domingo, 23 de octubre de 2011

Tarsis-Afroiberia. Parte 1. Introducción y nombres

Abro esta nueva serie de artículos con el propósito de demostrar que los antiguos hebreos llamaron Tarsis (Tarshish si somos fonéticamente rigurosos) a Afroiberia, o al menos a una región costera del poniente mediterráneo. Pese a que la labor no comporta dificultades intrínsecas, pues toda la documentación disponible está a su favor, existen dos escollos importantes que pueden provocar los recelos del lector. Por un lado, desde los 1950s las teorías tradicionales sobre la ubicación de Tarsis (que miraban a nuestras tierras con simpatía) han sido desplazadas por nuevas corrientes académicas que han puesto todo su empeño desmitificador en convencernos de lo absurdo de tal identificación. El segundo obstáculo es que toda la información disponible se encuentra en la Biblia, lo cual genera a la vez dos problemas. El primero es el prejuicio que existe hacia este libro como objeto arqueológico e histórico, y más aún en España, donde los estragos del nacional-catolicismo franquista aún no se han curado del todo. El segundo problema es la incultura popular y académica de los españoles con respecto a las culturas semitas. Pese a lindar con Marruecos y haber sido gobernados ocho siglos por musulmanes, pese a que fuimos “colonizados” por fenicios y cartagineses, pese a que nuestra tradición judeo-cristiana tiene irrenunciables raíces semitas, nuestra segunda “lengua clásica” tras el latín es el griego, no el hebreo o el árabe. El propio catolicismo ha sido el mayor verdugo en este proceso, y no sólo porque temiera que sus feligreses se acercaran a credos como el judío o el musulmán. Pocos católicos saben que nuestros padres tuvieron vetado por el Papa la lectura de la Biblia hasta los años 1960s y el Concilio Vaticano II. Hasta ese momento, el católico podía tener en casa misales, vidas de santos y demás quincalla, pero la Biblia, su supuesto pilar de fe, figuraba entre los libros prohibidos por el índice vaticano. Sólo se podía escuchar la Biblia, en latín y a trocitos, durante la misa dominical. Se atribuía a los luteranos y demás iglesias reformadas el vicio de leer en casa la Biblia, a veces en sus lenguas originales, para luego cometer la blasfemia de interpretarla de manera personal. Unos insensatos estos teutones.

Ya hablamos del valor de las fuentes textuales para conocer nuestra protohistoria y antigüedad, y de cómo los documentos bíblicos son al menos tan válidos como los grecolatinos, así que no abundaremos mucho más en la cuestión. Sin embargo, es necesario subrayar la absoluta falta de formación de nuestros investigadores en materia de lengua hebrea o cananea, mundo bíblico, etc., incluso por parte de aquellos considerados expertos en la mal denominada “colonización fenicia”. Créanme que no exagero, es algo que carece de explicación, que da vergüenza ajena a cualquiera con una formación básica en estos campos. Entiendo que la culpa de todo la tienen el aislamiento y falta de cooperación entre departamentos universitarios. Los arqueólogos viven tan encapsulados que ni siquiera esperan que, un día, cualquier simple estudiante de semíticas podrá burlarse de las chorradas que se atreven a defender ante su sumiso público. Lo peor de todo es que esta tontería posmoderna puede llevarles a ver lógico, e incluso digno de alabanza, andar sentando cátedra sobre lo que realmente dice Génesis o Ezequiel en tal o cual pasaje sin haber leído más de dos renglones seguidos de la Biblia y sin saber siquiera el alefato (“cosas de curas”). Quizás por eso no se enteran de que los supuestos argumentos bíblicos que esgrimen en contra de la ubicación de Tarsis en Afroiberia son precisamente los pasajes más recientes, los más ambigüos y/o los más descontextualizados. En cualquier caso, nada justifica la vehemencia casi agresiva y la falta absoluta de rigor en sus argumentos. Errores sí, fanatismos los precisos.

La Biblia tiene muy justificada su forma plural en latín, “los libros”, pues es más una biblioteca que un único libro. Por esa razón, no todos los documentos bíblicos tienen la misma antigüedad ni el mismo peso específico. No se trata de imponer al lector laico los valores de la Biblia, pero sí debería aceptar las normas que rigen dicho canon. Quiero decir que no les pido que personalmente concedan más grandeza espiritual a Génesis que a Macabeos II, sino que comprendan que para el hebreo de la antigüedad dichas diferencias existían. Esto es vital a la hora de cuestionar las fuentes aduciendo añadidos, adulteraciones, correcciones, etc. Como la mayoría tenemos un trasfondo cultural y formativo católico pondré un ejemplo en este ámbito. Si yo dijera “Padre nuestro, que estás en Taiwan, venga a nosotros tu programa de televisión, hágase tu bizcocho así en la piscina como en el porche”, todos captaríamos al vuelo que estoy parodiando, para algunos blasfemamente, el “Padre Nuestro”. Si por el contrario digo que el padre de Santa Teresita de Kentucky se llamaba John y no Henry, la cosa pasa a ser irrelevante, dominio exclusivo del biógrafo o historiador. La conclusión a la que llegamos instantáneamente es que existen diferentes grados de importancia en nuestras fuentes cristianas: no es lo mismo la oración mayor que nos legó el de Galilea para la salvación de nuestras almas que un trozo intrascendente de la vida de un santo reciente y secundario. En el primer caso cualquier interpolación, cambio o añadido cantará por peteneras incluso a los ojos del que jamás pisa una iglesia, ya que el “Padrenuestro” es algo perfectamente identificable y memorizado entre la cultura popular. En el segundo caso la libertad es mayor, porque es cosa de minorías beatas y de eruditos. Exactamente igual pasa con el Antiguo Testamento y el uso que hacían de él los hebreos anteriores a nuestra era. Cuando uno ve la alegría y desvergüenza con que nuestros académicos atribuyen manipulaciones en los textos bíblicos no podemos dejar de preguntarnos si esos payasos realmente creen que a los hebreos le podías estar adulterando cada día sus creencias fundamentales.

En la Biblia, la voz “Tarsis” hace a veces referencia directa al legendario fundador de un pueblo o a la tierra habitada por sus descendientes. En otras ocasiones la referencia es indirecta (por ejemplo materias primas, inventos o costumbres “de Tarsis”) y, finalmente, hay un par de citas a homónimos que nada tiene que ver con nuestra Tarsis. Los textos bíblicos también pueden incurrir en repeticiones, en cuyo caso debemos determinar cuál fuente es la original y, por tanto, menos sujeta a posibles adulteraciones. Más aún, unas veces dicha repetición es exacta y abiertamente reconocida, como veremos que ocurre entre el capítulo 10 de Génesis y el primero de 1Crónicas, mientras que en ocasiones necesitamos hilar más fino (hazañas de Samuel que parecen calcadas de las de Josué o, tal y como comprobaremos, iniciativas comerciales de Salomón luego atribuidas a sus descendientes como propaganda). Existen además unas dataciones estimadas para los textos, tanto para la idea originaria (probablemente oral) como para las sucesivas modificaciones, las cuales nos permite saber si aquellos hebreos de la historia realmente trataron con Tarsis (o al menos con los fenicios de Tiro que la frecuentaban) o si ya hablaban de oídas y casi mitológicamente. Para afrontar con éxito estos retos sólo conozco dos recetas: dominar la Biblia y el hebreo. En mi caso, reconozco que no puedo citar el Libro de libros como haría un predicador del Mississippi, y que si me dejaran sólo por las calles de Jerusalén apenas balbucearía un hebreo de parvulario. Pero déjenme un par de horas con mis excelentes diccionarios, mis diferentes biblias y mis viejos apuntes de clase, y les aseguro que soy capaz de desentrañar el significado más literal de cualquier versículo bíblico. Con todo, soy consciente de que no todo el mundo está dispuesto a soportar las cansinas elucubraciones filológicas e históricas que puedan defender cada uno de mis argumentos. Por ello en cada una de las partes de esta larga serie de entradas, y en cada epígrafe que las componga, comenzaré enunciando mi tesis general y sus motivos, para que todo aquel que confíe en mi formación y capacidad pueda ahorrarse el sermón. Forofos, masoquistas y críticos recalcitrantes: síganme hasta el último renglón, que yo se lo agradezco.

Tarsis-Tartessos

En prácticamente todos los manuales sobre Tartessos o sobre Protohistoria Peninsular aparece un epígrafe tipo “¿Tarsis o Tartessos?”, cuya lectura es una total pérdida de tiempo. En cada uno de ellos se niega sistemáticamente la identificación entre la Tarshish bíblica y el Tartessos griego, lo cual nos lleva a sospechar: ¿para qué repiten lo mismo en cada novedad editorial si tan claro lo tienen? La respuesta es que estos capítulos o epígrafes nunca tuvieron como objetivo la información sino todo lo contrario: son propaganda para desinformar. Que algunos de ellos lo hagan pusilánime e inconscientemente no lo dudo, pero todos se pliegan a la inercia del eurocentrismo vigente y colaboran en la confusión actual. ¿Por qué se da esta actitud? Siento no tener respuesta. Supongo que todo empezó protegiendo el antiguo paradigma racista, aquella historia de los argantonios medio celtas echados a los brazos de los divinos griegos para salvar el pellejo de las despiadadas y lascivas hordas semitas. En ese contexto podemos imaginar lo mal que caería la intromisión de fuentes cananeas (¿qué otra cosa eran los hebreos y su Biblia?) en la escena. Pero lo cierto es que hoy se ha impuesto la noción de Tartessos como “aborigen aculturado por fenicios” y se sigue abominando del concepto Tarsis. Probablemente el carácter religioso de la Biblia tenga mucho que ver con el mantenimiento de este desdén, al menos entre los autores españoles. Además, nuestro inveterado complejo de inferioridad nos impide aceptar que la Biblia, nada menos, haga repetidas alusiones a nuestras tierras.

La defensa de un argumento pasa necesariamente por la mención de sus posibles alternativas. A menudo, me ocurre constantemente en este blog, refutar los argumentos del contrario te lleva más tiempo y tinta que exponer los tuyos propios. Sin embargo, estos capítulos de los que hablo citan casi exclusivamente las partes de la Biblia que le convienen y los autores que les bailan el agua. Si por ejemplo se ven obligados a citar autores favorables a la identidad entre Tarsis y Tartesso, suelen escoger “nuevas promesas” como Schulten o incluso el Padre Pineda (¡de tiempos de Felipe II!). El tono es habitualmente severo, como proveniente de alguien harto de aguantar las fantasías de cuatro cretinos, de alguien que tiene prisa por poner los puntos sobre las íes y poderse dedicar a hacer “ciencia” de una vez por todas. Los contenidos, su secuencia estructural, e incluso los ejemplos con los que engrasar el discurso aparecen copiados de un libro a otro, a veces literalmente. El objetivo es que el lector asocie la teoria “pro-Tarshish” con fuentes caducas, con métodos pre-científicos y con oscurantismo bíblico. Negar la identificación Tarshish-Tartessos debe ser considerado, por el contrario, algo moderno, científico, realista, evidente, etc. El método que emplean es tan marrullero que durante años, salvando cierto consuelo en los trabajos de M. Koch, creí que tenía un grave problema de objetividad respecto a este asunto.

Quizás la pregunta con la que debemos empezar es por qué hay que equiparar Tarsis con Tartessos. Si los chinos y los americanos hicieran sendas versiones del Quijote, ¿sería justo tachar a la china de “poco quijotesca” por no parecerse a la interpretación yanqui? Afroibera es el modelo matriz, siendo Tartessos simplemente su adaptación a ojos grecolatinos. Tarsis no necesita parecerse a Tarteso, aunque ambos conceptos guarden muchas más similitudes de lo que nuestros sabios se permitan hoy reconocer. Un ejemplo bastante ilustrativo lo tenemos en la relación fonética entre ambos términos, negada sistemáticamente por los académicos. Según ellos no hay nada, absolutamente nada a nivel fonético, que pueda convertir Tar-te-ssos en Tar-shish, pero al mismo tiempo aceptan la ley de Grimm (el de los cuentos), por la cual muchas de las “T” del indoeuropeo se convirtieron en “Z” (θ) al pasar al germánico, o la ley de Grassmann, que registra un cambio similar en las consonantes aspiradas griegas. En todo caso, cualquier estudiante de bachiller está al corriente de los grupos “t-d-z”, “p-b-f”, etc. y sabe que son sonidos a menudo intercambiables en el devenir de una lengua. Pasar de Tar-te a Tar-ze no nos debería sonar tan inverosímil, o al menos sus detractores deberían convencernos de lo contrario con fuertes argumentos. Como llevamos años esperándolos sin respuesta, deberíamos establecer nuestras propias explicaciones.

Empecemos con nuestras lenguas prerromanas pues, como dijimos, “Tarshish” no ha de ser hija ni madre, sino hermana, de la griega “Tartessos”, procediendo ambas del nombre que los tartesios daban a su propia etnia y territorio. Cada lengua tiene soniquetes característicos, y cualquiera familiarizado con las culturas ibéricas, sus personajes, topónimos y numismática sabe, por ejemplo, que la actual palabra “cacharro” suena muy ibérica, mientras que el adjetivo “benigno” no. Como no soy experto lingüista me siento incapaz de profundizar mucho en la cuestión, pero sí puedo dar un par de guías tan sencillas como incuestionables. Por ejemplo, cualquiera que busque en una enciclopedia o en internet el silabario-alfabeto ibérico (o el tartésico) descubrirá que nuestros abuelos eran poco escrupulosos con los sonidos: “Pa” podía sonar como “Ba”, “Ki” como “Gi” y “Tu” como “Du”, pues se escribían igual. Como ejemplo sirva el curioso baile de sonidos que se produce entre los nombres propios Anta-Beles (adaptado a Indíbil) y Esto-Peles. Otra característica evidente es la abundancia de consonantes iniciales y medias acabadas en –R (Tar, Kur, Bar), así como cierto gusto por reduplicarlas (Tar-Tar, Kur-Kur, Bir-Bir). Finalmente, pues sólo comentaremos rasgos implicados en las voces “Tarsis” y “Tarteso”, hay que decir que la terminación en –IS/–I era común en topónimos de nuestra región (Hispalis, Bilbilis, Baetis, Tertis, Saetabis, Gili, Iliturgi, Basti, Ilici, Nertobis, etc.) Con estas sencillas normas podemos remontarnos a la matriz de Tarsis-Tartesso en lengua aborigen, aunque yo no soy partidario de comprometernos con una fórmula definitiva: dado que la Península no estaba habitaba por un solo pueblo ni se hablaba una sola lengua, habría diferentes pronunciaciones antes de la llegada de los “colonizadores”. Así, basta con que los griegos tomaran primer contacto con unos afroibéricos que pronunciaran “Tartes” y los fenicios con otros que dijeran “Tartzech” y la deriva fonética está servida.

Las referencias bíblicas a “Tarsis” no son la única prueba de que esa era la pronunciación semita. Aparte de la controvertida ostraca de Moussaieff, tenemos las letras T-R-Sh-Sh que encabezan la famosa estela fenicia de Nora (Cerdeña, s.IXaC). Aunque soy de los que creen que en esa lápida se hace referencia a Tarsis, sería tramposo no facilitar los siguientes datos: no se sabe si es un texto completo o si formaba parte de un panel por piezas, y no se sabe si esas T-R-Sh-Sh han de leerse juntas, porquelosfeniciosnoseparabanlasletras. Para colmo, la propia localización de la estela serviría para apoyar la teoría de que Tarsis no fue un lugar concreto, sino todo el ámbito mediterráneo occidental y gibraltareño, es decir, lo mismo Nora que Gadir, lo mismo Cartago que Lixus.

Izquierda: Estela de Nora; derecha: Ostraca Mousssaief. En ambas se
 sobreiluminan las letras fenicias que corresponden a Ta-R-SHi-SH.


Por otra parte existe la posibilidad, propuesta por Schulten, de que los hebreos y fenicios cambiaran a “Tarshish” lo que originalmente era “Tartis” lo mismo que decían “Bashan” a lo que los arameos llamaban “Batan”, o “Sharshon” a lo que los griegos llamaban “Starton”. Desde luego, el libertinaje fonético de las lenguas ibéricas invitaría a ello. Pero del mismo modo se pudo dar lo inverso, como cuando, por influencia del arameo, la ciudad fenicia de tZur pasó a ser denominada Tiro. Desde ese prisma, sería más lógico pensar que ibéricos y semitas usaban la forma original TRZ- y que los griegos la alteraron a TRT-. Existe otro argumento que podría apoyar esta tesis: a diferencia de fenicios y hebreos, que sólo usaron la forma “original”, los grecolatinos emplearon tanto el radical TRZ- (o TRD-, TRTz, etc.) como su presumible evolución grecolatina en TRT-, existiendo además variantes de pronunciación dentro de cada grupo. Tenemos por un lado el clásico “Tartessos” (con una terminación –ssos muy común en idiomas protogriegos) y, en la misma familia, “Tertis” (arcaico nombre del río Betis con idéntico final que Tarsis), “Turta” (en Catón) e incluso “Tourtutanoi” (Artemidoro). La forma más usada dentro de la modalidad original (TRD- en este caso) es la de los “turdetanos” y los “túrdulos”, que repiten la “u” inicial de Catón, pero hay otras. Polibio (200-118aC) fue un autor griego entre romanos que nos legó unas curiosísimas formas para llamar a los tartesios. En sus Historias (3,24,2 y 3,33,9) nos menciona a “Tarseios” y “Zersitai”, términos que para mí se refieren sin duda a los tartesios y que aún hoy levantan auténticas ampollas entre los académicos.

No puedo detenerme en cada uno de estos aspectos, ni siquiera dentro de esta serie. Espero no tardar mucho en hacer monográficos dedicados a la Estela de Nora, a la ostraca “fraudulenta”, a Mastia Tarseios, y en fin a cada uno de los temas que más pudieran haber llamado la atención. Por ahora me contento con que el lector haya comprendido que es absurda y prepotente la actitud de los académicos, negándose a equiparar Tarsis con Tartessos y ambas con Afroiberia. Me basta con que acepten que, topando con la Biblia, toda nuestra formación grecolatina es tan útil como lo es la lengua hebrea para explicar la tercera dinastía Ming. Sólo a partir de esa humildad seremos lo bastante objetivos como para profundizar en los pasajes bíblicos que mencionan a Tarsis y que serán los protagonistas en las siguientes entregas de esta extensa serie.

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