domingo, 8 de marzo de 2009

Aberraciones académicas IV. Esencialismo vs. reemplazo poblacional

No acabamos de reflexionar sobre el debate “determinismo ambiental vs. impacto antrópico” y ya tenemos entre manos una nueva dicotomía teórico-filosófica. Aquel que esté algo familiarizado con el mundillo arqueológico sabrá que esto de polarizar las posturas hasta lo bochornoso es algo demasiado habitual entre los académicos. Las razones que entreveo van desde el abuso del cartesiano “si esto entonces no lo otro” hasta la propia necesidad de cada facción de dotarse de una marca de la casa, pasando por el temperamento caliente de los españoles o por la férrea disciplina, casi servilismo, dentro de los departamentos universitarios. Como tantas veces digo, esto es para otra entrada monográfica, y baste por ahora saber que supone un problema más allá de lo anecdótico, y que realmente dificulta, paraliza e incluso pervierte el natural curso de la investigación. En muchos sentidos, estos falsos debates están emparentados entre sí, y de hecho dejamos la entrada anterior inacabada hasta la llegada de esta que escribo. Es como en política, donde encontramos que los que suelen estar en contra de las corridas de toros también abominan de la energía nuclear y votan izquierda, o que los que abogan por una enseñanza religiosa obligatoria y combaten el aborto votan derechas mayoritariamente. Por esa misma ley o costumbre, en los ambientes académicos solemos encontrar que la misma persona que defiende el peso de lo antrópico se decanta por los reemplazos poblacionales, mientras que el medioambientalista tiende más al esencialismo, con sus lógicas excepciones. Aquel que basa sus teorías en individuos o clanes ilustres y superiores que son los que hacen la Historia, será propenso a creer que en ausencia de estos el motor histórico se para hasta devenir en decadencia, invasión o apocalipsis. Por el contrario, aquel que viene a decir que es el paisaje el que moldea sus habitantes no tiene el más mínimo interés ni miedo ante la prueba arqueológica de reemplazamientos, colapsos, mestizajes, etc., porque en su teoría el entorno volverá a doblegar a ese nuevo producto antropológico hasta volverlo “su” humano, exactamente igual a como fue antaño.

Aunque hayamos apuntado algunos datos, conviene detenernos un poco más en cada una de las posturas que ahora nos conciernen. Por “esencialismo” debemos entender aquella postura historiográfica que defiende la continuidad/eternidad antropológica de determinadas poblaciones, mientras que por “reemplazo poblacional” me refiero al argumento académico que sostiene la existencia periódica e inevitable de aportaciones masivas de sangre extranjera, cuando no la total desaparición de la población anterior para que los nuevos ocupen su solar. Para el que hile fino puedo dar una errónea imagen de simpleza o ambigüedad, pues parece que confundo reemplazos poblacionales, algo que suena  a holocausto, con el mero mestizaje, que suena a Pedro Guerra. Y es que en este debate, como en el anterior, existen “buenos” y “malos” y, qué casualidad, vuelven a ganar los mismos. Sólo por la temática de mi blog espero estar libre de sospecha de anti-mestizaje, xenófobia o algo peor, pero de todas formas habrá quien quiera malinterpretar mis palabras. Para mí mestizaje y reemplazamiento, tal como se suelen entender, descansan en la creencia compartida de que cada elemento cultural que sea innovador ha de proceder de una población distinta. Yo no me opongo al mestizaje, de hecho soy su más evidente producto, sino que cuestiono metodológicamente el uso de una visión simplista e interesada del mismo.

Lo mejor será un ejemplo para ilustrarlo, y para ello vamos a centrarnos en el capítulo más espinoso de nuestra historia reciente: ¿Quedó “depurada” España de judíos y moros con los edictos de expulsión de la Edad Moderna? Cualquiera sabe de la famosa confrontación entre Sánchez Albornoz y Américo Castro, que en cierto modo podemos equiparar respectivamente con esencialismo y mestizaje-reemplazamiento, y de nuevo soy muy dueño de los términos que uso. Es algo sabido que los progresistas solemos sentir más simpatía por A. Castro, que hacemos mucha gala de su teoría de las tres culturas, y que tiramos mucho de ella para equipararla con la situación de mestizaje actual. Pero una persona que como yo rastrea lo africano por la Península tiene tantos problemas con los seguidores de Castro que con los de Albornoz, si no más. Porque la teoría de Américo Castro postula por necesidad un mestizaje a lo británico, con guetos estancos que conviven sin mezclarse. ¿Por qué digo esto? Porque basta plantear lo contrario, que el señor Castro abogara por la mezcla total y temprana de judíos, moros y cristianos peninsulares en un totum revolutum, y se le desmonta toda su teoría de las tres culturas, las cuales conviven pacífica y fructíferamente… en su diferencia y aislamiento mutuo. Bien, aceptado que se trata de un “mestizaje con preservativo”, queda expedito el camino para defender que tras las expulsiones de moriscos y marranos España quedó poblada exclusivamente, o casi, por sangre ibérica y por ende europea. Que sí, que fue nuestro mayor error histórico, que qué graciosos los sefardíes y los discos del Lebrijano, pero que de Tarifa a Irún todos de la pata del Cid o del mismo Pelayo. Ese falso lamento por los “hermanos perdidos” es el bálsamo perfecto no sólo para no seguir investigando qué de esos hermanos quedó por aquí o circula por nuestras venas, sino para llegar a vetar a quien quiere hacerlo bajo la desgarradora acusación de ser poco científico (La nueva biblia se llama libros de repartimiento). Paradójicamente los esencialistas, por su natural inclinados hacia el conservadurismo, ofrecen para mis estudios bien un oponente más dibujado y de ataque frontal, bien una inesperada ayuda. Los autores de la vieja guardia se muestran más predispuestos para aceptar, o al menos más impotentes para negar un componente africano en la Península, más intenso cuanto más al sur. Para los esencialistas, coincidiendo con los ambientalistas, Iberia es una especie de batidora radioactiva que todo lo traga para “hispanizarlo”, incluido lo africano. No olvidemos que estas posturas respaldan en España un nacionalismo (por fuerza esencialista) muy peculiar pues no acababa de expulsar lo moro y lo judío y se tuvo que enzarzar con lo latinoamericano hasta las puertas del sXX, con lo que su “día de la raza” era más lingüístico y religioso que racial. Esto, sumado al desdén europeo (“África empieza tras los Pirineos”), hacían que aún al académico de los años 60s le resultara absurda una negación absoluta de nuestro componente africano. Compartir ruta con estos carcamales puede llegar a repugnar, como me ocurre con el nazi de Santaolalla, pero en cualquier caso conviene desempolvar estos autores periódicamente para comprobar como todos estamos condenados, no importa cuán respetables seamos en nuestro tiempo, a provocar risa y vergüenza ajena entre las generaciones por venir.

Otra cuestión importante es la relación que existe entre el positivismo arqueológico y el abuso de las tesis de reemplazo poblacional. Por positivismo arqueológico (término que aprendí de Martin Bernal) me refiero al reduccionismo que supone negar como realidad histórica latente o potencial aquello que no ha sido ya excavado por los especialistas. Es decir, si no existe en el registro arqueológico no existió en ningún sentido. Al que provenga de fuera del mundillo histórico-arqueológico esta situación le debe parecer increíble, pero esa y no otra es la actitud de la mayoría de arqueólogos actuales. Cada vacío de información no cubierto por su red de prospecciones equivale a un vacío poblacional que precisaba necesariamente de reemplazos y exterminios para explicar la presencia de yacimientos posteriores o anteriores en la misma zona. Así, no había mesolíticos en el Alto Ebro, hasta que les dio por buscar y ahora es una macrorregión de primera fila en los estudios peninsulares de dicho período. Tampoco había bronce medio en Málaga o Cádiz, y asimismo se defendía una suerte de cortafuegos génico entre lo argárico y lo orientalizante mediterráneo, todo lo cual ha quedado demostrado como falso. En su paroxismo, cada nuevo “fósil director” o panoplia de objetos materiales, que según ellos caracterizaban culturas, precisaba de la llegada de una población ad hoc. Talmente como decir que hace poco hemos sido invadidos por el pueblo del ipod, el rap y las playstation.

Mi postura ante el debate, como en el artículo anterior, pasa por un término medio. Soy partidario de lo que denomino esencialismo dinámico, que a su vez pasa por la aceptación de innumerables y continuos mestizajes, quedando lo del “vacío poblacional” como un recurso extremo que al que apenas deberíamos recurrir. Por esencialismo dinámico me refiero a un complejo proceso que ahora no podemos sino sintetizar, y que consiste en primer lugar en cambiar nuestra perspectiva ante la composición de los pueblos, a los que en adelante hemos de considerar mezclas y no elementos. Si tenemos a los pueblos por elementos, es obviamente insostenible que tras un mestizaje sigamos siendo lo mismo de antes. Pero imaginemos que un pueblo es como un vaso de chocolate, compuesto por leche, cacao en polvo y azúcar. Imaginemos además que hay dos personas que absorben el vaso por sendas pajitas, mientras otras dos se encargan de rellenar continuamente lo vaciado. Si los mestizajes que se producen son los de siempre, como son los de los vecinos inmediatos, y en unas proporciones mínimamente estables, el producto resultante viene a ser el mismo “colacao” y pervivirá una esencia, aunque dinámica. Esa es la razón por la cual se pueden escribir memorias tan diferentes de nuestra Península antigua, según tengamos en cuenta unos elementos u otros. Si sólo queremos resaltar la “leche” obtenemos eso que tanto gusta al stablishment: que fuimos ibéricos, luego galo-ibéricos, luego godo-galo-ibérico, etc. En sentido opuesto, yo podría volcar el “cacao” hacia una transición ibero-mauritana, ibero-maura-cananea, ibero-maura-cananea-islámica, etc. Pero lo cierto es que a cada chorreón de leche europea hay que añadir una cucharada nueva de cacao africano y una pizca de azúcar oriental. Por supuesto hubo momentos de nuestro pasado en que el colacao estuvo más claro o más oscuro, más soso o más empalagoso, pero en líneas generales la proporción fue similar. Para apoyar esta línea conviene tener en cuenta los ritmos y circunstancias en que se produce un mestizaje. En el mestizaje puro ambas partes concurren en igualdad de condiciones, y todo lo que sea alterar esta equiparación actúa a favor de la asimilación por parte del ventajoso. Mestizaje puro es que dos poblaciones muy diferenciadas con igual cantidad de elementos fértiles se encuentren en un paraje demográficamente desierto, se establezcan allí y hagan brotar una nueva etnia, suma de ambos pero producto irrepetible a la vez. Pero ese no pudo ser jamás el caso de Afroiberia, de la que ya sabemos que hubo de estar densamente poblada desde prácticamente siempre a causa de su excelencia en recursos y comunicabilidad, y que además siempre ha sido una encrucijada marítima y continental. Cualquier elemento foráneo se encontraba no con una minoría pura sino con una multitud mestiza, muy superior desde luego a la que representara tal barco fenicio o tal elite celta, y además la mezcla se producía en terreno de los ibéricos. Eso no es mezclar azul y amarillo, sino echar una gota de amarillo sobre una piscina de verde pardo. Además cuenta mucho la dosificación con que se produce el mestizaje, pues cuanto más masivo e instantáneo es más huellas deja. Me sigue chocando el modo en que la gente reacciona cuando les participo esta idea, porque se resisten con una virulencia que no muestran al aceptar el mismo fenómeno con recetas médicas y culinarias. Mientras no se demuestre puntualmente lo contrario, alegando por ejemplo catástrofes climáticas o geológicas en una región vecina, la llegada de elementos externos a cualquier lugar (aunque esté tan comunicado como Afroiberia) se produce de forma muy prorrateada, dando la oportunidad al “residente” de absorber la aportación hasta casi ocultarla. Recuerda la forma en la que la harina se debe echar sobre la leche para que la bechamel no te salga grumosa o el modo en que nos administramos antibióticos sin intoxicarnos. Por si fuera poco, los ya tratados fenómenos de selección sexual-social son muy fuertes en regiones de raigambre histórica, bien comunicadas y densamente pobladas, caminos todos ineludibles hacia la complejidad social. Quiero decir que Afroiberia, perfecto ejemplo de todo lo anterior, tendría sus propios y muy definidos tipos “nacionales”, sean estos anatómicos, antropológicos, culturales, lingüísticos, etc., aunque por supuesto contaran con varios modelos para cada caso. Cualquier mestizaje estaría condicionado por esos criterios de selección sexual-social, desde el mismo momento de la fusión pero también después, al acomodarla al modelo o modelos locales. Si nos cuesta trabajo aceptar lo anterior es en gran medida por nuestro presentismo, porque estamos educados en los valores y métodos de la colonización e imperialismo occidentales, aunque seamos de una ideología que cree combatir su memoria y funestos resultados. Bajo ese esquema es muy fácil imaginar a un puñado de belgas “evangelizando” y “educando” negritos congoleses, pero obviamos las condiciones de desequilibrio tecnológico que posibilitaban tal sinsentido. Hablamos de pistolas contra flechas, aviones contra pinturas de camuflaje, penicilina contra la maraca del brujo, imprentas contra cortezas de acacia. Nadie podría sostener semejante desfase logístico entre tartésicos y fenicios o megalíticos y millarienses, así que cuando vuelven una y otra vez al tema de las elites foráneas que se imponen a los locales sólo me puedo preguntar una cosa: ¿cómo lograban imponerse si la coerción pura era entonces del todo impracticable? Sobre todo esto volveremos más extensamente en las entradas dedicadas a la aparición y desarrollo de sociedades primigenias.

Tratemos ahora la cuestión del vacío poblacional, ante la que no oculto mi desagrado. Como ya dije la emparento con el mestizaje mal entendido, con esa hipocresía eurocentrista que nos hace llorar con medio ojo la “pérdida” de andalusíes y sefardíes mientras nos frotamos las manos pensando que al fin somos netamente europeos. Todo parece explicarse mediante un baile étnico donde unos vienen para echar o aniquilar a los anteriores, por mucho que hoy resulte simplista reconocerlo con tales palabras. Ahora se pretende ir de abierto y “mestizólogo”, pero a la postre todo se vuelve a reordenar según el esquema tradicional, que no olvidemos tiene vértigo si mira al sur. Ya somos modernos y aceptamos la riqueza cultural que nos aportaron los otrora pérfidos cananeos, bereberes, omeyas y ladinos, pero siempre y cuando nuestra teoría de los vacíos y reemplazos poblacionales nos permita cortar profilácticamente toda relación genética con ellos mediante los salvíficos celtas, romanos, godos, etc. Sin embargo, el vacío poblacional me merece un desprecio añadido pues a menudo es simple fruto de la pereza e insolvencia profesional de los académicos. La próxima vez que lean a un especialista pontificar que en tal región y durante tal periodo hubo un vacío poblacional tradúzcanlo por alguna de las siguientes expresiones: “no hemos ido siquiera a mirar”, “fuimos, pero somos tan ratones de despacho que en el campo no distinguimos un bifaz de una lata de pepsi”, “fuimos, y algo sabemos, pero prospectando sólo un mes al año no damos abasto con los yacimientos pendientes” o “fuimos, sabíamos y tuvimos tiempo, pero decidimos no destapar el hallazgo porque se opone frontalmente a las tesis del catedrático que tengo que pelotear vilmente hasta que se jubile y yo herede su silla”. Esta pereza, esta incompetencia y este cinismo conllevan que determinadas regiones vivan su pasado como carente de interés, protagonismo o memoria, y ya se imaginaran a qué regiones les suele caer ese sambenito. Por supuesto, Afroiberia es víctima de frecuentes acusaciones de vaciar sus respectivas poblaciones, en un grado infinitamente mayor de lo que se permite a los territorios norteños (cumbres pirenaicas incluidas). Pero también es común que, independientemente de la latitud, los grandes yacimientos estén circunscritos a la provincia donde reside una gran universidad, aunque su jurisdicción afecte a varias provincias, a las cuales, casualidad de casualidades, sí que le escasean los yacimientos hasta poder hablar de los dichosos vacíos poblacionales. En esto ayuda un fenómeno imitativo o borreguil entre los profesionales de la arqueología, indudablemente exacerbado por la meticulosidad de la que hacen hoy gala. Buscar lo que nadie antes ha buscado parece, a ojos de este ultraburocratizado mundillo, una osadía que bien merece el más rotundo fracaso, y por tanto los arqueólogos no se atreven a desafiar fácilmente un diagnóstico de “vacío poblacional”. En su reverso, basta que un pontífice del ramo bendiga un yacimiento y de inmediato todos los cachorros desearán abundar hasta el vómito en la misma cuarta de terreno catado o, si acaso y en plan rebelde, en una loma colindante. Si pasamos esta situación ante la lente del positivismo arqueológico, las zonas muy prospectadas son automáticamente consideradas zonas de fuerte y continuada población, mientras que las comarcas arqueológicamente abandonadas (porque no tienen padrino o porque podrían dar problemas a la versión oficialista) pasan por despobladas en la antigüedad, esto es, carentes de historia. Por otra parte, el vacío poblacional suena más absurdo en unas regiones (Afroiberia, Canaan, Mesopotamia) que en otras (Sahara, Polinesia o Mongolia) y para ello nos apoyamos en mis primeras blog-entradas sobre geografía. Bajo mi esquema geográfico, “determinista” para algunos, es imposible que niegues a Afroiberia entera, o casi, lo que ya ha aparecido en un yacimiento dentro de sus fronteras. Si hay pongamos Bronce Medio en Alcalá del Río, ¿dónde están si puede saberse las barreras orográficas, climáticas u oceánicas que nos impidan extender un mismo panorama hasta Antequera, Linares o Chipiona? Afroiberia es una región de clima excelente, protagonista geoestratégica a nivel planetario y con unas excelentes condiciones de comunicabilidad costera y de interior, fluvial y terrestre, que daba acceso a comarcas preñadas de recursos compatibles con las necesidades humanas desde el Paleolítico hasta la actualidad. ¿Vacíos poblacionales en Afroiberia? Más bien vacíos neuronales o, peor, vacíos éticos entre quienes los pretenden detectar.

Sólo nos queda retomar la anterior entrada, pues la dejamos inconclusa hasta abordar esta de ahora. Recordemos que nos quedamos en la cuestión de si podíamos aplicar el mismo modelo regional para distintos momentos de la prehistoria afroibérica. Desde un punto de vista esencialista dinámico hay que aceptar que en este caso efectivamente nos basta con un mismo mapa de regiones para todos los períodos, acaso matizado en lo superficial. ¿Podía provenir entonces una ruta del metal de las antiguas sendas de los cazadores-recolectores? Si hay continuidad (dinámica) en las gentes por supuesto que sí, aunque la ruta minera habrá añadido los tramos que le son privativos para cumplir sus nuevas necesidades. La continuidad genera inercias históricas, modelos que se heredan y que cuesta mucho trabajo cambiar de forma drástica, aunque no se oponen a la aportación de añadidos según surgen nuevas necesidades. Además, sucede por ejemplo que el Neolítico no representa aún cambios en las rutas y regiones, por cuanto el mismo terreno o las mismas especies óptimas para la caza lo son luego para el ganado, y lo mismo ocurre entre recolección y agricultura. En cuanto a las Edades de los metales sí vimos cómo supusieron un añadido, que no un cambio, para las rutas ancestrales. Así un señor actual que conduce por una autovía de Badajoz probablemente sabe que su camino coincide con tal vía romana, pero lo que ni sospechará es que es la misma ruta empleada por los ganaderos neolíticos para alimentar a sus vacadas en pastos que por cierto servían ya en el Paleolítico como cazaderos. Entonces, ya no es sólo que la pervivencia cultural-génica deviene en inercias y tradicionalismos, sino que no existen razones ecológicas para alterar las primitivas rutas, aunque sí para ampliarlas con tramos nuevos (minería) o dotarlas de nuevos usos (de caza a ganadería).