jueves, 10 de septiembre de 2009

Afroiberia social 3. El hombre del Pleistoceno

El Gelasiense (2.6-1.8m.a Bp) supuso la mayor crisis climática desde hacía 35m.a, y coincide con la aparición de los primeros Homo y sus tecnologías líticas, algo que ya vimos en la entrada Evolución Humana 4. ¿Qué consecuencias tuvo para la sociedad de nuestros ancestros? No podemos decir que supusiera la aparición de fuertes y complejas estructuras grupales, algo que chimpancés y bonobos ya disfrutaban. Tampoco podríamos hablar de lo mismo pero en un grado supino, pues el australopiteco ya se encargó de ello. En realidad, la novedad Homo no implica la mera asunción de valores sociales sino el rechazo, muy justificado, de la animalidad heredada. Si ya los australopitecinos soportaban un fuerte stress motivado por su inadaptación anatómica, la imposición de las sabanas, con sus grandes espacios abiertos y sus veloces predadores, nos puso literalmente al borde del k.o. adaptativo. En aquel ambiente tan hostil nuestros ancestros no encontraban nada en su animalidad que pudiera proporcionarles ventajas para sobrevivir, y era sólo cuestión de tiempo la extinción de nuestra especie o género. Entonces ocurrió algo inesperado, como si a partir de ese momento un sector australopiteco proclamara a coro aquello de “para poca salud ninguna” y diera la espalda totalmente a esa herencia animal que cada vez se le ponía más en contra. Pero hay que recordar que dicha estrategia sólo pudo tener éxito por nuestra herencia sociable e inteligente arrastrada desde los tiempos en que éramos indistinguibles de otros antropomorfos, y posteriormente por las adaptaciones acometidas bajo el grado australopiteco. Ser social, inteligente y afectivo, ser en definitiva “persona”, no es un patrimonio exclusivo de nuestra especie. Considero personas a chimpancés y bonobos, a delfines, y a un montón de mascotas sobre las que tendríamos que preguntar a sus dueños qué piensan al respecto, pero estas personas no han necesitado perder su animalidad para sobrevivir.

Si bien pudo ocurrir antes, a partir de Homo hay que abandonar definitivamente los criterios biológico-evolutivos. Es cierto que hay cambios morfológicos pero en una dirección menos cualitativa que cuantitativa. Como se suele decir, sólo ha habido más de lo mismo (más cerebro, más bipedismo, más infancia), y ese “mismo”, ese paquete básico, se remonta a hace 2.5m.a. con los primeros Homo. Además, todas las posteriores “adaptaciones” anatómicas lo serán en función de su uso social y cultural, no del puramente anatómico y fisiológico. Para mí es capital notar esta diferencia, que el humano no obtiene ventajas inmediatas de sus mutaciones físicas sino que estas sólo son optimizadas por sus habilidades intelectuales, afectivas y sociales. Dicho de otra forma, Homo se convierte en un ser demasiado retorcido para ser explicado con argumentos darwinistas: si quiere garras o dientes donde no los tiene, no muta para generarlos, sino que sus mutaciones van en la dirección de engordar el cerebro para, tras muchos miles de años, tener la capacidad de tallar pedernal y procurarse defensas de forma artificial y diferida. Eso no es adaptación biológica sino cultural, y ya dije que no tolero (por racista-capitalista-machista) ninguna forma de “darwinismo social”. Para entenderlo mejor quiero que nos detengamos en un ejemplo ficticio: imaginemos que un animal se vuelve albino por mutación en un entorno tropical, algo que debería llevarlo inexcusablemente a la extinción; sin embargo su estrategia de supervivencia consiste en esconderse del sol excavando túneles; y finalmente, viene un cataclismo atmosférico por el que perecen todos los seres de la superficie mientras ellos sobreviven. Esas paradojas son demasiado comunes en nuestro panorama zoológico como para considerarlas excepciones inusitadas, y el caso del Homo es un buen ejemplo de ello. Mutamos sí, y a partir de esas oportunidades anatómicas (a veces adversas) buscamos cómo sobrevivir, siendo el destino el encargado de habernos puesto en nuestra situación actual. En nuestro caso, la adaptación no fue selectivo-biológica sino afectivo-espiritual.

Si queremos buscar un arma real con la que Homo afronta los retos existenciales, debemos centrarnos en la identidad, la tecnología y el simbolismo. La identidad implica lo afectivo, la cooperación y el altruismo. La tecnología nos lleva al uso de utensilios líticos, fuego y complejas estrategias. Finalmente, el símbolo nos catapulta al lenguaje, los ritos y la metáfora. Esta trinidad nos conduce sin remedio al aumento demográfico, por cuanto supone en cada uno de sus campos la superación de aquel ancestral estado de stress por la supervivencia. Y a su vez, una abundante población por grupo posibilita y redunda el desarrollo de estas cualidades. Pero para comprenderlo mejor propongo uno de mis experimentos caseros.

Lo primero que pido es que cerremos nuestros ojos y visualicemos mentalmente lo que venimos a considerar una banda de cazadores-recolectores prehistóricos. Seamos francos y reconozcamos que la estampa la compondrán a lo sumo una treintena de individuos, incluyendo mujeres, ancianos y niños, aunque esto se oponga a todo lo que hemos aprendido en la entrada anterior. Nuestro imaginario paleolítico es así porque nos lo han inculcado desde niños, y no hablo sólo de aquellas infumables películas donde imitadoras de Jane Fonda peleaban con dinosaurios, sino de documentos más actuales y reconocidos académicamente como Caminando con Cavernícolas o Los Orígenes del Hombre (BBC). En ese tipo de documentales y reconstrucciones es habitual ver grupos de erectus o de neandertales que no superan la docena de miembros, aberración que sólo podemos justificar porque con ello hayan pretendido ahorrarse un buen pico en disfraces y maquillaje de extras. Al César lo que es del César, ahora me toca felicitar a los de Atapuerca aunque sea tangencial y excepcionalmente. Mauricio Antón, ilustrador que admiro y que fue el encargado de reconstruir los restos humanos burgaleses, ostenta hasta donde sé el record de la ilustración con más individuos prehistóricos representados como grupo social. Se trata de un dibujo que popularmente se conoce como el “retrato de familia” de los restos de Homo hallados en la Sima de los Huesos, y representa a 32 individuos con el divertido gesto de posar para una foto. En cualquier caso, y más allá de que dude de unos vínculos familiares para los huesos de la famosa sima, 32 individuos son sólo la quinta parte de los 150 chimpancés que pueden y suelen formar un grupo. La segunda parte de este experimento parte de la contemplación sosegada del siguiente montaje que me he tomado la libertad de hacer a partir de la ilustración de Mauricio Antón:

Arriba y en amarillo aparece la ilustración de M. Antón, que ya se hizo famosa por representar tanta gente, pero que vemos que no es nada comparada con la que abajo aparece en verde, correspondiente a equiparar nuestro número por el de un grupo de chimpancés. Cuando arriba hablé de contemplación sosegada no quería parecer lírico, sino que realmente necesitamos detenernos en la asimilación de esa nueva cantidad. No es un dato más que añadir para volver a la misma melodía, sino que supone un cuestionamiento global al paradigma prehistórico vigente. Miremos panorámicamente el grupo inferior (verde) durante largo tiempo, repitámonos que menos no podíamos ser porque ese es el número de los chimpancés actuales, y hagámoslo cuantas veces hagan falta hasta acabar más o menos convencidos. Sin apartar la vista del grupo verde, imaginémoslos afrontando predadores, llevando a consenso las estrategias, coordinando el traslado del grupo, o simplemente de fiesta. Aunque resulte reiterativo, debe quedar muy claro que los 150 humanos por banda no son una propuesta osada, sino que es la que por lógica tiene más visos de acercarse a la verdad. Desde mi perspectiva de la plausibilidad, son aquellos que se opusieran a esta cifra los que tendrían que tomarse el esfuerzo de explicarnos, si pueden, por qué los homínidos y humanos prehistóricos eran socialmente menos complejos que sus primos peludos. Por eso no tengamos prisa en pasar a la siguiente parte del experimento, juguemos una y otra vez con las posibilidades que emanan de esta nueva realidad, hasta que la hagamos propia sin sentirnos en cierto modo pecadores.

Entonces estaremos listos para afrontar el grupo rojo que hemos incluido en esta nueva ilustración, compuesto por 300 individuos y que considero representativo del género Homo. Duplicar nuestra media de habitantes por grupo frente a la de los chimpancés no es en este caso un acto de antropocentrismo, sino que se basa en argumentos refrendados por la comunidad académica y bastante digeribles para el sentido común: ¿que ya saben tallar piedras con las que logran lo que sus manos no pueden? pues sube a 180 la media de individuos por grupo, ¿que han llegado a dominar el fuego? llévalos a 220 tipos por banda, ¿que ahora andan descubriendo la cerbatana y pueden matar desde lejos y escondidos? que sean 270 sus componentes, ¿y si practican un lenguaje casi moderno? 320. Entiéndase que los valores numéricos exactos son ahora lo de menos, y que lo que nos debe entrar en la cabeza es no podemos seguirles sumando las ventajas tecnológicas que los salvaban de la muerte y les hacían vivir más cómodamente mientras los mantenemos demográficamente estancados.

El efecto iconográfico del grupo rojo es demoledor, una muchedumbre de 300 que más bien recuerda los hebreos guiados por Abraham. Hemos ido paso a paso y la cosa no parecía tan descabellada, pero cuando comparamos visualmente el grupo amarillo y el rojo volvemos a dudar de la rigurosidad de tales argumentos. Porque se trata de un gentío al que no estamos acostumbrados en Paleoantropología, una masa humana tal que en sí ya representa una fuerza productiva y de defensa de un grado muy considerable, tanto que sólo se le conceden tradicionalmente a los poblados calcolíticos, y no a todos. Imaginemos lo que a este grupo de 300 les podía suponer la aparición de un león o un oso si contaban con fogatas encendidas, lanzas con puntas de piedra, y un lenguaje para coordinar el contraataque. Imaginémoslos batiendo el territorio en busca del último grano, raíz, tallo o fruto, la más escondida lagartija, el nido más encumbrado, los mejillones más adheridos a la roca y el gran herbívoro del lugar: todo a la cazuela. Inmediatamente nos preguntamos por qué entonces no se precipitó la “Historia” un millón de años antes de cuando ésta realmente aparece. Si los humanos de hace 600.000 años formaban ya una media de 300 tipos por grupo, ¿por qué no pasaron inmediatamente a los 500, a los 1.000, 2.500, etc.? El tránsito del Australopiteco al Homo introdujo la variable tecnológica y con ello la demografía de los grupos se disparó de nuevo hasta estos 300 individuos que propongo, pero a partir de ahí la pauta demográfica se estancó hasta el Holoceno. Desde hace 2 millones de años hasta hace 10.000, el hombre se dedicó a perpetuar prácticamente los mismos esquemas demográficos, tecnológicos y sociales, que es el de los cazadores-recolectores. Estas sociedades tienen un grado de movilidad, una imposibilidad para acaparar patrimonio, y otra serie de condicionantes que les impiden altas tasas de natalidad. A partir del denominado Neolítico habrá un nuevo boom porque obviamente el granjero desea 14 hijos para ponerlos a arar y pastorear, mientras que el cazador, lo saben los etnólogos, practica un severo control de natalidad para no tener más de 3 o 4 descendientes. Los Homo, si verdaderamente constituían grupos tan numerosos como el rojo, no tendrían depredador que los amenazara, así que sus únicas limitaciones eran la capacidad del territorio para mantenerlos y otros humanos rivales, precisamente los principales motivos para que el modelo cazador-recolector no necesite o no pueda permitirse grupos más voluminosos. Grupos como el rojo tenían como ventaja el ser una máquina de consumo y autodefensa, pero a la vez sus desventajas inherentes, como fuera esquilmar totalmente el territorio o toparse con otro grupo de humanos igualmente aptos para la defensa de lo que consideraban suyo.

A esto se suma cierta confusión acerca del concepto de banda o grupo, porque por tradición, y como hacíamos con los chimpancés, llamamos “federaciones” de bandas a lo que no es más que una sola banda bajo un patrón fisión-fusión. Cuando digo que 300 individuos era una cifra muy normal para un grupo de ergasters o neandertales, no pretendo que todos estuvieran juntos todo el rato como solemos representar a las escuálidas bandas de nuestro imaginario prehistórico. Esos grupos eran identidades como las actuales, un lote de sentimientos y conceptos de pertenencia a un grupo que siente lo mismo respecto a ti, por lo que el elemento territorial (siendo de gran importancia) no era lo determinante. Como se dijo, el patrón fisión-fusión permite a la vez una gran cohesión grupal y una continua reestructuración interna según las necesidades. Por supuesto que podríamos encontrar grupos dispersos de 10 o 12 como representan en los documentales, pero ni eso era la banda, sino una parte, ni su composición de individuos se mantendría idéntica durante más de unos días o semanas. Podían entonces abarcar territorios nunca tan pequeños como para gastar su capacidad de generar recursos ni tan grandes que entraran en conflicto con los grupos vecinos, siendo lo común que disfrutaran de todos modos de inmensos territorios para tan pocos explotadores-defensores, abarcando varios términos municipales actuales. Pero eso tampoco implica la existencia de fronteras definidas, pues ni social ni tecnológicamente había modo de permitírselas, sino que todos los territorios mostrarían un núcleo duro, defendido a ultranza, fuera estable o nómada, frente a zonas de explotación periférica y ocasional que se compartían sin empacho con otras bandas. 300 humanos necesitan aún de la exogamia para renovar su stock genético (por mucho que se nos hable de un mínimo endógamo de 175 personas), así que no podían ir matando extraños al tun tun. Tampoco tenían ni el número ni el armamento para pasárselas poniendo a raya a los vecinos, y en muchas zonas, Afroiberia entre ellas, la realidad es que sería innecesario porque había recursos para todos. Por supuesto, se darían identidades híbridas provocadas por ser fruto de un mestizaje entre grupos, muy probablemente vecinos. El erectus que abandonaba su familia para vivir con la gente de su pareja no olvidaba sus raíces tan pronto como el bonobo o la chimpancé en iguales circunstancias, y es probable que se resistiera a ver sus dos identidades en lucha, convirtiéndose por ello en un perfecto mediador de conflictos. Exogamia obligatoria, mestizos ambi-identitarios, fronteras porosas… todos son elementos que impiden una xenofobia como la que nos permitimos actualmente y de paso proyectamos a nuestro pasado.

La moraleja que podemos obtener es que nuestra supervivencia dependió del afecto y solidaridad mutuos mucho más que del heroísmo y el liderazgo. Esos grupos pleistocénicos del celuloide quieren perpetuar un esquema eurocentrista, machista y belicista, donde cinco fornidos y machos cavernícolas se enfrentan con éxito, qué duda cabe, con el mamut o el oso de turno, técnica más propia de torero o de Lord Pinkilton en su castillo. Lo más probable es que desde Ergaster en adelante formáramos hordas de unos 300 enclenques muy cohesionados sentimentalmente y muy oportunista en sus modos de sobrevivir. Los hombres del Pleistoceno no subsistían de la caza de grandes animales a manos de los héroes de la tribu, sino de una red depredadora que buscaba la mayor cantidad de proteínas con el mínimo esfuerzo. Conchas, topos, pajarillos y sus huevos, algas, espárragos, carroña, frutas y semillas, todo era óptimo para comer si alimentaba, no te hacía sudar y tampoco ponías en riesgo tu integridad. El día que iban a la caza de un gran bicho, y no era necesario para subsistir, en ningún caso iban tres o cuatro a marcarse un farol, sino que se sumaban cuantos más mejor para tender una oportunista y si quieren cobarde emboscada. Pero lo más importante es que esta máquina de ordeñar el entorno poseía a la vez una identidad espiritual común que los llevaba a cuidar de los heridos (más que constatado arqueológicamente), adoptar huérfanos, alargar la vida de los ancianos, compartir los recursos, arriesgar la vida y procurarse bienestar los unos por los otros, celebrar rituales, hablar un dialecto particular, hacerse un peinado carácterístico, etc. Quizás por eso sorprende que de un “chimpancé raro” como es la afarensis Lucy pasemos a un “niño raro” como es el de Turkana en tan poco tiempo, porque tras el supremo stress biológico que padeció aquel homínido, sólo lo afectivo-intelectual pudo suponer una salida, de tal modo que entonces si se promovió una selección sexual e incluso adaptativa. Hace dos millones de años surgen como de la nada especimenes que de cuello para abajo son idénticos a nosotros, aunque algo microcefálicos y progantos. Son los primeros Homo, y a partir de su repentina anatomía hemos deducido una serie de consecuencias demográficas, psicológicas e identitarias que nos obligan a reconocer que desde que somos anatómicamente humanos lo somos también en lo espiritual. Cuando volvamos a imaginar a un ergaster, no digamos un neandertal o un sapiens prehistórico, neguémonos a ese denigrante unga-unga pandillero del imaginario colectivo. Eran multitudes solidarias entre sí, perfectamente dotadas de lenguaje, atributos culturales, ritos, bromas y símbolos, e incluso con un modo de cortejarse que nos pondría a cien. Además eran colectivos mucho más cohesionados que coaccionados, mucho más solidarios que competitivos, mucho más pacíficos que belicistas, mucho más dialogantes que fanáticos. “Ley del más fuerte”, cíñete a las amebas o vete a paseo.