domingo, 14 de diciembre de 2008

Fuentes escritas y grado de fiabilidad: Biblia y grecolatinos

Como ya comentamos, hoy día vivimos en plena moda de despreciar las fuentes grecorromanas y bíblicas, así como de pretender reconstruir el pasado a exclusiva base de arqueología. Sin duda hay mucho que decir en contra de tal pretensión, y a esto dedico la serie de entradas sobre fuentes escritas. Pero este artículo prefiere centrarse en la comparativa interna de fuentes, es decir, en por qué consideramos unas fuentes más fiables que otras, y en especial las fuentes bíblicas frente a las grecolatinas. Mi postura es que la mayoría de criterios por los que se valora historiográficamente un texto antiguo son eurocentristas.

 

Por mi propia condición de afroibérico orgulloso de serlo he tenido la ocasión y el deber de acercarme a nuestro sustrato semita, sea cananeo, hebreo o árabe. De ahí que posea un grado de conocimiento de la Biblia y otros textos que supera los de un católico español medio, y que en ocasiones me puede hacer necesitar directamente de un teólogo o un filólogo para aclarar mi duda de turno. Chulería aparte, digo esto para demostrar que tengo serios problemas para distinguir entre el “rigor histórico” de los libros de Isaías y los de Heródoto. Pero para el canon occidental vigente el segundo me ha de servir casi como manual de moderna Historia, mientras que el primero no pasa de compilación tardía, y manipulada, sobre las visiones de un histérico. La razón de tal disparate recae en los mitos e ideologías del Occidente contemporáneo: la Biblia es superstición mientras que los autores greco-latinos son la base de nuestra sociedad laica, demócrata y racional. Sin embargo, intentaré demostrar que no existe ninguna base textual ni histórica para afirmarlo.

 

Uno de los elementos más esgrimidos es el de la originalidad de la fuente. Se pretende hacer creer que los textos bíblicos son todos diferidos, esto es, escritos o muy reformados varias generaciones después de aquella en que se supone vivió el autor y ocurrieron los hechos. Además esta reelaboración no tiene por qué haberse hecho de una vez, sino que por el contrario un mismo texto, un mismo capítulo, puede delatar distintas manipulaciones y correcciones (llamadas elohista, yahvista, sacerdotal, deuteroyahvista, etc.). Para colmo, la única motivación que nuestros historiadores encuentran para tales alteraciones es la de enaltecer interesadamente determinadas corrientes ideológicas o determinados grupos de poder. Es decir que no sólo son atribuciones falsas, sino que dichas falsificaciones son caóticas por el número de manos inmiscuidas, y además en cada caso sólo se ha metido la zarpa para hacer propaganda. Mentira al cubo. En sus antípodas, cualquier bachiller (y aún universitario) cree que los textos clásicos griegos y latinos reflejan un hecho literario idéntico al actual, es decir, un individuo que de una sentada fabrica un libro que inmediatamente pasa al público, el cual lo eterniza en su formato original. Esto es rotundamente falso para Hesíodo y Homero, bastante improbable para Eforo o Sócrates, y más que cuestionable para Catón o Aristóteles. Si nos fijamos, el modo de creación diferida es el único que se permite fuera de lo que hoy es Occidente. Buda iba de filósofo a la manera de los griegos, y de hecho hay teorías sobre el influjo del budismo en los pensadores griegos, pero todos reconocen que sus enseñanzas fueron compiladas a posteriori por distintas facciones del discipulado. No en vano la Wikipedia nos dice que Gautama Buda (560-480aC) “fue un legendario sabio” mientras que Platón (428-347aC) “fue un filósofo griego”. Llegan a enseñarnos que Isaías, Zoroastro o el mentado Buda no eran más que figuras mitológicas con un taller de plumillas detrás para darle forma y doctrina. Pero Heródoto, nacido sólo cuatro años después de la muerte de Sidarta, es el “padre de la Historia” y, por supuesto, autor de cada coma de sus nueve libros célebres. Se puede hacer escarnio de las exageraciones y mentirijillas del de Halicarnaso, somos modernos, pero que no se nos ocurra plantear la existencia de varios “heródotos”, uno jónico, un deutero-heródoto, etc. Parece mentira que toda esa lógica que presumimos haber heredado de los griegos no la apliquemos con sus propios mitos fundamentales, o lo que hoy nos interesa de los mismos. Lo más lógico sería pensar que los sabios griegos se desenvolvían de manera similar a la de sus contemporáneos de países vecinos. Y eso supone una academia o cenáculo donde lo prioritario no es taquigrafiar cada palabra del maestro, que por cierto no para de hablar, sino que probablemente se apunta como una agenda las paridas más impactantes, y es tras la muerte del maestro cuando se le da forma a todo eso, o varias formas en caso de que surjan facciones con intereses e ideologías rivales. Incluso en el caso de que el “autor” tuviera la clara intención de dejar redactado un libro, su proceso creativo no tendría escrúpulos en dejar el acabado final o incluso áreas completas en manos de sus discípulos. Además, nada impide suponer que los sucesivos copistas fueran modificando inconscientemente el texto original hasta que la imprenta puso freno a tal deriva. Lo más lógico es reconocer que nada de lo que hoy leemos estuvo escrito por el puño del tal Platón o del cual Heródoto, sino de sus discípulos y de los copistas. Que nos fiemos de tal línea de transmisión diferida o no, que pongamos nuestra fe en que tal proceso de “manipulación” no acaba con el espíritu original de la obra ni con sus contenidos principales, debe ser un asunto que ataña por igual a todos los textos antiguos sin importar su origen étnico.

 

Otro argumento preferido para desacreditar unas fuentes sobre otras es la presunta capacidad de datar de manera absoluta un libro (como obra y no como soporte material), de nuestro pasado. Recordemos los muy vigentes debates sobre la identidad de Shakespeare, la autoría de todos los sonetos atribuidos a Lope de Vega y otros similares. Incluso la esporádica aparición de “negros” literarios viene a recordarnos que eso de la autoría artística en general es un asunto de fe. De cualquier forma no se puede datar con C-14 o uranio la aparición de una creación literaria. A lo sumo podríamos encontrar una estela o pergamino a los que se le puede hacer determinadas pruebas, que nunca nos darían un año sino una inmensa horquilla, que por cierto se precisa a partir de fuentes como la Biblia o Heródoto. Es un argumento circular. Ni siquiera podremos sacar grandes conclusiones filológicas, nada que aportar a los sewa aquiescentes, los efectos pi-gamma o el aoristo dual. Lo más normal es que la lápida o rollo estén muy deteriorados, con una escritura llena de abreviaturas para ahorrar costoso material, etc. No se puede fechar una lápida porque esté escrita “en un inconfundible hebreo del s.VIaC”, eso es para las películas. Además, aunque pudiera darse la posibilidad de datar con precisión un manuscrito hebreo o griego esto sólo supondría, ciencia en mano, una fecha tope de juventud para el documento material, no su verdadera antigüedad como creación. Si fuera así, mi Quijote estaría escrito en 1981, que es la fecha de edición e impresión.

 

En cuanto a las motivaciones, ¿por qué un agregado o modificación ha de suponer necesariamente una infame maniobra? No digo que no lo considere una posibilidad, y de hecho hay textos bíblicos bastante ilustrativos a este respecto, pero no hasta suponer la norma. Nunca sabremos por qué se modificó un texto. Vale, has encontrado con tu suprema lupa filológica que tal párrafo o capítulo entero en Reyes o Isaías es una interpolación posterior, ¿y? Puede que hubiera habido una manipulación anterior a esa que detectas, y que la primera fuera la mala, la traidora con el original, y esta segunda viniera a restaurarlo, aunque con un estilo de escribir necesariamente más moderno. Puede que sea un añadido legítimo, como cuando alianzas tribales provocan el maridaje de mitos fundacionales, de tal modo que las genealogías bíblicas a menudo son tratados de paz encubiertos. Pueden ser miles de causas y sólo en ocasiones representan manipulaciones de fanáticos y arrimados al poder. Pero aún así, ¿hasta dónde se deja tergiversar un clásico de la Antigüedad? A menudo olvidamos que si son clásicos ahora es porque entonces ya lo fueron también. ¿Creéis posible que nos vendan ahora un Quijote donde en lugar de Alonso Quijano pone Constantino Estrada y donde en lugar de La Mancha lo hacen nacer en Lugo? Pues lo mismo ocurría entonces, que no por antiguos eran gilís. Nos encontramos en un perfecto equilibrio, pues el manipulador necesita del clásico para legitimarse, pero por otro lado no puede alterarlo demasiado o aquel dejará por ello de ser creíble, identificable (por tanto “clásico”) y entonces perdería todo su valor propagandístico.

 

También, como no, afecta el factor religioso. En teoría la Biblia es un libro religioso y las obras grecolatinas son “laicas” (salvo mitologías expresas como en Hesíodo), por lo que inconsciente o conscientemente tendemos a opinar que la Biblia tiene menos rigor racional y científico como fuente. Hablo de Biblia y no de Rig-Veda porque es la primera la que habla de nuestra Afroiberia en su etapa tartésica o protohistórica. Cualquiera familiarizado con el tema sabe del total veto a la hipótesis de que Tarshish bíblica equivalga a nuestro Sur peninsular, y para muchos de los que mantienen con más ardor este tabú lo único que en verdad les guía es ponerse de rotunda espalda a cualquier cosa que tufe a religioso. Un investigador español serio no puede, por nuestro pasado nacionalcatólico aún por superar, basarse en la Biblia como argumento histórico. Eso es superchería, eso es volver al pasado dejando de ser moderno, y por tanto occidental. Sin embargo, tal actitud es nefasta, pues fuera de nuestras fronteras se puede y se suele arropar un argumento historiográfico con cualquiera de los libros históricos de la Biblia. Sí, leen bien. La Biblia no es un libro sino una colección de obras, una especie de mini-biblioteca, y en ellos hay libros de clara vocación histórica. Si me apuran, y esto ya es una apreciación personal, hay más coincidencias entre la moderna historiografía y el Libro de Reyes que entre aquella y Heródoto. Por supuesto, hay mucha más Historia en la Biblia, aún en libros proféticos, que en Homero. Para empezar se dice eurocéntricamente que los libros bíblicos fueron escritos con esa “mediocridad semita” de burócratas y comerciantes, y lo contraponen con el heroísmo juvenil de las epopeyas “indoeuropeas”. Bien, si esto es así, debemos tomarlo como axioma hasta sus últimas consecuencias: ¿No serán más históricas las grises crónicas reales de un pueblo que las escribe sobre sí y para sí, con datos no demasiado lejanos en el tiempo y el espacio, que la narración de andanzas heroicas por los más remotos cabos del mundo? La Biblia está por completo impregnada de un aire religioso, qué duda cabe, pero no por ello es al completo una obra con exclusivos fines cultuales o teológicos. El pueblo hebreo se considera una unidad entre lo espiritual y lo mundanal, y de hecho sólo Occidente divorcia ambos aspectos con tanto celo. La Biblia es el testimonio de los israelitas hablando de sí mismos, mostrando su Dios, claro, pero también su historia, su poesía, su legislación, su refranero, etc.

 

Confieso que no creo siquiera que la Biblia sea denostada tanto por religiosa como por semita. Un hecho para mí tan funesto como fue la completa pérdida de los libros púnicos ya desde la Antigüedad puede hacer las secretas delicias de muchos. Realmente no queremos las fuentes no europeas sobre nuestra antigüedad. Lo mismo veremos que ocurre con las fuentes islámicas acerca de Al-Andalus protohistórico y romano. Ni cananeos ni musulmanes, ambos filtrados por lo afro, deben dar cuenta de su visión de Iberia, aunque entre los dos representen el ciclo histórico más constante que hemos tenido. Todos deben ser convenientemente pasados por propagandistas, o aduladores, o mal informados, o sencillamente infectados por el fanatismo religioso. ¿Acaso defiendo yo que estas fuentes afroasiáticas son un ejemplo de rigor histórico y una panacea para nuestras incógnitas? En absoluto, reconozco que las que sobreviven en su mayoría no resisten una interpretación directa de sus líneas. Pero lo mismo pasa con la Isla Atlántica de Platón o el mito de Gerión de Hesíodo. Son pinceladas, poesía, aproximaciones metafóricas a nuestro pasado remoto. Lo que ocurre es que no por ello dejan de ser perfectamente válidas para estudiarlo, si sabemos y realmente ponemos voluntad en extraer de ellas lo que tienen de común, lo que expresan sin temor a interpretaciones, etc.

 

Hay, casi por último, un aspecto bastante cómico que sin embargo influye mucho a la hora de dar crédito o no a una fuente antigua. Me refiero a la estética, y además en un sentido inverso: se tiende a creer que a más feo es un texto, más veraz es. En nuestro caso ibérico, por ejemplo, la gente pierde la cabeza con Plinio el Viejo frente a Estrabón. La principal razón es que la descripción de Iberia dada por el primero, salvo los capítulos bélicos en que Roma se luce, son de mero inventario de ciudades y distritos, mientras que Estrabón hiló los mismos datos de un modo narrativo y etnográfico. De nada parece servir que Plinio fallara más que una escopetilla de feria, mucho más que Estrabón: sus datos son mucho más desapasionados y por tanto parecen más veraces. Además, Plinio es más útil para los eurocentristas: no nos pone legislación de más de 6.000 años de antigüedad y ve célticos hasta en Tarifa.

 

Del mismo modo que necesitamos y mucho a las fuentes escritas en el caso de un debate Fuentes vs. Arqueología, también necesitamos todas las fuentes, y no sólo aquellas que la moderna historiografía haya considerado “serias”. En sí es el mismo acto de gratuito desdén, pero con el inri de que los defensores de estas supuestas obras solventes piden con una mano a la Arqueología que les levante la veda mientras que con la otra hunden al resto de fuentes en la ignorancia o el sarcasmo. Hacen exactamente aquello que tanto lamentan que les hagan. Quizás para mí es todo más sencillo porque en mis investigaciones ni cobro ni tengo jefe ni carné de ninguna cofradía. Por eso puedo emplear el sentido común libremente hasta acabar convencido de que todas las fuentes escritas de la Antigüedad son valiosísimas siempre que las estudiemos como lo que son. Por su propia esencia jamás podrán ser obras “modernas” o “científicas”. Se que nuestro paradigma evolucionista nos obliga a contemplar todas las culturas pasadas como escalones previos a nuestra culminación socio-política. Por eso nos las pasamos buscándoles signos que nos prefiguren, llamándolos signos de modernidad o de racionalidad. Tal evolución social mundial no existe, es tan científica como la Santísima Trinidad. Si los andalusíes se lavaban más que los hispano-cristianos, eso no significa que fueran más “modernos” o “racionales”, como los griegos de Pericles jamás vivieron en algo remotamente similar a nuestro Estado de Derecho. Bueno, no digo que no se pueda emplear como expresión, como modo de dotar de un impacto gráfico a determinado aserto. Pero no es real, nada tiende a nada más que a sí mismo, no hay una escalada gradual y teleológica del Achelense al BMW. Al menos si es que queremos ir de científicos por el mundo. Esas obras están escritas por una gente y en un ambiente que incluso tras años de investigación cuesta la vida reconstruir al detalle. Además conocerlos no supone meternos en su pellejo: tenían esclavos, varias esposas, morían jóvenes, se drogaban legalmente y no sabían si la Tierra giraba en torno al Sol o viceversa. Definitivamente ninguno era “como nosotros”, ya sea que escribieran obras “proféticas”, “históricas”, “geográficas” o “administrativas”.

 

Mi conclusión es que se quiere maquillar como diagnóstico filológico o historiográfico lo que no es más que prejuicio. Nadie va a reconocer que no le agrada el uso de la Biblia o de la Estela de Nora para abordar lo tartésico porque o bien considera que Biblia y beaterio son sinónimos, o bien desprecia lo semita, o bien la información le plantea problemas para ajustarla a su paradigma arqueológico (como vimos en la entrada anterior). Pero esas y no otras son las razones que intervienen en el 90% de las críticas. Eso de las fuentes antiguas fiables y las que no lo son es algo absurdo, porque o bien ninguna es absolutamente infalible, o bien todas tienen su porcentaje provechoso. Sin duda es repugnante que se pretendan mostrar unas obras antiguas como más “científicas” que otras. Por supuesto Hesíodo tiene un tono, Heródoto otro y Estrabón finalmente otro mucho más moderno. Pero dichos tonos no se basan en una postura ética ante el método científico, que por otra parte no se inventó hasta ayer mismo, sino una mera cuestión de cronología. A medida que el mundo se hacía pequeño y las tecnologías se perfeccionaban costó más y más trabajo defender la existencia de Gerión, luego de Argantonio, de Tarsis, y así hasta que Roma convirtió el Mediterráneo en un charquito con ferrys de cercanías. Que una perspectiva sea legendaria e incluso irracional no significa que sea falsa, sino que necesita una traducción a nuestros parámetros de hoy, sin caer por ello en evemerismos ni mucho menos en pretender imponerlos. Y lo mismo pienso cuando se trata de obras tildadas de tardías, decadentes o manipuladas. En realidad sólo podremos purgar el repertorio más plausible si concedemos a todas las fuentes la misma oportunidad, sin prejuicio de razas, culturas, fechas o intenciones. Veamos por ejemplo qué se suele repetir sobre nuestro tercio sur peninsular, aunque unos lo muestren por el lado mitológico, otro por el narrativo y otro por el geográfico, y aunque por la misma razón concedamos a cada uno diferentes niveles interpretativos. Se nos mostrará una abanico de coincidencias, como sean la fertilidad geográfica y la antigüedad y sofisticación cultural, que no sólo hace sospechoso el menoscabo que por ello hoy sufren, sino que incluso ayudará a demostrar por qué no hay que dejar de lado unas fuentes antiguas por meros motivos de su origen étnico o de su formato textual o estilo literario. Veremos que es precisamente por esas coincidencias compartidas por fuentes semitas o grecolatinas, antiguas o tardías, mitológicas o geográficas por lo que debemos pensar que ahí hay un poso de verdad. Y este tesoro informativo es algo que no se puede permitir el lujo de obviar un verdadero amante del Pasado Remoto. 

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