viernes, 2 de octubre de 2009

Afroiberia social 4. Producción

Hemos tratado ya cómo a partir de la Ilustración se entra en una compulsión racionalista por catalogar y compartimentarlo todo, dando aún hoy la impresión de que importan mucho más las fases y períodos historiográficos que el pasado real que pretenden describir. Ese fue el caso de Sir John Lubbock, quien tomando el sistema clásico y ternario de las “edades del hombre” dividió nuestra Prehistoria entre Paleolítico, Mesolítico y Neolítico. Poco parece importar a los académicos que este aristócrata, banquero, erudito y evolucionista histórico (era amigo personal de Darwin) estableciese su clasificación nada menos que en 1865, mucho antes de contar con una colección decente de restos y datos sobre ese pasado que pretendía clasificar. Como no podía ser de otra manera, la posterior aparición de yacimientos se ha dedicado a demostrar tajantemente que la clasificación de Lubbock es tan prejuiciosa como inoperante y, sin embargo, siempre veremos a los actuales académicos tratando de maquillarla o apuntalarla. En última instancia reconocerán que es incorrecta y desafortunada pero nos rogarán que mantengamos la terminología con el fin de “no hacernos un lío mayor”. Originalmente “neolítico” simplemente evocaba la piedra pulimentada (la “piedra nueva”) algo que la propia generación de Lubbock acabó considerando simplista. La comunidad de investigadores pudo entonces jubilar toda esa nomenclatura, pero en lugar de ello se dedicaron a readaptarla. Dado que el uso de la piedra “vieja” o tallada nos acompañó más allá de las edades de los metales, nuestros sabios se apresuraron a determinar la cerámica como rasgo supremo del Neolítico. Al surgir los neolíticos acerámicos, hubieron de poner el acento en que lo verdaderamente neolítico fuera el sedentarismo. De nuevo la realidad los contradijo, apareciendo restos arqueológicos que atestiguaban vida sedentaria al menos desde el Epipaleolítico. El desfile de “fósiles directores” neolíticos se sucedió cosechando una y otra vez fracasos, hasta que por fin creyeron dar con la solución: Neolítico significaría “producción de alimentos”, frente a Paleolítico o “depredación de alimentos”. Pero incluso esta flamante versión del viejo “neolítico” es falaz y malintencionada: ¿producción de alimentos? de acuerdo pero, ¿desde cuándo, dónde y a qué escala?

Antes de responder a estas preguntas, hay que abordar las connotaciones que realmente tenía y tiene ese “neolítico” para los evolucionistas-racionalistas. Para ello, creo que es muy ilustrativo un texto puente entre ellos y nosotros, sacado de La Humanidad Prehistórica de Maluquer de Motes, de 1958 (el subrayado es mío):

Capítulo VII

EL NACIMIENTO DE LA HUMANIDAD MODERNA

LOS TIEMPOS NUEVOS. LA SUBSTITUCIÓN DE LA ECONOMÍA DESTRUCTIVA POR LA ECONOMÍA DE PRODUCCIÓN. –

La verdadera gran revolución en el desarrollo histórico de la Humanidad tuvo lugar cuando a la economía destructiva, característica común de todas las formas de vida cazadora del Cuaternario, sucedió una economía de producción que por primera vez independizó al hombre de la preocupación constante y total de su inmediato futuro. Esta economía de producción descansa sobre la utilización inteligente de los recursos naturales, conseguida mediante dos descubrimientos sensacionales, el de la agricultura y el de la domesticación de los animales. Ambos descubrimientos no se realizaron independientemente, sino de forma sincrónica. Así se explica el rápido desarrollo de la nueva economía y la aparición inmediata de los primeros focos de las civilizaciones orientales.

Como se hace evidente, “neolítico” implica aquí la entrada en la humanidad plena y moderna, donde el ser humano se libera de su animalidad cavernícola y se dedica por fin a emplear la inteligencia para sobrevivir, mediante los inventos y descubrimientos, de tal modo que provoca en la Historia un vuelco, una revolución según Childe, que inmediatamente provoca el nacimiento de civilizaciones. Es como digo una perspectiva evolucionista histórica, donde el hombre de cada etapa es forzosamente superior al de la anterior, donde todo cambio ha de ser adaptativo y por tanto llevarnos a una mayor libertad y prosperidad. Esa es la razón última de que los académicos sigan defendiendo la validez del maltrecho concepto “neolítico”, pues aún representa en el imaginario occidental el tránsito del salvaje al ciudadano. Por eso, además, necesitan mostrarlo como un fenómeno inmediato y revolucionario, una suerte de metamorfosis que nos cambie de gusano paleolítico a mariposa neolítica.

El primer escollo de esta argumentación es puramente temporal, y además desborda al “neolítico” tanto en sus inicios como en su final. La Arqueología hace cada día más difícil poner una fecha de inicio al “neolítico”, pues como vimos aparecen numerosas evidencias de pueblos epipaleolíticos, pero también paleolíticos, que o bien hicieron sus pinitos con la cerámica, o domesticaron renos y perros, o mostraron más que evidentes sociedades sedentarias, o practicaron técnicas de recolección tan próximas a la agricultura que apenas las distinguiríamos. En cuanto a una hipotética fecha final, de “neolítico plenamente desarrollado”, recordemos que hoy día no sólo sobreviven aún pueblos cazadores-recolectores sino que la práctica totalidad del planeta seguimos alimentándonos de la pesca y no de la acuicultura. Aún hoy somos depredadores del mar y por tanto deberíamos afirmar que el mentado neolítico de los académicos aún no ha conseguido imponerse en un 100%. El Neolítico, entendido como producción de alimentos, no puede ser tenido por un ciclo bien definido en sus comienzos y final, y menos aún como un proceso tan repentino que pueda ser calificado de “inmediato” o “revolucionario”.

Me gustaría que meditáramos en torno al ejemplo de la pesca a partir a dos ejes: el primero trata sobre la paradoja de mantenernos en nuestros hábitos marino-depredadores y el segundo sobre la idea de cantidad, de grado, de porcentaje que cada pueblo presenta en cuanto a hábitos depredadores o productores. El ejemplo pesquero viene a corroborar mi sospecha de que nuestro paso de la depredación a la producción se produjo más o menos a la fuerza, que por naturaleza o por destino el humano se ha resistido a cambiar sus modelos de consumo. Esto invierte totalmente lo defendido por el esquema evolucionista que ejemplificamos en Maluquer de Motes, donde cada cambio histórico supone una mejora como producto de la iniciativa humana, es decir, del talento y la valentía. De hecho este esquema, tan aparentemente halagador para el humano, lo somete a la larga a ser esclavo del “invento” como fenómeno puntual en lo geográfico y temporal. Debe haber una fecha y un sitio para “la invención del arado”, “la domesticación del trigo” o “el descubrimiento del queso”, lo cual sitúa al resto del planeta en pasividad expectante hasta que el invento les llegue en un mal disimulado difusionismo. Por el contrario, si aplicamos lo de la pesca al resto de nuestras actividades predadoras, si añadimos la popularidad que aún tiene la caza, debemos cuestionar mucho eso del “invento”. La razón es que si los pueblos se resisten a cambiar su forma de consumir es muy probable que conociendo otras formas de abastecerse las ignoren o desprecien. Llegarán incluso a aumentar sus conocimientos sobre dichas alternativas con la experiencia y la tradición acumulada, pero no verán durante milenios la necesidad de ponerlas en práctica. Del mismo modo que conocemos desde hace siglos técnicas para criar peces pero intentamos posponerlas, los paleolíticos conocerían con toda probabilidad los rudimentos de lo agropecuario. Es absurdo imaginar lo contrario de seres que vivían en pleno contacto con la naturaleza, que hoy serían contratados como rastreadores por cualquier equipo de caza o cualquier unidad de investigación. Seguían dedicándose exclusivamente a la caza y la recolección, pero con la experiencia acabarían sabiendo no sólo lo de las semillas, sino el papel de fertilizantes, luz y agua respecto a cada especie vegetal de su entorno. El humano paleolítico era ya un experto agricultor sin haberlo puesto en práctica jamás. Lo mismo hay que decir de la transición caza-ganadería, a no ser que haya quien pretenda negar a un cazador el perfecto conocimiento de las costumbres, dieta, salud, apareamiento, etc. de las especies que captura. Finalmente hemos de extender esta lógica a conocimientos que sin duda se adquirían por la mera curiosidad y el juego, y que son además inherentes a nuestra especie. Me refiero por ejemplo a saber que la arcilla es flexible mojada y rígida e impermeable cuando se le aplica calor, pues es algo que pudo ya comprobar un erectus con trozos de barro ocasionalmente desprendidos de la leña. El humano no llega a la producción de alimentos y sus consecuencias porque tiene la suerte de descubrirlo, pues la habría aplicado decenas de miles de años antes de cuando lo hizo y, como en la pesca, la única razón plausible para dar ese paso es que nos viéramos abocados a ello. Conservemos esta última idea para retomarla unas líneas más abajo.

El otro motivo de reflexión que nos ofrece la pesca es que si hoy podemos considerarnos post-neolíticos a la vez que continuamos esquilmando los océanos, forzosamente debemos aceptar que estamos ante una cuestión de cantidad, porcentual, más que de cualidad o esencia. Los académicos, herederos de Lubbock y compañía, se equivocan al defender un cambio en la naturaleza de los humanos, algo así de cartesiano: “si eres paleolítico no puedes ser neolítico”, y viceversa. Necesitan además que esos dos períodos/estados de la Humanidad sean forzosamente representados por toda una panoplia de “fósiles guía” pero, como no se produjo tal cambio en las cualidades, tampoco pueden rastrear arqueológicamente tales transformaciones en lote. Es un prejuicio pensar que no hay sedentarismo hasta que no haya producción de alimentos o, a la inversa, que el sedentarismo conlleve ineludiblemente el paso a lo agropecuario. Basta pensar en pueblos del litoral que vivan de la pesca y el marisqueo, sin necesidad alguna de trasladarse porque el océano les proporciona infinitas fuentes de consumo. Lo mismo debe aplicarse a cada uno de los rasgos que hoy nos parecen “neolíticos”, hasta desmontar ese falso conjunto de elementos. La clave consiste en ver que muchos de estos rasgos están relacionados en realidad con un nivel de vida que los académicos presuponen sólo a partir del neolítico. Pero para contar con una fuente regular de alimento (motivo de la sedentarización) o para contar con estas fuentes de forma masiva (motivo de un boom demográfico) no necesariamente ha de darse la producción de alimentos. De ahí que puedan existir comportamientos “neolíticos” en culturas del Paleolítico Superior, así como pervivencias de estas sociedades muy entrados en la Historia. La culpa no es de las sociedades estudiadas, que simplemente procuraron y procuran sobrevivir de la mejor manera en cada ocasión: con o sin cerámica, con o sin cereales, con o sin ganado, con o sin asentamientos estables. No es culpa suya que a poco que rasgamos la superficie teórica aparezcan culturas de lo más inclasificable, abarcando desde el Pasado Remoto hasta hoy: ganaderos nómadas que rapiñan a los granjeros para equilibrar su economía (mongoles, dinka), grupos agricultores que se ven forzados a un semi-nomadeo porque basan su cultivo en el incendio de suelos para fertilizarlos (Amazonas), pescadores sedentarios cerámicos (neolítico sudanés), cazadores paleolíticos constructores y probablemente sedentarios (chozas de mamut en Mezhirich y Molodova), etc. La única culpa la tenemos los occidentales ilustrados en nuestro empeño por racionalizar y por tanto estereotipar cada faceta de la realidad: ¿soy aún paleolítico en mi consumo de pescado?, ¿deja de ser neolítico un pueblo por ser nómada o por no conocer la cerámica?, ¿qué encaje tiene en un debate paleolítico-neolítico un khoisan actual que combina su caza-recolección con el entretenimiento a turistas?

NOTA DEL AUTOR (Nov/2010): A PARTIR DE AQUÍ LA ENTRADA HA SIDO MODIFICADA RESPECTO A SU REDACCIÓN ORIGINAL.

Aunque mis planteamientos básicos no se han visto alterados, nuevas conclusiones me han obligado a alterar este texto de manera notable. A continuación me limitaré a acabar la entrada con un epílogo breve, dejando para otras entradas de esta serie la síntesis actualizada de las fases demográficas durante el Holoceno.

Eppur si mouve

Una actitud especialmente molesta entre los historiadores es la de negar el pan y la sal a las teorías que combaten, de lo cual me redimo ahora defendiendo lo que creo aprovechable de todo ese constructo conocido como “neolítico”. Jamás me he opuesto a que determinados períodos de nuestro pasado hayan supuesto a nivel local o regional un descenso ostensible del porcentaje de alimentos depredados frente a los producidos, ni tampoco que ese cambio de hábitos pueda guardar relación, aunque nunca forzosamente, con otros fenómenos socioeconómicos. Tampoco me opongo a que ciertas innovaciones productivas muy concretas emigraran de sus tierras de origen para establecerse entre sociedades distantes. Por todo ello, reconozco que el Holoceno supuso un cambio a gran escala en los hábitos productivos, en lo tecnológico y en lo social, siempre y cuando establezcamos los siguientes matices:

1. No hay por qué seguir usando un término que hace referencia a la “piedras pulimentada”. Sin ser un gran inventor de nombres, la sola descripción de “productores pre-estatales” me parece mucho más descriptiva y certera.

2. Dicho período no es geográficamente universal, así que no debemos supeditar el resto del planeta a la secuencia cronológica y conceptual de lo que ocurriese en el denominado “Mundo Antiguo” (Europa, Norte de África y Próximo Oriente).

3. En dicho “Mundo Antiguo”, la transición de lo depredador a lo agropecuario no se produjo de golpe y afectando simultáneamente todos los ámbitos productivos. Sus pueblos fueron incorporando, cada uno a su estilo, a su tiempo y con sus fases, una serie de innovaciones en sus modos de consumo. Dichos cambios implicarían una decidida participación de los alimentos producidos junto a los depredados, aunque estos últimos no supondrían, ni en sus últimas etapas, menos del 15% de la dieta (sin contar la pesca).

4. En la mayoría de los casos, dichos procesos fueron autóctonos. La incorporación de técnicas agropecuarias foráneas fue evidente, pero ni supusieron el origen y razón del cambio ni, por supuesto, se realizaron siempre en una misma dirección. Hay que combatir vehementemente el difusionismo, confeso o latente, como simplista explicación a la aparición de las diferentes fases “neolíticas” de cada rincón del planeta.

5. El “neolítico” no se puede defender cronológicamente porque pretende abarcar bajo un mismo nombre dos etapas bien distintas. De un lado hay un largo período (10.000-4.000aC.) de baja intensidad en la producción de alimentos, con un impacto demográfico escaso y gran sostenibilidad medioambiental. A continuación le sucederá otra fase más breve (4.000-1.000aC.) con mayor repercusión ecológica, social y demográfica. En nuestra Península, la primera etapa abarca los períodos tradicionalmente denominados Epipaleolítico, Mesolítico, Neolítico Inicial y Neolítico Medio; la segunda, el Neolítico Final, las Edades de los Metales y la Protohistoria. Ambos períodos, siendo tan distintos, coinciden en sus sociedades preestatales y por tanto “prehistóricas”.

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