Abro esta nueva serie de
artículos con el propósito de demostrar que los antiguos hebreos llamaron
Tarsis (Tarshish si somos fonéticamente rigurosos) a Afroiberia, o al menos a una
región costera del poniente mediterráneo. Pese a que la labor no comporta
dificultades intrínsecas, pues toda la documentación disponible está a su
favor, existen dos escollos importantes que pueden provocar los recelos del
lector. Por un lado, desde los 1950s las teorías tradicionales sobre la
ubicación de Tarsis (que miraban a nuestras tierras con simpatía) han sido
desplazadas por nuevas corrientes académicas que han puesto todo su empeño
desmitificador en convencernos de lo absurdo de tal identificación. El segundo
obstáculo es que toda la información disponible se encuentra en la Biblia, lo
cual genera a la vez dos problemas. El primero es el prejuicio que existe hacia
este libro como objeto arqueológico e histórico, y más aún en España, donde los
estragos del nacional-catolicismo franquista aún no se han curado del todo. El
segundo problema es la incultura popular y académica de los españoles con
respecto a las culturas semitas. Pese a lindar con Marruecos y haber sido
gobernados ocho siglos por musulmanes, pese a que fuimos “colonizados” por
fenicios y cartagineses, pese a que nuestra tradición judeo-cristiana tiene
irrenunciables raíces semitas, nuestra segunda “lengua clásica” tras el latín
es el griego, no el hebreo o el árabe. El propio catolicismo ha sido el mayor
verdugo en este proceso, y no sólo porque temiera que sus feligreses se
acercaran a credos como el judío o el musulmán. Pocos católicos saben que
nuestros padres tuvieron vetado por el Papa la lectura de la Biblia hasta los
años 1960s y el Concilio Vaticano II. Hasta ese momento, el católico podía
tener en casa misales, vidas de santos y demás quincalla, pero la Biblia, su
supuesto pilar de fe, figuraba entre los libros prohibidos por el índice
vaticano. Sólo se podía escuchar la Biblia, en latín y a trocitos, durante la
misa dominical. Se atribuía a los luteranos y demás iglesias reformadas el
vicio de leer en casa la Biblia, a veces en sus lenguas originales, para luego
cometer la blasfemia de interpretarla de manera personal. Unos insensatos estos
teutones.
Ya hablamos del valor de las fuentes textuales para conocer nuestra protohistoria y antigüedad, y de
cómo los documentos bíblicos son al menos tan válidos como los grecolatinos, así que no abundaremos mucho más en la cuestión. Sin embargo, es necesario
subrayar la absoluta falta de formación de nuestros investigadores en materia
de lengua hebrea o cananea, mundo bíblico, etc., incluso por parte de aquellos
considerados expertos en la mal denominada “colonización fenicia”. Créanme que
no exagero, es algo que carece de explicación, que da vergüenza ajena a
cualquiera con una formación básica en estos campos. Entiendo que la culpa de
todo la tienen el aislamiento y falta de cooperación entre departamentos universitarios.
Los arqueólogos viven tan encapsulados que ni siquiera esperan que, un día, cualquier
simple estudiante de semíticas podrá burlarse de las chorradas que se atreven a
defender ante su sumiso público. Lo peor de todo es que esta tontería
posmoderna puede llevarles a ver lógico, e incluso digno de alabanza, andar
sentando cátedra sobre lo que realmente dice Génesis o Ezequiel en tal o cual
pasaje sin haber leído más de dos renglones seguidos de la Biblia y sin saber
siquiera el alefato (“cosas de curas”). Quizás por eso no se enteran de que los
supuestos argumentos bíblicos que esgrimen en contra de la ubicación de Tarsis
en Afroiberia son precisamente los pasajes más recientes, los más ambigüos y/o
los más descontextualizados. En cualquier caso, nada justifica la vehemencia
casi agresiva y la falta absoluta de rigor en sus argumentos. Errores sí,
fanatismos los precisos.
La Biblia tiene muy justificada
su forma plural en latín, “los libros”, pues es más una biblioteca que un único
libro. Por esa razón, no todos los documentos bíblicos tienen la misma
antigüedad ni el mismo peso específico. No se trata de imponer al lector laico
los valores de la Biblia, pero sí debería aceptar las normas que rigen dicho
canon. Quiero decir que no les pido que personalmente concedan más grandeza espiritual
a Génesis que a Macabeos II, sino que comprendan que para el hebreo de la
antigüedad dichas diferencias existían. Esto es vital a la hora de cuestionar
las fuentes aduciendo añadidos, adulteraciones, correcciones, etc. Como la
mayoría tenemos un trasfondo cultural y formativo católico pondré un ejemplo en
este ámbito. Si yo dijera “Padre nuestro, que estás en Taiwan, venga a nosotros
tu programa de televisión, hágase tu bizcocho así en la piscina como en el
porche”, todos captaríamos al vuelo que estoy parodiando, para algunos
blasfemamente, el “Padre Nuestro”. Si por el contrario digo que el padre de
Santa Teresita de Kentucky se llamaba John y no Henry, la cosa pasa a ser
irrelevante, dominio exclusivo del biógrafo o historiador. La conclusión a la
que llegamos instantáneamente es que existen diferentes grados de importancia
en nuestras fuentes cristianas: no es lo mismo la oración mayor que nos legó el
de Galilea para la salvación de nuestras almas que un trozo intrascendente de
la vida de un santo reciente y secundario. En el primer caso cualquier
interpolación, cambio o añadido cantará por peteneras incluso a los ojos del
que jamás pisa una iglesia, ya que el “Padrenuestro” es algo perfectamente
identificable y memorizado entre la cultura popular. En el segundo caso la
libertad es mayor, porque es cosa de minorías beatas y de eruditos. Exactamente
igual pasa con el Antiguo Testamento y el uso que hacían de él los hebreos
anteriores a nuestra era. Cuando uno ve la alegría y desvergüenza con que
nuestros académicos atribuyen manipulaciones en los textos bíblicos no podemos
dejar de preguntarnos si esos payasos realmente creen que a los hebreos le
podías estar adulterando cada día sus creencias fundamentales.
En la Biblia, la voz “Tarsis”
hace a veces referencia directa al legendario fundador de un pueblo o a la
tierra habitada por sus descendientes. En otras ocasiones la referencia es
indirecta (por ejemplo materias primas, inventos o costumbres “de Tarsis”) y,
finalmente, hay un par de citas a homónimos que nada tiene que ver con nuestra
Tarsis. Los textos bíblicos también pueden incurrir en repeticiones, en cuyo
caso debemos determinar cuál fuente es la original y, por tanto, menos sujeta a
posibles adulteraciones. Más aún, unas veces dicha repetición es exacta y
abiertamente reconocida, como veremos que ocurre entre el capítulo 10 de
Génesis y el primero de 1Crónicas, mientras que en ocasiones necesitamos hilar
más fino (hazañas de Samuel que parecen calcadas de las de Josué o, tal y como
comprobaremos, iniciativas comerciales de Salomón luego atribuidas a sus
descendientes como propaganda). Existen además unas dataciones estimadas para
los textos, tanto para la idea originaria (probablemente oral) como para las
sucesivas modificaciones, las cuales nos permite saber si aquellos hebreos de
la historia realmente trataron con Tarsis (o al menos con los fenicios de Tiro
que la frecuentaban) o si ya hablaban de oídas y casi mitológicamente. Para
afrontar con éxito estos retos sólo conozco dos recetas: dominar la Biblia y el
hebreo. En mi caso, reconozco que no puedo citar el Libro de libros como haría
un predicador del Mississippi, y que si me dejaran sólo por las calles de
Jerusalén apenas balbucearía un hebreo de parvulario. Pero déjenme un par de
horas con mis excelentes diccionarios, mis diferentes biblias y mis viejos
apuntes de clase, y les aseguro que soy capaz de desentrañar el significado más
literal de cualquier versículo bíblico. Con todo, soy consciente de que no todo
el mundo está dispuesto a soportar las cansinas elucubraciones filológicas e
históricas que puedan defender cada uno de mis argumentos. Por ello en cada una
de las partes de esta larga serie de entradas, y en cada epígrafe que las
componga, comenzaré enunciando mi tesis general y sus motivos, para que todo
aquel que confíe en mi formación y capacidad pueda ahorrarse el sermón.
Forofos, masoquistas y críticos recalcitrantes: síganme hasta el último
renglón, que yo se lo agradezco.
Tarsis-Tartessos
En prácticamente todos los
manuales sobre Tartessos o sobre Protohistoria Peninsular aparece un epígrafe
tipo “¿Tarsis o Tartessos?”, cuya lectura es una total pérdida de tiempo. En cada
uno de ellos se niega sistemáticamente la identificación entre la Tarshish
bíblica y el Tartessos griego, lo cual nos lleva a sospechar: ¿para qué repiten
lo mismo en cada novedad editorial si tan claro lo tienen? La respuesta es que
estos capítulos o epígrafes nunca tuvieron como objetivo la información sino
todo lo contrario: son propaganda para desinformar. Que algunos de ellos lo
hagan pusilánime e inconscientemente no lo dudo, pero todos se pliegan a la
inercia del eurocentrismo vigente y colaboran en la confusión actual. ¿Por qué
se da esta actitud? Siento no tener respuesta. Supongo que todo empezó
protegiendo el antiguo paradigma racista, aquella historia de los argantonios
medio celtas echados a los brazos de los divinos griegos para salvar el pellejo
de las despiadadas y lascivas hordas semitas. En ese contexto podemos imaginar
lo mal que caería la intromisión de fuentes cananeas (¿qué otra cosa eran los
hebreos y su Biblia?) en la escena. Pero lo cierto es que hoy se ha impuesto la
noción de Tartessos como “aborigen aculturado por fenicios” y se sigue
abominando del concepto Tarsis. Probablemente el carácter religioso de la
Biblia tenga mucho que ver con el mantenimiento de este desdén, al menos entre
los autores españoles. Además, nuestro inveterado complejo de inferioridad nos
impide aceptar que la Biblia, nada menos, haga repetidas alusiones a nuestras
tierras.
La defensa de un argumento pasa
necesariamente por la mención de sus posibles alternativas. A menudo, me ocurre
constantemente en este blog, refutar los argumentos del contrario te lleva más
tiempo y tinta que exponer los tuyos propios. Sin embargo, estos capítulos de
los que hablo citan casi exclusivamente las partes de la Biblia que le
convienen y los autores que les bailan el agua. Si por ejemplo se ven obligados
a citar autores favorables a la identidad entre Tarsis y Tartesso, suelen
escoger “nuevas promesas” como Schulten o incluso el Padre Pineda (¡de tiempos
de Felipe II!). El tono es habitualmente severo, como proveniente de alguien
harto de aguantar las fantasías de cuatro cretinos, de alguien que tiene prisa
por poner los puntos sobre las íes y poderse dedicar a hacer “ciencia” de una
vez por todas. Los contenidos, su secuencia estructural, e incluso los ejemplos
con los que engrasar el discurso aparecen copiados de un libro a otro, a veces
literalmente. El objetivo es que el lector asocie la teoria “pro-Tarshish” con
fuentes caducas, con métodos pre-científicos y con oscurantismo bíblico. Negar
la identificación Tarshish-Tartessos debe ser considerado, por el contrario,
algo moderno, científico, realista, evidente, etc. El método que emplean es tan
marrullero que durante años, salvando cierto consuelo en los trabajos de M. Koch,
creí que tenía un grave problema de objetividad respecto a este asunto.
Quizás la pregunta con la que
debemos empezar es por qué hay que equiparar Tarsis con Tartessos. Si los
chinos y los americanos hicieran sendas versiones del Quijote, ¿sería justo
tachar a la china de “poco quijotesca” por no parecerse a la interpretación
yanqui? Afroibera es el modelo matriz, siendo Tartessos simplemente su adaptación
a ojos grecolatinos. Tarsis no necesita parecerse a Tarteso, aunque ambos
conceptos guarden muchas más similitudes de lo que nuestros sabios se permitan
hoy reconocer. Un ejemplo bastante ilustrativo lo tenemos en la relación
fonética entre ambos términos, negada sistemáticamente por los académicos.
Según ellos no hay nada, absolutamente nada a nivel fonético, que pueda
convertir Tar-te-ssos en Tar-shish, pero al mismo tiempo aceptan la ley de
Grimm (el de los cuentos), por la cual muchas de las “T” del indoeuropeo se convirtieron
en “Z” (θ) al pasar al germánico, o la ley de Grassmann, que registra un cambio
similar en las consonantes aspiradas griegas. En todo caso, cualquier
estudiante de bachiller está al corriente de los grupos “t-d-z”, “p-b-f”, etc.
y sabe que son sonidos a menudo intercambiables en el devenir de una lengua.
Pasar de Tar-te a Tar-ze no nos debería sonar tan inverosímil, o al menos sus
detractores deberían convencernos de lo contrario con fuertes argumentos. Como
llevamos años esperándolos sin respuesta, deberíamos establecer nuestras
propias explicaciones.
Empecemos con nuestras lenguas
prerromanas pues, como dijimos, “Tarshish” no ha de ser hija ni madre, sino
hermana, de la griega “Tartessos”, procediendo ambas del nombre que los
tartesios daban a su propia etnia y territorio. Cada lengua tiene soniquetes
característicos, y cualquiera familiarizado con las culturas ibéricas, sus
personajes, topónimos y numismática sabe, por ejemplo, que la actual palabra
“cacharro” suena muy ibérica, mientras que el adjetivo “benigno” no. Como no
soy experto lingüista me siento incapaz de profundizar mucho en la cuestión,
pero sí puedo dar un par de guías tan sencillas como incuestionables. Por
ejemplo, cualquiera que busque en una enciclopedia o en internet el silabario-alfabeto
ibérico (o el tartésico) descubrirá que nuestros abuelos eran poco escrupulosos
con los sonidos: “Pa” podía sonar como “Ba”, “Ki” como “Gi” y “Tu” como “Du”,
pues se escribían igual. Como ejemplo sirva el curioso baile de sonidos que se
produce entre los nombres propios Anta-Beles (adaptado a Indíbil) y Esto-Peles.
Otra característica evidente es la abundancia de consonantes iniciales y medias
acabadas en –R (Tar, Kur, Bar), así como cierto gusto por reduplicarlas
(Tar-Tar, Kur-Kur, Bir-Bir). Finalmente, pues sólo comentaremos rasgos
implicados en las voces “Tarsis” y “Tarteso”, hay que decir que la terminación
en –IS/–I era común en topónimos de nuestra región (Hispalis, Bilbilis, Baetis,
Tertis, Saetabis, Gili, Iliturgi, Basti, Ilici, Nertobis, etc.) Con estas
sencillas normas podemos remontarnos a la matriz de Tarsis-Tartesso en lengua
aborigen, aunque yo no soy partidario de comprometernos con una fórmula
definitiva: dado que la Península no estaba habitaba por un solo pueblo ni se
hablaba una sola lengua, habría diferentes pronunciaciones antes de la llegada
de los “colonizadores”. Así, basta con que los griegos tomaran primer contacto
con unos afroibéricos que pronunciaran “Tartes” y los fenicios con otros que
dijeran “Tartzech” y la deriva fonética está servida.
Izquierda: Estela de Nora; derecha: Ostraca Mousssaief. En ambas se
sobreiluminan las letras fenicias que corresponden a Ta-R-SHi-SH.
Por otra parte existe la
posibilidad, propuesta por Schulten, de que los hebreos y fenicios cambiaran a
“Tarshish” lo que originalmente era “Tartis” lo mismo que decían “Bashan” a lo
que los arameos llamaban “Batan”, o “Sharshon” a lo que los griegos llamaban
“Starton”. Desde luego, el libertinaje fonético de las lenguas ibéricas
invitaría a ello. Pero del mismo modo se pudo dar lo inverso, como cuando, por
influencia del arameo, la ciudad fenicia de tZur pasó a ser denominada Tiro.
Desde ese prisma, sería más lógico pensar que ibéricos y semitas usaban la
forma original TRZ- y que los griegos la alteraron a TRT-. Existe otro
argumento que podría apoyar esta tesis: a diferencia de fenicios y hebreos, que
sólo usaron la forma “original”, los grecolatinos emplearon tanto el radical
TRZ- (o TRD-, TRTz, etc.) como su presumible evolución grecolatina en TRT-,
existiendo además variantes de pronunciación dentro de cada grupo. Tenemos por
un lado el clásico “Tartessos” (con una terminación –ssos muy común en idiomas
protogriegos) y, en la misma familia, “Tertis” (arcaico nombre del río Betis
con idéntico final que Tarsis), “Turta” (en Catón) e incluso “Tourtutanoi”
(Artemidoro). La forma más usada dentro de la modalidad original (TRD- en este
caso) es la de los “turdetanos” y los “túrdulos”, que repiten la “u” inicial de
Catón, pero hay otras. Polibio (200-118aC) fue un autor griego entre romanos
que nos legó unas curiosísimas formas para llamar a los tartesios. En sus
Historias (3,24,2 y 3,33,9) nos menciona a “Tarseios” y “Zersitai”, términos
que para mí se refieren sin duda a los tartesios y que aún hoy levantan
auténticas ampollas entre los académicos.
No puedo detenerme en cada uno de
estos aspectos, ni siquiera dentro de esta serie. Espero no tardar mucho en
hacer monográficos dedicados a la Estela de Nora, a la ostraca “fraudulenta”, a
Mastia Tarseios, y en fin a cada uno de los temas que más pudieran haber
llamado la atención. Por ahora me contento con que el lector haya comprendido
que es absurda y prepotente la actitud de los académicos, negándose a equiparar
Tarsis con Tartessos y ambas con Afroiberia. Me basta con que acepten que,
topando con la Biblia, toda nuestra formación grecolatina es tan útil como lo
es la lengua hebrea para explicar la tercera dinastía Ming. Sólo a partir de
esa humildad seremos lo bastante objetivos como para profundizar en los pasajes
bíblicos que mencionan a Tarsis y que serán los protagonistas en las siguientes
entregas de esta extensa serie.
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