miércoles, 4 de noviembre de 2009

Pintas afroibéricas 2. El afroibéirico, persona de color

En España, decir que una persona es “de color” es un mero eufemismo para evitar mencionar que es negro. Pero originalmente, cuando la esclavitud y el colonialismo estaban en alza, se entendía como “gente de color” a toda aquella población del mundo que no perteneciera a la “raza” blanca. Después el término cayó en desuso salvo para realidades tan dispares como los mulatos sudafricanos, los criollos de Louisiana, o los afroamericanos en general cuando eran tratados con corrección política (de donde viene el uso que hacemos los españoles). Fueron los grandes ideólogos afroamericanos de los 60s (Martin Luther King, Malcolm X o Franz Fanon) los que devolvieron al término “gente de color” su acepción original, en armonía evidente con otros conceptos de su época como “anti-imperialismo”, “Tercer Mundo” o “países no alineados”. Un mensaje común a todos los citados venía a ser: “no me importa si no eres negro como yo, si eres cobrizo, pardo, amarillo o rojo, eres un hermano que también ha padecido la locura racista del blanco”. Se trata para mí de una expresión cargada de contenido y de esperanza que debería imponerse en todos los ámbitos académicos y mediáticos. Existe no obstante una crítica muy curiosa salida siempre de labios de blancos: según dicen, el término los excluye en una especie de complot de los demás humanos contra ellos. Algo cínico si tenemos en cuenta que fueron los blancos los que decidieron crear dicho término y lo que implica, esto es, su escisión total respecto a los demás habitantes del planeta, sin perder siquiera el tiempo a ver matices entre estos. Como es de esperar, el rostro pálido teme la unión de todas las víctimas de su racismo y colonialismo en una querella común, y procura recalcar la especificidad de las distintas problemáticas (blanco-negro, payo-gitano, cristiano-musulmán, etc.) a la vez que instiga las rencillas entre hombres de color para demostrar que esto de la opresión y el esclavismo ha sido cosa de todos contra todos. A veces tiene éxito y, como hoy día, el término “de color” vuelve a caer en desuso o tergiversa su sentido.

Dijimos en la entrada anterior que la raza no existe científicamente hablando, por tanto el blanco tampoco, de donde aceptaremos que mucho menos científico será el término “persona de color” entendida como no-blanco. Todo es perceptivo-subjetivo, no existen límites claros entre el blanco y el no-blanco, sino que estos fluctúan según quien los percibe y, más sangrante, según las circunstancias en que lo percibe. He conocido una sudanesa que todos teníamos por negra hasta que esta nos respondió indignada que ella era “árabe” y por tanto tan blanca como nosotros. He conocido nazis andaluces que han sido apaleados por sus homónimos nada más poner el pie el Londres o Berlín. Finalmente, todos podemos distinguir el abismo que se abre entre decir que los bereberes son caucásicos mediterráneos y aceptar que tu hija se acueste con un moro. Esta incongruencia entre teoría racial y praxis racista, y entre cómo nos vemos y cómo nos ven, provoca que la definición de “hombre de color” diste de ser unitaria. Así, para algunos sólo son pueblos de color los que antiguamente se denominaban troncos negroide y mongoloide, haciendo blanco en su totalidad al caucasoide. Otros consideran que árabes, indios de Asia, gitanos, bereberes, turcos y un largo etcétera de pueblos considerados caucásicos por los manuales raciológicos también forman parte de las gentes de color, y esa es por cierto la acepción que más seguidores tiene. Aunque ambas líneas tienen mi simpatía, sobre todo la segunda, las dos yerran al no abandonar la pretensión de una objetividad empírica en materia racial. Su distribución del hombre de color por el mundo sigue esclava de las trasnochadas categorías raciales, porque en el fondo creen en ellas.

Por el contrario hay que buscar una definición para “persona de color” que esté libre de la sombra raciológica, y creo que la solución está en analizar la forma más dura con la que los blancos utilizaron esta expresión. Hemos de recordar aquello que dije en la entrada de 4/12/2008, la anécdota del gobernador colonial que consideraba hombres de color no ya a los árabes e hindús junto a los negros, sino a los propios griegos y portugueses. No es el único ejemplo que podemos tener de la existencia de un “hombre de color blanco” como los euromediterráneos citados: los lapones, determinados eslavos, los magiares, los afganos, etc. La noción de “hombre blanco” es como una cebolla a la cual, según el grado de su paranoia racista, el blanco propiamente dicho o puro va integrando o eliminando capas. Es históricamente innegable que a veces cierra filas hasta excluir a los europeos mediterráneos, pasando a considerarlos hombres de color, aunque también es verdad que esta no ha sido siempre la teoría vigente, o al menos no la teoría que hoy hacen pública. Pero esas fases de laxitud racial son fruto de la astucia: cuando el blanco se ve débil frente al influjo de los pueblos de color, “contrata” blancos de segunda (en realidad sociedades de color bastante blancas) para que hagan de parapeto y acometan el trabajo sucio; cuando por el contrario se ven fuertes (Inglaterra isabelina, Alemania Nazi, USA de la posguerra) el racismo blanco vuelve a su más intransigente versión. Debe entonces quedar muy claro que el racismo blanco llega a ser tan agresivo que a menudo actúa contra otros blancos, convirtiéndolos por ende en hombres de color.

En medio de esta rifa de blanquitud la suerte del ibérico en general, y del afroibérico en particular, fluctúa vertiginosamente. Para muchos de mis paisanos eurocentristas aquello de que “África empieza tras los Pirineos” no es más que una exageración propia del pasado o de fanáticos, y no representa la concepción general que de Iberia tiene ese Occidente al que creen y desean pertenecer. Por el contrario yo defiendo que el afroibérico es un hombre de color por los cuatro costados, y estoy convencido de que el llamado anglosajón, el germánico o el nórdico opinan lo mismo en el fondo. Somos personas de color aunque nuestra piel sea clara, por meras razones históricas y sociológicas. Todo cuanto rodea al sur peninsular tiene un aire colonial y exótico que aparece invariablemente cuando nos preguntamos en qué parte de Iberia hay a la vez más turismo, más paro y subdesarrollo, más pasado islámico, menos industria, más cuarteles nacionales, más bases militares internacionales, o más paisanos caricaturizados por su fama de graciosos, flojos y sensuales (curiosamente lo mismo que en USA piensa un blanco de un afroamericano o un latino). Pero además somos, anatómicamente hablando, personas de color por más que a muchos duela. Es cierto que hoy sales por una calle andaluza y todos parecen muy europeos, porque un poco de depilación, de tintes, amén de la conveniente selección sexual hace milagros, pero esa es quizás la percepción del español que se mira a sí mismo. Para acceder a la idea que tiene un nórdico o un anglosajón de nosotros necesitas adquirir sus prejuicios, viajando y estudiando la vieja raciología. Entonces comprendes que esa española con el pelo rubio y la piel rosada que aquí apodaron “la sueca” no pasaría nunca por blanca en Europa, porque tiene el cabello duro y encrespado, evidente prognatismo y culo con esteatopigia. Llevamos más de cinco siglos (unas 20-25 generaciones) blanqueándonos a toda pastilla mediante selección sexual y mediante discriminación, con resultados más o menos exitosos. Pero ni siquiera todo este esfuerzo, este serio problema de identidad que la sociedad española arrastra desde los Reyes Católicos, que nos ha llevado a inquisiciones, expulsiones, pragmáticas y falsificación de orígenes, ha podido borrar nuestra marca africana y oriental. Seguimos siendo los más morenos de España, a su vez uno de los países más morenos de la Unión Europea.

Si algún ibérico quiere saber si su carnet de blanco es vitalicio que se pregunte si sería aceptado por el Partido Nazi Alemán o el Ku Klux Klan, porque estas son sólo minorías que traslucen lo que otros ocultan o posponen para mejor situación. Ningún rey tartésico sería admitido en un club inglés decimonónico, norteamericano de los 40s o sudafricano de los 80s tan sólo por el color de su piel o por sus tropicales rasgos, y el mismo rechazo les habría provocado cualquier afroibérico desde el Pleistoceno hasta la Edad Media. Frente a estas trabas, sabemos que para formar parte de los pueblos de color basta poseer un grado considerable de sangre no europea, contar con ancestros víctimas del abuso racista (o seguir padeciéndolo aún) y sentirse mutuamente solidario respecto a la comunidad de color, todo lo cual se ajusta también al pueblo afroibérico y sus necesidades. Personalmente opto por no esperar el perdón o la invitación por parte del club de los blancos (para lo que va a durar…), y afrontar la realidad de mi origen, del aspecto físico y modo de vida de mis antepasados. No importa cuán blancos nos veamos ante el espejo, todo aquel que se sienta afroibérico ha de sentirse también persona de color.