sábado, 6 de diciembre de 2008

Elogio de las fuentes antiguas sobre Tarsis o Tarteso

Hoy vamos a denunciar el desprecio con el que los modernos arqueólogos e historiadores tratan las fuentes bíblicas, grecolatinas, etc. referidas a Tartessos, Tarshish, y en general nuestro Tercio sur peninsular. Están tan mal consideradas que hoy un autor corre graves riesgos en su credibilidad si abusa de citarlas, y en general son vistas con superioridad y con sospecha. La moda ahora es pensar que todos aquellos hebreos, griegos, latinos, cananeos, etc. eran mentirosos compulsivos, imbéciles de baba y manipuladores natos. No es ya que dichas fuentes sean consideradas escasas o poco explícitas, ni siquiera nulas para el conocimiento de nuestro pasado, sino que se les ha llegado a atribuir un poder negativo con la capacidad de des-instruirnos y confundirnos sobre lo ya afianzado como verdadero. España practica la lógica excluyente del “o”, donde cada cosa ocupa un lugar y no otro, y ninguna cosa puede ocupar el lugar de otra. Como ahora pita idolatrar la Arqueología, los textos clásicos deben salir totalmente de nuestro análisis. “O Arqueología o fuentes” pasa por ser otra forma de decir “o progreso o estancamiento”, “o ciencia o leyenda”, etc.

 

Yo no creo que tal dicotomía sea ineludible, y ni siquiera la veo positiva para conocer nuestro pasado. Disfruto mucho con Estrabón o Herodoto, y tengo el suficiente grado de madurez para leerlos en su contexto histórico y más o menos adivinar qué de lo que dicen es valioso para el investigador, qué es flagrante exageración, cuándo se ponen etnocentristas o cuándo pierden toda la imparcialidad al describir al peor de sus enemigos. Pero ni siquiera necesito defenderlas como fuente de verdad histórica, sino que me basta acometer el asunto desde una perspectiva mucho más general, que tiene la ventaja de ser fácilmente comprendida por aquellos que ni siquiera se sienten atraídos por nuestro pasado. El argumento que yo empleo sirve indistintamente para un gran número de eventos en nuestra vida cotidiana, porque habla de usurpación de la identidad, de uso indebido de un original, de cosas que nos irritan y apenan de forma instintiva cuando nos toca padecerlas.

 

Primero necesitamos acercarnos a una serie de ejemplos sobre realidades arqueológicas distintas de Tarsis-Tarteso. Son casos en los que la Arqueología descubre un grupo cultural, lo caracteriza y, por supuesto, le da un nombre. En estos casos el nombre suele ser el del yacimiento que primero se encontró o el de alguno de sus elementos más característicos. Del primer caso, yacimiento “epónimo”, tenemos Los Millares, Las Cogotas, Natufiense y un largo etcétera bastante conocido. Del segundo caso, el que se basa en un “fósil guía”, podemos encontrar las culturas del Vaso Campaniforme, de los Campos de Urnas, Nurághica, de la Cerámica Cardial, Dolménica, etc. Este tipo de denominaciones nos están indicando que nada deben a la Historia, que no se basan en ninguna referencia de los antiguos a un pueblo conocido de ellos, sino que son realidades totalmente independientes, puramente arqueológicas. No hay razonar mucho para entender que bajo estos dos métodos se ha bautizado al total de culturas prehistóricas. Por otra parte, existen una serie de culturas protohistóricas e históricas que habiendo sido constatadas por los arqueólogos pueden ser a la vez emparejadas con un equivalente histórico conocido, como en el caso de Cultura ibérica, céltica, babilónica o escita. Este es el grupo al que pertenece Tarsis-Tarteso.

 

Estamos justo en el meollo del asunto, así que iremos muy secuencialmente para no perder el hilo de mi defensa. Tenemos un arqueólogo que encuentra unos restos y pronto cae en la cuenta de que, en esa comarca y con la datación que le atribuye, bien pudiera pertenecer a uno de esos pueblos descritos por los clásicos. Si han leído mis artículos sobre el mundo académico adivinarán que opino que esa es una tentación muy fuerte de cara a promocionar el yacimiento (lo que se traduce en subvenciones y en protagonismo mediático). Nadie va a bautizar a su cultura zx-31 pudiéndola llamar celtíbera o escita. Más aún, la Arqueología se ha dedicado hasta al menos la mitad del sXX precisamente a buscar dichos pueblos antiguos. La Arqueología nació como disciplina auxiliar de la Historia, y los arqueólogos sólo podían concebir su trabajo como la búsqueda y demostración de que los iberos, tartesios o númidas de los clásicos estaban en tal o cual emplazamiento, así como expoliar para museos sus riquezas materiales. Por mucho que ahora se quiera demostrar que tal época está superada, por mucho que el arqueólogo actual incluso llegue a jactarse de trabajar de espaldas a la información histórica, su herencia formativa y las ventajas de promoción antes mencionadas hacen difícil que eso sea creíble.

 

Pues bien, mi razonamiento es que si un arqueólogo dice que la cultura material descubierta es “tartésica”, “celta” o “hebrea”, lo justo es que se supedite a la idea histórica de ese pueblo clásico en cuyo honor bautiza su hallazgo. Hay que decir que en la mayoría de los casos se respeta esta norma. Si un arqueólogo de Israel descubre un poblado del Hierro que está lleno de huesos de cerdo, templetes a Dagon y frescos estilo egeo nunca lo califica como “hebreo” sino probablemente como “filisteo”. Y si lo hace así es porque se basa en los tabúes dietéticos, creencias monoteístas y prohibición de hacer arte figurativo de los hebreos. Pero toda esta información la conoce ni más ni menos que a través de la Biblia, obra más que polémica en su valor histórico. Siempre podía haberse quedado en lo de “cultura zx-31” y así no se mojaba. De hecho, cuando conviene sí que usan esas nomenclaturas alfanuméricas, como la Cultura X (sic.) de Nubia, y me refiero cuando hay que disimular en lo posible las glorias ajenas, principalmente africanas. Pero una vez que bautizas tu yacimiento con el nombre de un pueblo histórico, el que tienes que demostrar que tu hallazgo merece el apelativo eres tú.

 

Muchos pensarán que me estoy poniendo pesado con el argumento, de puro obvio que es. Pero al llegar a la Península Ibérica no se qué ocurre que comienzan a darse extraños fenómenos paranormales entre nuestros especialistas. En cualquier país del mundo y por muy modernizada que esté su Arqueología, el arqueólogo necesita del placet del historiador si es que quiere colgarle a su yacimiento una etiqueta de pueblo antiguo. Como digo, también se dan aquellos que no se pringan y dejan que sean otros quienes digan si lo hallado pertenecía a tirios o a troyanos. Ese es el caso de las culturas del Hallstatt y La Tene, de las cuales se dice que pertenecen al pueblo celta de  los textos grecolatinos. Siempre podremos obviar lo de “celta” y ceñirnos a las realidades puramente arqueológicas, hasta el punto de decir, por ejemplo, que Hallstatt es más bien proto-celta o que no es celta en absoluto. El día que se descubra que lo de los celtas es una patraña y una exageración, La Tene y Hallstatt sobrevivirán porque simplemente describen un paquete de elementos materiales que aparece recurrentemente en yacimientos de una región y cronología definidas. Pero en España, siempre different, el arqueólogo ha acabado por decirle al historiador, y de paso a Estrabón o Plinio, en qué consistía realmente un ibero, un lusitano o un callaico. El caso de Tarsis-Tarteso es el paradigma de esta aberración.

 

Para entenderlo hay que abordar previamente cuestiones tratadas en otras entradas de este blog. Digamos muy sintéticamente que las fuentes clásicas no nos ayudan demasiado en nuestro fuerte complejo (de superioridad) eurocentrista. Los grecolatinos y bíblicos nos pintan demasiado poco europeos para el plan de integración que ahora afrontamos, así que estamos acostumbrados desde hace décadas a negar o minimizar el impacto de dicho afroasiatismo ancestral. Pero este tipo de fuentes también abundan en una cuestión complementaria, a saber, nos retratan mucho más evolucionados culturalmente que el resto de Europa. En muchos sentidos esto es inevitable pues todos sabemos que el Mediterráneo antiguo poco o nada admiraba a la Europa continental, a la que consideraban de lo más bárbaro. Nos vemos en la tesitura de que si aceptamos la descripción que de nuestros ancestros hacen los clásicos, no sólo pretendemos entrar en Europa como medio afroasiáticos, sino que encima lo hacemos presumiendo de más antiguos y civilizados que la mayoría de hermanos en la Union Europea. No creo necesario argumentar por qué mientras más de europeos vayamos y más humilditos nos mostremos, más posibilidades tendremos de mamar en la ubre nórdica. Resultado: somos la única nación del mundo cuyos arqueólogos y demás implicados pelean por tener un pasado lo más reciente y modesto posible. Si los ingleses o los alemanes critican las fuentes antiguas, es porque ponen a los britones o germanos demasiado bestias para su gusto, pero los españoles desacreditan a Plinio o a Mela por todo lo contrario.

 

Estamos por tanto acostumbrados a leer los clásicos con kilómetros de notas a pie de página advirtiéndonos de las imprecisiones, exageraciones, ignorancias y tergiversaciones del geógrafo o historiador de turno. Pensemos que todo empezó para borrar pistas cada vez que se decía que éramos muy cananeos, muy africanos, o muy modernos y prósperos para nuestra época y entorno. La veda para la libre interpretación se abrió entonces, y al final se ve perfectamente decente el que cada uno se invente lo que quiera a partir de los textos antiguos. “Total, –dirán- si son unos mentirosos y unos ignorantes, casi les damos un poco de dignidad con nuestras rectificaciones…” Pero en realidad los arqueólogos no tienen ningún derecho a hacerlo. Tienen derecho a trabajar de espaldas a la historiografía, y en no pocos casos yo les alabo el gusto, pero entonces que bauticen sus culturas y yacimientos por los otros métodos mencionados al principio. Tienen también derecho a decretar que Tartessos o Celtiberia no existieron porque su registro arqueológico de la zona y época no coincide con lo descrito por los arteros clásicos. Lo que en ningún caso tienen derecho es a decir que el pueblo antiguo en cuestión se corresponde realmente con su conjunto arqueológico y no con lo dicho por los antiguos.

 

Y eso es exactamente lo que se hace con Tarsis-Tarteso. Mejor deberíamos reducirlo a Tarteso, pues en otra entrada veremos que lo de Tarsis ha sido injustamente desacreditado y hoy es virtualmente imposible que te permitan identificar el término hebreo con el griego. Lo canónico hoy es decir que la cultura tartésica se constriñe al triángulo Cádiz-Sevilla-Huelva (capitales), los siglos VIII-VI, y que se define por dos tipos de cerámica: retícula bruñida y bicroma, así como defender que todo lo que los grecolatinos nos hayan transmitido sobre Tartessos y no coincida con esa “cultura tartésica” arqueológica debe ser desestimado. En definitiva se nos dice que el Tartessos real es el de los arqueólogos y no el de los antiguos. Parecen no entender que precisamente de esos antiguos, tan tontos y exagerados, es de donde proviene el nombre con el que decidieron bautizar su objeto de estudio. Podían haberla llamado cultura marismeña-IIb o cualquier otro nombre ingenioso, al tiempo que se comprometían en solemne juramento a no volver a mencionar la palabra Tarteso. Pero no. Para el titular de prensa o el nuevo manual que editan bien que optan por usar “tartésico” como trademark. Y cuando ese público les compra el producto atraído por la etiqueta, el contenido que encuentra se parece a un “tonto el que lo lea”, pues su labor consiste en lo que ellos denominan “desmitificar” todo sobre el asunto, en la mayor parte de los casos con saña pero sin fundamento. Simples mentiras repetidas por muchos constantemente. Nada que pueda resistir dos o tres siglos.

 

En nuestra Península los antiguos sólo acertaron, según parece, al describir a las comunidades célticas. Quizás se quedaron cortos, pensarán los especialistas, cuando fechaban su arribada a la Península, pues todos deberíamos saber a estas alturas que lo céltico tiene que ser y es el sustrato principal y más antiguo de los iberopeninsulares. Ironías aparte, es patético encontrarse esos mapas de etnias perromanas donde llegan a intitular “celtici” en la Serranía de Ronda, pero bien que omiten los libios residentes en la costa española del Estrecho, atestiguados por los autores grecolatinos más dedicados a la Península. Existe también un caso que me parece especialmente cachondo y significativo: la del escritor Marcial, bilbilitano que dice en varias ocasiones que es celtíbero y que esto significa “proveniente de celtas e iberos”. ¿Qué más queremos? Ante nosotros un testimonio en primera persona, lo único que hoy acepta la Antropología para definir una identidad, en este caso étnica. No es la cultura material como quieren los arqueólogos, ni la lengua como quieren los indoeuropeístas, ni mucho menos la descripción de un extranjero, sino elementos más subjetivos lo que hacía a un celtíbero ser tal. El único modo de acercarnos a la verdad, ridículo en probabilidades, sería encontrar el testimonio de alguien como Marcial, un celtíbero explicando qué es un celtíbero. Y aquí estamos ante tal tesoro informativo replicando que el pobre Marcial era un ignorante o un pelota de los íberos. ¿Por qué? Porque todos los académicos aún piensan (con la honrosa salvedad de A. M. Canto y alguno más), o mejor dicho tratan de imponer, que un celtíbero es un celta puro  (y por tanto indoeuropeo racial aunque no lo reconozcan) con alfabeto y torno alfarero adquirido de los iberos.

 

Volvamos con Tarteso diciendo que debemos aceptarlo o rechazarlo tal y como lo trasmiten los antiguos. Y si decidimos aceptar dichas fuentes, lo cual incluye usar los nombres y tramas que allí figuran,  eso no nos exime de detectar errores y exageraciones, no cabe duda. Como también somos libres de asociarlo o no con la Tarsis bíblica. De hecho la comprensión de los clásicos sólo comienza a fraguarse tras años comparando fuentes y buscando un denominador común, pues como es natural se contradicen entre ellas. Mi receta es que los testimonios antiguos priman sobre los nuevos, los abundantes sobre los escasos, los de vecinos sobre los de extraños totales, los originales más que las citas de otras citas, las lecturas más obvias sobre las más retorcidas, etc., lo que se dice echarle un poco de sentido común. Y si la mayoría de textos alude a un Tartessos mucho más extenso que el estricto Doñana, mucho más próspero que los fondos de cabaña pre-orientalizantes, y mucho más personal que un simple conjunto de colonias cananeas, eso es Tartessos y no lo que los arqueólogos quieran vender. Si no les gusta, que nieguen y combatan el mito tartésico como ya se hizo con el de la isla atlántica de Platón, y de hecho alguno ya ha dado el primer paso. Además, a Tartessos no se la modifica sino que simplemente se la reduce: se la reduce en su duración cronológica, se la reduce en su extensión geográfica, se la reduce en su unidad identitaria y capacidad de coordinación, etc. Tiene que ser una parodia minúscula de lo que los antiguos dicen que fue, y el eurocentrismo no es un agente menor en este asunto. Desde mi punto de vista esto es mucho más sangrante que la mera negación de Tarteso como realidad histórica y arqueológica.