sábado, 13 de junio de 2009

Un millón de generaciones

El pasado es una dimensión existencial demasiado poderosa para dejarla en manos de terceros, una energía y una riqueza que cada uno debe mimar por si mismo si quiere sentirse pleno. Nuestra cultura occidental lleva siglos padeciendo una extraña manía progresista-evolucionista que sólo valora el avance, el futuro, la meta y no el punto de partida o el recorrido, y por eso manipula el pasado sin pudor para que este le arroje confirmaciones que jamás estuvo dispuesto a dar. Tenemos por “retrógradas” y “primitivas” a aquellas sociedades que no han querido o no han tenido la oportunidad de subirse a nuestro tren de progreso, del mismo modo que consideramos inferiores de necesidad a todas las culturas anteriores, aunque sean las de nuestros ancestros. De este desprecio hacia el no-occidental (geográfico o temporal) nacen disciplinas tales como la Historia, la Arqueología o la Antropología. Quiero decir que no sólo aparecen en la misma época en que estos prejuicios tenían más virulencia, y que por tanto padecieron su influjo, sino que precisamente nacieron para ser sus portavoces y paladines, basándose en materiales obtenidos del expolio y colonización que justificaban. A menudo olvidamos que cuando expresamos “soy aficionado a la Historia” realmente queremos decir “soy aficionado a la interpretación occidental del pasado”. Un chino actual que estudie el pasado chino en base a testimonios exclusivamente chinos y sin ningún tipo de formación occidental reglada no nos parece, seamos sinceros, un historiador “científico”.

Si el estudioso del pasado necesariamente lo desprecia, forzado por el paradigma evolucionista que equipara lo anterior a lo inferior, ¿cómo podemos esperar un análisis serio de nuestro ayer? De nada vale enarbolar cientificismos, pues bien sabemos que occidentales y soviéticos, colonialistas franceses y británicos, españoles franquistas y republicanos, Villa Arriba vs. Villa Abajo en definitiva, han fabricado “memorias históricas” incompatibles entre sí desde perspectivas todas ellas tenidas por empíricas. El pasado no es más que un blanco lienzo sobre el que proyectar nuestras justificaciones políticas y sociales, un modo de legitimarse y deslegitimar al vecino, y todo esto aprovechándonos cobardemente de que el ayer no puede volver ante nosotros para defenderse y mostrar en qué consistió realmente. Perder nuestro pasado, o asumir uno que es falso, debería dolernos como perder la riqueza medioambiental o el prestigio social, pero difícilmente podemos amar lo que el dogma evolucionista nos inculca como inferior, animalesco, salvaje, o inmoral. Nuestro pasado sólo tiene entonces valor en la medida en que corrobore nuestro actual estatus, sea porque demuestre que fuimos “los primeros” o “lo más poderosos y cultos”, sea porque nos vincula cultural o antropológicamente a regiones poderosas en la actualidad.

Existe un drama aún mayor que el que no se narren los acontecimientos tal cual sucedieron, y es el de despreciar la propia dimensión Tiempo. Si el progresismo-evolucionismo considera a lo anterior como inferior, lo muy anterior ha de ser por fuerza muy inferior, por lo que no debe extrañarnos que ese desdén por la dimensión temporal se acentúe a medida que remontamos nuestro pasado. Así, la Edad Contemporánea no supone ni la mitad de la Edad Media, ni el Neolítico la centésima parte del Paleolítico, etc. Por supuesto existe un motivo racional para hacer que cada vuelta de la espiral del tiempo sea más grande y es nuestra limitación para la memoria. Recordamos mucho mejor lo de hace un rato que lo de hace años, archivamos testimonios explícitos de hace siglos, quizás algo de hace milenios, pero más allá se impone lo indirecto e implícito, viéndonos obligados a esquematizar. Hemos de entender sin embargo que lo único que se ha reducido es nuestra capacidad para percibir detalles del ayer, no la propia existencia de dichos detalles. A medida que el pasado se hace más remoto permitimos que el estereotipo sustituya a la realidad, hasta el punto de llegar a una Prehistoria que diríamos de tebeo si no fuera porque con ello se denigra al noveno arte. Directos a la yugular, tomemos el caso de la célebre “Sima de los Huesos”, yacimiento burgalés y muy oficialista en que se han encontrado los huesos de al menos 32 individuos datados en “unos 300.000 años”. Tenemos por tanto un pozo natural o sima por el que han caído 32 tipos en un lapso que podríamos traducir, muy por lo bajo, entre hace 320.000 y 280.000 años. Esto supone una caída al pozo cada 1.250 años, lo cual equivale a uno cayendo hoy, el anterior en 750dc (primer Al-Andalus), el de antes en 500ac (ocaso de Tartessos), etc. ¿Cómo aducir para estos casos otro argumento que el de la casualidad, cómo interconectarlos? Sin embargo, los investigadores nos cuentan sin sonrojo que seguramente estamos ante uno de los primeros testimonios de enterramiento social, aventurando la existencia de un solo grupo “con una unidad geográfica, temporal y, posiblemente, hasta familiar” (Cela Conde, 2001).

Con una correcta percepción temporal podríamos evitar esta y otras sandeces que el aficionado lee y a menudo acaba creyendo, pues como acabamos de comprobar no son necesarios grandes alardes empíricos para desenmascararlas. Pero hay que practicarlos como gimnasia, considerando que no sólo se hace Prehistoria memorizando industrias líticas, sino también por ejemplo meditando que:

Una persona puede conocer personalmente un arco de 7 generaciones (desde su bisabuelo hasta su bisnieto).

Desde nosotros a la culminación de la “Reconquista” y “descubrimiento” de América median unas 25 generaciones, casi cuatro veces mi “arco generacional”

De hoy al fin de las glaciaciones son unas 500 generaciones, unas 20 veces el tramo desde 1492, unas 72 veces mi “arco generacional”.

De nosotros a los primeros Homo hay unas 300.000 generaciones.

Desde el momento en que divergimos de chimpancés y bonobos han transcurrido algo más de un millón de generaciones.

Por eso he escogido este título para mi entrada, reivindicando que el pasado remoto tuvo un peso efectivo más allá de lo que sepamos o podamos obtener rastreándolo. Trabajamos con poquísimos testimonios que a su vez están muy pobremente interconectados, pero sobre los que se construyen detalladas quimeras que esconden desde rivalidades territoriales a egocentrismos académicos, en lugar de imponer la humildad y admiración ante tan colosales dimensiones cronológicas, que son en sí la mayor lección de Historia. Debemos tener la certeza de que más allá de lo que sepamos o no, lo que aceptemos o no, lo que estemos en condiciones de argumentar y secuenciar o no, durante la remota antigüedad algo ocurrió, y ocurrió segundo a segundo durante más del 99.9% de la existencia de eso que concebimos como humano.

Un caso práctico

En mi juventud fui un fanático de los años 60, hasta el punto de tener una pormenorizada visión de lo que supuso a nivel histórico, social, y estético cada uno de los años de esa década. Por eso, y por la tiranía propia de adolescentes, me indignaba ver que no sólo la televisión y otros focos culturales, sino también la propia gente que vivió esa época, preferían confundir sus elementos como si de un simple veraneo se hubiera tratado. Al crecer tuve que retractarme con humildad, pues comprobé que yo hacía lo mismo con las décadas que mi edad iba acumulando. Comprendí que existen limitaciones en la percepción temporal, y que realmente supone un esfuerzo continuado el superarlas. Cuando idolatraba los 60s corrían los años 80s, y ya la cultura popular los había estereotipado comprimiéndolos en una sola estampa. Por supuesto, mis padres recordaban si en 1965 estaban estudiando o trabajando, si vivían en Málaga o en Granada; pero si les enseñabas una foto de gente de los 60s ajenos a su círculo socio-familiar ya no podían especificar siquiera si se ubicaban en la primera o segunda mitad de la década. Afortunadamente, al mediar sólo veinte años entre mis tiempos y los de mis ídolos, unos años además repletos de fotos, vídeos y documentos textuales, tuve la oportunidad de recabar un buen lote de información sobre la “década prodigiosa”.

¿Qué relación tienen mis gustos juveniles con la temática de este blog? En primer lugar nos permiten establecer una ratio de memoria histórica para aplicarla al Pasado Remoto. Si en veinte años ya hemos reducido iconográficamente una década, vivida en primera persona, a digamos un “año-estampa”, ¿quién puede creerse a esos académicos que discuten si una cerámica fue más típica del 1000aC. que del 1200 o del 800aC.? En la entrada anterior vimos que el pasado se caracteriza por mostrarse más fragmentario y oculto a cada siglo que lo remontemos, y esto es algo que podemos comprobar fijándonos en algo tan cercano como las ambientaciones cinematográficas. Ya hemos visto que las décadas más cercanas y documentadas son reducidas a un único “ambiente”: un vestir de los 60s, un mobiliario de los 60s, una psicología, etc. Mas atrás en las fechas aparecen ambientaciones válidas para períodos de unos cincuenta años, de modo que para una película ambientada en 1810 se usará el mismo atrezzo y decorados que se usaron para otra cuya acción discurría en 1853. El público y la crítica las aceptaremos como “bien documentadas”, a pesar de que con tiempo y esfuerzo podrían haberse afinado diferencias entre décadas. Avancemos por ejemplo al Medioevo, y ya entramos en ambientaciones que en cine no requieren más que una estampa por siglo, y eso si vamos de rigurosos. Al llegar a la antigüedad, sobre todo al ambientar al pueblo llano, parece como si toda ella fuera un escenario fijo, como cuando comprobamos que la misma casa y la misma túnica empleada para una biografía de Moisés se recicla para recrear las enseñanzas de Jesús, aunque haya más de 1.000 años por medio. Lo mismo debería ocurrir en Arqueología. Si no distinguimos 10 años de hace 30, y eso que están exhaustivamente documentados, es porque existe una incapacidad humana para tomarle al tiempo su justa medida. Propongo pues establecer una proporcionalidad muy sencilla: 10 años de 30, 100 años de 300, 1000 años de 3000, etc.

Pero es importante no confundir entre información histórica y arqueológica. Se trata de algo muy similar a lo que conté de mis padres: la información histórica se corresponde a sus recuerdos biográficos, mientras que la arqueológica es equivalente a la foto de extraños que les mostraba. La primera puede ser explícita, aunque también falseada, mientras que la segunda es como vemos muy difusa, más cuanto más nos adentramos en el pasado. Además, todos sabemos que llegado un punto la Arqueología pierde la ayuda, o la distracción, de su prima la Historia, momento en que nos sumergimos en lo prehistórico. Y si hemos comprobado cómo el humano prefiere reducir iconográficamente largos períodos que podría ampliar con la documentación disponible, qué decir cuando carecemos de testimonio explícito o documento. Por eso reafirmo que los 1700s (hace 300 años) sólo pueden ser caracterizados arqueológicamente por elementos comunes a todo el siglo (100 años), es decir que escarbando un cortijo de la época mal podemos establecer si se construyó en 1710 o en 1770, por muchos objetos o papelotes asociados al hallazgo que encontremos. De la misma manera, pero en proporción, el registro arqueológico de hace 3.000 años se muestra indistinguible del datado en el 1500 o en el 500aC. Por supuesto soy consciente, muy a mi pesar, de toda una serie de ítems que los arqueólogos usan para hacer dataciones más específicas, los mal llamados “fósiles guía”, pero no los tengo en cuenta por varias razones. La primera es que no existen dataciones absolutas sobre estos materiales, pues de hecho las tenidas por tal son realmente horquillas temporales de calibración muy controvertida. La segunda es que la mayoría de las veces son objetos sacados artificialmente de un contexto indistiguible del de otros períodos y culturas: por ejemplo estudiamos una cultura en la que nada ha cambiado durante siglos, salvo que un tipo de cerámica foránea aparece en cierto período, aunque su presencia no suponga ni un 5% respecto al 95% restante de formas y materiales genéricos, que tanto podríamos datarlos en el neolítico que en época protohistórica. Finalmente hemos de comprender que vivimos en una época especialmente trepidante en los cambios, que probablemente nos impide calibrar el peso de la tradición hasta ayer mismo. Todavía en mi niñez abundaban en Andalucía chozos playeros idénticos a los de hace 5.000 años, y algo antes eran comunes velámenes y arados latinos, por no mencionar al suegro de mi amigo Javier improvisándose una navaja de sílex para cortar una soga. Por eso cuando por ejemplo me dicen que el “Bronce medio 1” de la cultura argárica va del 1640 al 1580aC. me suena igual que si un tipo (soberbio, loco o ingnorante) pretendiera escribir una biografía de los Beatles donde detallara cada minuto de sus vidas. Dejemos de “historizar” la Prehistoria y devolvamos ya al Tiempo su justa dimensión.

jueves, 11 de junio de 2009

Aberraciones académicas V. Plausibilidad vs. “positivismo desmitificador”

En el artículo inmediatamente anterior acabé planteando si debíamos considerar “nuestros” a los homínidos y homo hallados en la Península:

¿Fueron o no parientes del moderno afroibérico? Hoy por hoy y con lo que sabemos lo más prudente es callar, pero pienso que se comete más agravio si fueron nuestros ancestros y se lo negamos que si los invitamos a serlo por error.”

Sin proponérmelo había condensado en esa frase todo el debate al que nos dedicaremos ahora, un asunto que ha sido tratado en otras entradas (sobre todo en Aberraciones académicas II, de 30/10/2008) pero que pienso que nos conviene retomar. Debemos empezar evaluando el Pasado Remoto como objeto de estudio, y para ello recordaremos que lo habíamos enmarcado en el ámbito de las “ciencias sociales” (menos científicas que las “exactas” o verdadera ciencia) y, dentro de estas, a su rama todavía menos empírica: las Humanidades. Por si fuera poco, el pasado presenta dos rasgos que le son consustanciales y por tanto de imposible solución. De un lado sufre un desgaste material acumulativo, es decir que sólo nos ofrece residuos y que estos son más y más fragmentarios e inconexos a medida que nos adentramos en los siglos y milenios. De otro, aún más importante, el pasado impide un protocolo ineludible en todo método científico como es la contrastación de teorías, porque es imposible hacerlo revivir en nuestro presente. El estudio del Pasado Remoto es por tanto a-científico de necesidad, jamás tendremos evidencias globales o absolutas sobre él sino evidencias parciales y relativas sobre sus escasísimos residuos, y pretender ignorarlo sólo puede deberse a la estupidez o a la soberbia.

Por desgracia ese ha sido el camino tomado por la mayoría de nuestros especialistas, empeñados en pasar la Arqueología por la horma de lo científico. La Ciencia, sin embargo, no consiste en alardear de batas, aparatos y nombres raros, sino en el uso correcto del método científico. Este cientificismo imperante me recuerda mucho a los esotéricos del siglo pasado que pretendían haber encontrado una forma empírica de capturar y obtener información de los fantasmas, mostrando con orgullo sus estrambóticos cacharros y haciéndose llamar “doctor”. Porque la motivación en ambos casos, ya se vio en otros artículos, es la de darse un lustre, la de hacer pasar sus conjeturas por evidencias innegables, en definitiva la de arrogarse el poder de dogmatizar. Es evidente que el vacío informativo intrínseco a los estudios de pasado remoto amenaza con dar al traste con esas ínfulas cientificistas del arqueólogo, que reacciona inventando una perversión que llamaremos positivismo arqueológico. Por tal entiendo la pretensión de limitar e identificar el pasado con el patrimonio arqueológico efectivo, es decir, imponer que sólo hubo lo que se ha logrado rescatar mediante yacimientos. Lo que aún no se excavó sencillamente no ocurrió y, aún peor, está absolutamente prohibido conjeturar en base a ello, siendo el que lo intente automáticamente tachado de iluminado o para-científico. Pero si los académicos fueran tan empíricos como se pretenden, sabrían que la nimia representación patrimonial y fósil actual no sería aceptada como muestreo serio en ninguna rama de las ciencias, incluidas las demás Ciencias Sociales. E incluso multiplicando por millones los yacimientos, huesos y vasijas, prevalecería lo anteriormente dicho sobre la incapacidad de recuperar el ayer para contrastar las teorías que sobre él hemos aventurado. Lo podríamos también representar bajo la siguiente fórmula:

pasado real=evidencia arqueológica+potencialidad arqueológica+información irrecuperable

El truco de los positivistas consiste en reducir la realidad pasada a la evidencia arqueológica únicamente, para así poder fingir que cuentan con el 100%, del pasado en sus manos, y por tanto con un muestreo empíricamente perfecto para contrastar sus teorías. Sus conjeturas y prejuicios pasan automáticamente a tomar la apariencia de verdades científicas, y con ello se creen legitimados para imponer lo que por derecho sólo deberían sugerir.

Por supuesto, muchos pueden temer que si nos soltamos de los anclajes positivistas la Arqueología vuelva a las teorías fantasiosas y los excesos etnocentristas de hace un par de siglos. En definitiva, dirán, los arqueólogos cientificistas se aferran a lo que realmente hubo, por muy fragmentario que sobreviva y por muy sesgado que se haya buscado e investigado, y por otra parte todos reconocemos que también existe el peligro de poner en excesivo valor la potencialidad arqueológica frente a sus fenómenos ya manifiestos, como en el caso de los autodenominados “atlantólogos”. Pero es igualmente evidente que el avance, jamás la solución definitiva, en nuestro conocimiento del Pasado Remoto pasa por superar la agorafobia positivista. Si sabemos que hoy un yacimiento ha puesto del revés todas las teorías en base al acervo arqueológico anterior, ¿acaso no pensamos que mañana uno nuevo acallará al vigente?, ¿por qué no anticiparnos? Buscando ese punto de equilibrio entre la potencialidad arqueológica y el yacimiento positivo, llegué a la conclusión de que una extrapolación al mundo policial sería de suma utilidad. Reconozco que mi pasión por las series televisivas tipo FBI ha influido mucho en mi elección, pero aún es más importante que la Criminalística sea una ciencia social (y por tanto muy comparable con nuestro campo), además del hecho de que se trata de una profesión mucho más sometida a la exigencia de dar con la verdad. No olvidemos que mientras unos desarticulan redes pederastas o yihadistas, los otros se tiran de los pelos por el origen de la cerámica “de boquique”. Por tanto vamos a seguir paso a paso el método policial y en cada etapa lo compararemos con el proceder de arqueólogos y paleoantropólogos.

Lo primero que hacen los detectives de un “caso” es la búsqueda de indicios, pruebas iniciales de aproximación que siempre son sumamente amplias e integradoras: recolección de infinitud de muestras materiales, análisis forense milimétrico, toma exhaustiva de declaraciones, y detención de cuantos puedan resultar mínimamente sospechosos. No digo que no existan polis con prejuicios, forenses descuidados o burocracias desmoralizadoras, sino que expongo el método canónico para proceder en una investigación, y este matiz debe aplicarse a todo el resto del ejemplo. Los estudios arqueológicos por su parte no cuentan con un equivalente a estos indicios policiales por dos razones. La primera es que no existe entre ellos el equivalente profesional a esos detectives que abren y cierran casos, porque su objeto de estudio (su “caso”) se remonta sin pausa hasta el pasado más remoto (los antiguos ya investigaron e interpretaron a los aún más antiguos). Esto conlleva la existencia de una tradición historiográfica, de unos prejuicios de salida que marcan, por mucho que se los combata, un sesgo y una direccionalidad en las investigaciones. El positivismo esconde precisamente la trampa de basarse en lo ya recolectado pero a la vez en no explicar los criterios de recolección de información, dónde se decide buscar, qué se busca y con qué fines. No existe tal abanico integrador de indicios como el policial, sino un conjunto de objetos y yacimientos utilizados para corroborar teorías recicladas que anteceden de largo al descubrimiento de los mismos. Por otra parte, para contar con indicios deberíamos salir necesariamente a buscarlos, una tarea de campo que en policía se traduce en toma de declaraciones, búsqueda de posibles testigos, recolección de pruebas, etc., pero que poquísimas veces se acomete dentro del mundillo de expertos en Pasado remoto. La inmensa mayoría de descubrimientos proviene de hallazgos fortuitos de particulares que con toda su ingenuidad se los sirven en bandeja a los departamentos universitarios, para que estos decidan si les dedicarán su atención en sus escasos dos meses anuales de prospección, o si por el contrario lo silenciarán por pereza, ideología, o estrategia departamental. El resultado obvio es la carencia total de “evidencias” arqueológicas allí donde no interesa encontrarlas, o de aquellos sustratos históricamente comprometedores.

A continuación los agentes del orden proponen una serie de conjeturas en base a esos indicios, lo que llaman “líneas de investigación”, entre las cuales unas comienzan a descollar frente a otras por acumular más pruebas o testimonios a su favor. Pero jamás se abandonan del todo las demás líneas abiertas, porque en cualquier momento se llega a un callejón sin salida y hay que retomarlas. En rigor, tampoco los arqueólogos pueden permitirse algo equiparable a las líneas de investigación de los criminalistas, porque la recolección viciada de indicios sólo lleva a la teoría oficialista única o en todo caso a falsos debates que tienen más que ver con el divismo personal o el chovinismo territorial que con verdaderas diferencias paradigmáticas. Incluso si en un alarde de generosidad equiparamos las teorías arqueológicas con las líneas de investigación policial, la cosa no pasa de mera fachada. Lo cierto es que me dan escalofríos atribuir a comisarios y agentes el comportamiento egocéntrico e infantil de tantos arqueólogos: imaginemos a cada policía encariñado con las pruebas que personalmente encontró y tratando de imponerlas como más importantes que las demás; o un caso de homicidio que sólo haya considerado una única vía de investigación a partir del primer indicio, la primera huella o el primer interrogatorio; en definitiva figurémonos a la policía nacional de Cádiz diciendo que el asesino es el mayordomo y la brigada del Puerto de Sta. Mª culpando de lo mismo a la viuda, con dos investigaciones paralelas y que en lo posible se hacen trampas, se difaman, y se ocultan datos (esto último es exactamente lo que ocurre, por ejemplo, en la misma comarca si de lo que se trata es de discutir el emplazamiento de la Gadir cananea).

Finalmente la policía puede haber llegado incluso a una acumulación de pruebas tal que para ellos corrobore de sobra su línea de investigación, pero aún así saben que toda su labor está supeditada a los órganos de justicia y a la soberanía popular. Asociado a ello hay que mencionar un conjunto de directrices legales que constriñen su trabajo precisamente para que su elucubración no llegue demasiado lejos. La primera y más importante es la presunción de inocencia, lo que aproximadamente significa que tú no tienes que demostrar tu inocencia sino el otro tu culpabilidad. Aplicado a la Arqueología este principio debería traducirse por “no tengo que demostrar que mi teoría es más o menos posible, sino que es el rival el que debe demostrarla imposible”. Podemos entenderlo mejor si lo formulamos así:

Positivismo arqueológico: “Todo es imposible hasta que no se demuestre que es posible”

Investigación policial: “Todo es posible hasta que no se demuestre que es imposible”

En segundo lugar existe lo que en mis series televisivas llaman “duda razonable” y “pruebas circunstaciales”. Los jueces y jurados exigen a los criminalistas que demuestren no sólo que el reo pudo ser el culpable, sino que sólo el reo y nadie como él pudo cometer el delito. Es decir, que no basta con que el sospechoso cuadre al 100% con nuestras pistas si a la vez hay tan sólo un individuo más que coincida de la misma forma. Traducido a los estudios de Pasado Remoto, el que tu teoría cumpla al 100% con lo exigido por el registro positivo de los yacimientos actuales no te da derecho a imponerla como la única válida mientras no demuestres la total inexistencia de otras tesis que también lo logren. Pero lo más grave nos devuelve al comienzo del párrafo: ¿toleraríamos acaso que los gendarmes se arrogaran el derecho a condenarnos o absolvernos sin rendir cuentas a nadie? Pues bien, el académico se ha autoproclamado único juez de sus teorías y políticas arqueológicas anulando cualquier mecanismo de regulación externa, “ilegalizando” cualquier juicio en base (pero no sometido) a sus aportaciones y propuestas, sus descartes y sospechas. En este sentido contrasta la actitud de la policía, que es cauta hasta que se dicta sentencia y más allá, frente a la ridícula seguridad con que los arqueólogos siempre proponen sus teorías, aún cuando se contradigan con lo que publicaron cinco años antes y con lo que defenderán dentro de otro lustro. Todo lo que salga de este esquema policial-judicial apestaría a estado totalitario e inmaduro, a una sociedad sin ninguna garantía de conocer la verdad y hacer justicia en base a ella, y sin embargo vemos que corresponde punto por punto a la metodología y deontología de la mayoría de arqueólogos.

Propongo para los estudios de Pasado Remoto una alternativa que toma lo que puede del método criminalista y a la cual he bautizado humildemente como Plausibilidad. Supone un cambio radical en el paradigma arqueológico vigente para dar cabida a una pluralidad real de alternativas teóricas donde nada de lo que sea posible pueda descartarse del todo, y donde la potencialidad arqueológica ocupe un lugar al menos tan importante como el registro fósil del que por el momento dispongamos. Hay pocas cosas imposibles de imputar a nuestro Pasado Remoto, y aún menos con cada segundo que retrocedamos en la línea del tiempo, así que para lograr una imposibilidad indudable hemos de recurrir a disparates del tipo “hace 400.000 años un tipo de serpiente evolucionó a los humanos, los cuales hace 10.000 ya manejaban ordenadores”, cosas de cómic. Entre esta exageración y lo que realmente ocurrió, cuyo conocimiento es hasta la fecha una utopía para todos (y de hecho una meta inalcanzable de necesidad), existe un amplísimo espectro de posibilidades igualmente respetables. Sin embargo yo no he denominado a mi método “de la posibilidad” sino “de la plausibilidad”, porque considero legítimo para todo individuo el poder aventurar su propia reconstrucción del pasado, y porque además considero que esta multiplicidad de puntos de vista es muy saludable para los estudios de Pasado Remoto, probablemente su única vía de redención. Por tanto aliento que cada cual defienda sus posturas con ardor pero con respeto, sabiendo distinguir el dato de su interpretación. Dentro de lo posible, debemos perseguir los argumentos más posibles, a los que llamamos probables, y dentro de lo probable hemos de ambicionar lo plausible (lit. “la probabilidad que merece un aplauso”). El debate no puede continuar segregando las teorías sobre pasado remoto entre una elite de teorías “indudables” y un resto de teorías “imposibles”, y aún menos si la base para decidirlo continúa siendo exclusivamente el registro arqueológico y la autoridad académica, como pretenden los positivistas. De otra parte, tampoco deberíamos entregarnos a un posibilismo sin límites, un “todo vale”, aunque no creo que supusiera un error semejante al positivista pero en sentido opuesto, un extremismo igualmente condenable. Si volvemos al mundo detectivesco, ¿qué es peor, que un comisario restringa demasiado su lista de sospechosos y en la criba se libre el verdadero culpable, o que en una lista más amplia abunden los sospechosos inocentes pero también esté presente el criminal? Ante una teoría arqueológica que nos parezca dudosa, ¿debemos aceptarla cautelarmente o rechazarla de plano por no poderse defender como incuestionable?

Al tener los blogs formato de diario, voy a compartir algo muy personal. Como cualquiera tengo mis sueños y ambiciones, que no tomo muy en serio pero que me animan y consuelan en más de una ocasión. Son cosas sencillas, como encontrar un día gente afín a mis ideas o de distinto parecer pero con respeto a mi actitud como investigador, aunque a veces se tornan tan ambiciosas como editar un libro o participar en unas charlas. Reconozco que llego a amar tanto mis argumentos que a veces no me importaría que algún catedrático anglosajón me los plagiara con tal de que tuvieran la mayor resonancia. Lo que jamás ha cabido en mis expectativas es la idea de que un día mi Afroiberia se volviera teoría unánimemente aceptada, y no sólo porque me parezca muy improbable sino porque es algo que me repugna, como si el Hitler o el Stalin del futuro me hubieran tomado por su blog de cabecera. No debería existir tal cosa como una “teoría oficial del estado” y digo de corazón que es lo último que les deseo a mis opiniones o a la de cualquier autor que admire. La plausibilidad permite una aproximación integradora y sana a lo que ocurrió en realidad en nuestro Pasado Remoto, siempre es plural y no sólo permite sino que alienta el debate. Yo quiero buenos rivales frente a mis métodos y argumentos porque es la mejor garantía de que me obligaré a reforzarlos aún más. Necesito esa presión para saber si se sostienen realmente o no, porque en el fondo sabemos que ninguno puede ser juez y parte, que a ninguno nos parecen feos nuestros hijos. De esa crítica mutua e incesante, pero sin trampas, todas las teorías plausibles saldrán sin duda mejoradas, produciéndose además un contagio entre todas que las obligará a converger hacia una dirección más consensuada y por tanto libre de prejuicios.

Pero no confundamos este tipo de confrontación “deportiva” con el actual modo “mafioso” de afrontar el debate de teorías pre-historiográficas. La plausibilidad permite, por ejemplo, que yo prefiera Gibraltar y otros prefieran el Caúcaso como principal vía de comunicación África-Iberia, y nos invita a que discutamos por qué a cada uno le parece más plausible lo uno que lo otro. Sin embargo el debate actual tiene, ya lo vimos, una tara ideológica de nacimiento porque proviene del eurocentrismo decimonónico. Dicho de otra manera, cuando nacieron disciplinas tales como Arqueología, Prehistoria o Antropología, ya existían unas creencias sobre nuestros orígenes que las condicionan, lo cual no sólo no me parece mal sino que lo veo prácticamente inevitable. El problema es que esas creencias, ese paradigma inicial, no ha cambiado, porque no sólo se debe al alcance de las ciencias del momento sino que obedece a consignas favorables a determinados intereses políticos, sociales, económicos, etc., y por tanto son teorías que no sólo se defienden con argumentos sino con autoridad y coerción. Si conjugamos el positivismo metodológico con este eurocentrismo, desenmascaramos sin esfuerzo una situación que se nos pretende mostrar como serenamente científica. Al positivismo vigente sólo le interesa lo excavado, sólo desde allí pueden permitirse conjeturas, y eso les lleva necesariamente a mostrar desdén por lo arqueológicamente potencial (lo que aún aguarda por ser descubierto), y por lo que se perdió irremisiblemente y que sólo podríamos deducir por inferencias. Al mismo tiempo el positivismo lleva implícito la sobrevaloración de “lo ya excavado”, lo cual nos ha conducido a una hiper-especialización, una manía compulsiva de brocha y retícula, con departamentos enteros entretenidos durante tres años con una cata de menos de 10m² de superficie y un metro de profundidad. No creo necesario demostrar que el sobrevalorar lo que ya se tiene y desdeñar lo que falta sólo podía conducirnos a un estancamiento total de las investigaciones, y que si no lo ha hecho es por la sorprendente cantidad de hallazgos fortuitos, a menudo a manos de aficionados, que son los que obligan al stablisment a plantearse nuevas soluciones teóricas. Cuando nacieron las ciencias del Pasado Remoto antes mencionadas, sí que fueron emprendedores en sus campañas de excavaciones, pues iban buscando una confirmación a ese paradigma original de creencias eurocentristas, judeo-cristianas, machistas, etc. Apareció Troya, Babilonia y hasta la tumba de Asterix porque fueron allí a buscarlas y no cejaron hasta dar con ellas para confirmar que sus mitos fundacionales eran ciertos. El positivismo tenía la sana intención de acabar con los dislates ario-cristianos de estos idealistas de la pala, pero olvidó que hundía sus bases en aquello que pretendía combatir. Un buen día se determinó que había que dejar de buscar nuevos yacimientos y centrarse en análisis menos precipitados e ideologizados de lo que ya se tenía localizado, pero sin darse cuenta de que eso condenaba a nuestro debate, por científico que se pretenda, a ser un mero decorado que, aunque cambie, sigue servicio de aquel guión fijado desde los tiempos de Champollion o Darwin. Además, los positivistas no juegan para ganar sino para hacer faltas y desmoralizar al rival, siguiendo el símil deportivo. Por ejemplo, en el caso antes mencionado de la llegada de humanos a la Península los eurocentristas gastan mucho más esfuerzo demostrando por qué no pudo ser Gibraltar un buen candidato (a veces ni siquiera un candidato a secas) que en reforzar los argumentos a favor de su candidatura palestino-caucásica. Mientras para mi plausibilidad los humanos también pasaron por el Caúcaso (y por Sicilia, y por Creta), pero creo que Gibraltar es el mejor camino para africanizar Iberia y viceversa, los positivistas necesitan falsear el resto de teorías para que, por eliminación, la suya salga victoriosa. ¿Y cómo es que pueden descuidar el reforzamiento de su propio argumentario? Pues porque sus argumentos son “los de toda la vida” y además son los que defienden los académicos (sabios asalariados por el poder) bajo, toma ya, argumentos “científicos”. La gente por tanto se muestra muy receptiva a ellos, como hipnotizada, de tal forma que un breve gesto de desdén académico puede neutralizar una propuesta rebelde fraguada tras años de serias investigaciones. El que estudia el Pasado Remoto desde fuera del oficialismo se ve obligado a lo que en judicatura equivaldría a “demostrar su inocencia”, malgastando su tiempo y talento sólo en defender que merece respeto aunque no suscriba los argumentos trillados por público y académicos. Da la sensación además de que el problema es aventurar demasiado o equivocarse, algo inevitable en toda investigación científica, cuando lo verdaderamente fanático y poco riguroso, al menos estudiando el pasado, es intentar imponer a toda costa la propia teoría como única verdadera.

Un efecto colateral a todo ese positivismo mal entendido entre los arqueólogos, y que llamaremos desmitificación, es el de creer que un cálculo a la baja de cualquier cuestión sobre Pasado remoto es más científico y por tanto realista que otras estimaciones más generosas. Si el muro antiguo no levanta ahora ni un metro del suelo, imaginarle un metro más es para los académicos un puro dislate fantasioso, si el C14 nos arroja una horquilla temporal entre el 7000 y el 5000 a.C., sólo la última fecha es “científica”, y si los textos clásicos mencionan una ciudad que ellos no han excavado debemos considerarla un mito. En realidad es todo lo contrario, pues como dijimos los datos que provienen del pasado son irremediablemente residuales: los muros suelen perder mucha altura por el desgaste de milenios, las dataciones absolutas son tan respetables en su versión corta como en la larga, y el no poder encontrar tal o cual lugar famoso en la antigüedad suele deberse a la incompetencia y al desinterés, cuando no a la cobardía o al colaboracionismo. Este es un asunto que afecta directamente a nuestros estudios afroibéricos, porque como se ha dicho existen períodos, pueblos y geografías sobre las que te permiten ser más “mitológico” que en otras. Afroiberia, lo sabemos por entradas anteriores, es precisamente un foco de perturbación en la paz eurocéntrica, y esto sólo puede conducir a que la orientación de la Arqueología y Antropología de nuestro territorio sea especialmente desmitificadora. Si como Hegel consideran que África carece de Historia, es muy lógico que apliquen lo mismo a la faceta más africana de la Península. Sin embargo en Inglaterra o Alemania peinan literalmente los sitios prospectando, y les basta seis agujeros en el suelo o una piedra tumbada para hablar de “cabaña del jefe” o de “templo megalítico”. Spain is different, así que nuestro lastre de vivir acomplejados y aspirantes eternos a europeos nos provoca que abjuremos de nuestra propia sangre y memoria a fin de borrar el estigma de nuestra africanidad. Portugal es por el contrario mucho más tolerante y realista con su componente africano, judío, etc. desde hace siglos, e incluso dentro de España aparecen matices en los que la septentrionalidad es determinante. Así, el gallego flipa con su falsa celtez y todos se lo consienten, y del rollo vasco qué vamos a contar (¡hail Arana!), pero el “perro andaluz” tiene aún la obligación de avergonzarse de su pasado, de menospreciarlo en lo posible, y de permitir que sean los de fuera los que diagnostiquen si una “línea de investigación” merece o no ser tenida en cuenta. Aquí, si se encuentran los seis hoyos para postes, aunque no hay desde luego ganas ni presupuesto para salir a buscarlos, se hablará de cuatro gallineros de mimbre, mientras el megalito tumbado acabará pulverizado por los tractores. Algunos de mis compatriotas académicos parecen sentir incluso fastidio ante nuestras glorias patrimoniales, ante nuestra antigüedad histórica o ante nuestra hondísima cultura. Todo eso les suena a demasiado mito, a exageración de andaluz peinetero, a demasiado cuento chino… o africano. Pobres payasos, son como aquel rey zulú que por recibir a los colonos tomando el té de las cinco creyó que iba a ser tratado como un igual.