de un millón de generaciones.

Por eso he escogido este título para mi entrada, reivindicando que el pasado remoto tuvo un peso efectivo más allá de lo que sepamos o podamos obtener rastreándolo. Trabajamos con poquísimos testimonios que a su vez están muy pobremente interconectados, pero sobre los que se construyen detalladas quimeras que esconden desde rivalidades territoriales a egocentrismos académicos, en lugar de imponer la humildad y admiración ante tan colosales dimensiones cronológicas, que son en sí la mayor lección de Historia. Debemos tener la certeza de que más allá de lo que sepamos o no, lo que aceptemos o no, lo que estemos en condiciones de argumentar y secuenciar o no, durante la remota antigüedad algo ocurrió, y ocurrió segundo a segundo durante más del 99.9% de la existencia de eso que concebimos como humano.

Un caso práctico

En mi juventud fui un fanático de los años 60, hasta el punto de tener una pormenorizada visión de lo que supuso a nivel histórico, social, y estético cada uno de los años de esa década. Por eso, y por la tiranía propia de adolescentes, me indignaba ver que no sólo la televisión y otros focos culturales, sino también la propia gente que vivió esa época, preferían confundir sus elementos como si de un simple veraneo se hubiera tratado. Al crecer tuve que retractarme con humildad, pues comprobé que yo hacía lo mismo con las décadas que mi edad iba acumulando. Comprendí que existen limitaciones en la percepción temporal, y que realmente supone un esfuerzo continuado el superarlas. Cuando idolatraba los 60s corrían los años 80s, y ya la cultura popular los había estereotipado comprimiéndolos en una sola estampa. Por supuesto, mis padres recordaban si en 1965 estaban estudiando o trabajando, si vivían en Málaga o en Granada; pero si les enseñabas una foto de gente de los 60s ajenos a su círculo socio-familiar ya no podían especificar siquiera si se ubicaban en la primera o segunda mitad de la década. Afortunadamente, al mediar sólo veinte años entre mis tiempos y los de mis ídolos, unos años además repletos de fotos, vídeos y documentos textuales, tuve la oportunidad de recabar un buen lote de información sobre la “década prodigiosa”.

¿Qué relación tienen mis gustos juveniles con la temática de este blog? En primer lugar nos permiten establecer una ratio de memoria histórica para aplicarla al Pasado Remoto. Si en veinte años ya hemos reducido iconográficamente una década, vivida en primera persona, a digamos un “año-estampa”, ¿quién puede creerse a esos académicos que discuten si una cerámica fue más típica del 1000aC. que del 1200 o del 800aC.? En la entrada anterior vimos que el pasado se caracteriza por mostrarse más fragmentario y oculto a cada siglo que lo remontemos, y esto es algo que podemos comprobar fijándonos en algo tan cercano como las ambientaciones cinematográficas. Ya hemos visto que las décadas más cercanas y documentadas son reducidas a un único “ambiente”: un vestir de los 60s, un mobiliario de los 60s, una psicología, etc. Mas atrás en las fechas aparecen ambientaciones válidas para períodos de unos cincuenta años, de modo que para una película ambientada en 1810 se usará el mismo atrezzo y decorados que se usaron para otra cuya acción discurría en 1853. El público y la crítica las aceptaremos como “bien documentadas”, a pesar de que con tiempo y esfuerzo podrían haberse afinado diferencias entre décadas. Avancemos por ejemplo al Medioevo, y ya entramos en ambientaciones que en cine no requieren más que una estampa por siglo, y eso si vamos de rigurosos. Al llegar a la antigüedad, sobre todo al ambientar al pueblo llano, parece como si toda ella fuera un escenario fijo, como cuando comprobamos que la misma casa y la misma túnica empleada para una biografía de Moisés se recicla para recrear las enseñanzas de Jesús, aunque haya más de 1.000 años por medio. Lo mismo debería ocurrir en Arqueología. Si no distinguimos 10 años de hace 30, y eso que están exhaustivamente documentados, es porque existe una incapacidad humana para tomarle al tiempo su justa medida. Propongo pues establecer una proporcionalidad muy sencilla: 10 años de 30, 100 años de 300, 1000 años de 3000, etc.

Pero es importante no confundir entre información histórica y arqueológica. Se trata de algo muy similar a lo que conté de mis padres: la información histórica se corresponde a sus recuerdos biográficos, mientras que la arqueológica es equivalente a la foto de extraños que les mostraba. La primera puede ser explícita, aunque también falseada, mientras que la segunda es como vemos muy difusa, más cuanto más nos adentramos en el pasado. Además, todos sabemos que llegado un punto la Arqueología pierde la ayuda, o la distracción, de su prima la Historia, momento en que nos sumergimos en lo prehistórico. Y si hemos comprobado cómo el humano prefiere reducir iconográficamente largos períodos que podría ampliar con la documentación disponible, qué decir cuando carecemos de testimonio explícito o documento. Por eso reafirmo que los 1700s (hace 300 años) sólo pueden ser caracterizados arqueológicamente por elementos comunes a todo el siglo (100 años), es decir que escarbando un cortijo de la época mal podemos establecer si se construyó en 1710 o en 1770, por muchos objetos o papelotes asociados al hallazgo que encontremos. De la misma manera, pero en proporción, el registro arqueológico de hace 3.000 años se muestra indistinguible del datado en el 1500 o en el 500aC. Por supuesto soy consciente, muy a mi pesar, de toda una serie de ítems que los arqueólogos usan para hacer dataciones más específicas, los mal llamados “fósiles guía”, pero no los tengo en cuenta por varias razones. La primera es que no existen dataciones absolutas sobre estos materiales, pues de hecho las tenidas por tal son realmente horquillas temporales de calibración muy controvertida. La segunda es que la mayoría de las veces son objetos sacados artificialmente de un contexto indistiguible del de otros períodos y culturas: por ejemplo estudiamos una cultura en la que nada ha cambiado durante siglos, salvo que un tipo de cerámica foránea aparece en cierto período, aunque su presencia no suponga ni un 5% respecto al 95% restante de formas y materiales genéricos, que tanto podríamos datarlos en el neolítico que en época protohistórica. Finalmente hemos de comprender que vivimos en una época especialmente trepidante en los cambios, que probablemente nos impide calibrar el peso de la tradición hasta ayer mismo. Todavía en mi niñez abundaban en Andalucía chozos playeros idénticos a los de hace 5.000 años, y algo antes eran comunes velámenes y arados latinos, por no mencionar al suegro de mi amigo Javier improvisándose una navaja de sílex para cortar una soga. Por eso cuando por ejemplo me dicen que el “Bronce medio 1” de la cultura argárica va del 1640 al 1580aC. me suena igual que si un tipo (soberbio, loco o ingnorante) pretendiera escribir una biografía de los Beatles donde detallara cada minuto de sus vidas. Dejemos de “historizar” la Prehistoria y devolvamos ya al Tiempo su justa dimensión.