lunes, 9 de marzo de 2009

Bush, los monos y yo: a vueltas con el evolucionismo

De un tiempo a esta parte se ha hecho del todo imposible criticar las teorías darwinistas sobre la evolución de las especies, y aún más desde el día en que a los norteamericanos les dio por ligar el asunto al debate neocon y servir como arma arrojadiza. No es raro entonces que al comentar mis ideas algunos chistosos me pregunten si es que me he vuelto de la cofradía del infame G. W. Bush, pues a Europa nos produce una mezcla de horror y regodeo el saber no ya que aún se enseñen teorías creacionistas en las escuelas yanquis, sino que incluso la derecha amenace con hacerla teoría oficial del estado. Sin embargo pocos caen en la cuenta de que Lamarck era evolucionista hasta la coronilla y que sin embargo sus teorías son criticadas sin problemas por el conjunto de científicos y público. Los medios de comunicación han creado, otra vez, una situación polarizada de buenos y malos absolutos donde el público debe saber que esbozar la menor réplica a las teorías darwinistas, no al evolucionismo en general, te hace automático acreedor del título de creacionista. Ahora se han cumplido 200 años del aniversario de Darwin y 150 de la publicación de  El origen de las especies, luego estamos hablando de unas fechas que en ciencia son poco menos que prehistoria, una antigüedad sorprendente para el vigor que aún tiene sus teorías entre el gran público. Digo entre el público porque la comunidad científica sí ha puesto en cuestión determinadas carencias teóricas y metodológicas de mr. Charles, pero a nivel divulgativo se sigue mostrando la teoría antigua, e incluso se ha llegado a crear una versión simplificada que la convierte en objeto de discusión y burla. Paradójicamente, la versión “evolucionismo para dummies” es la que ha proporcionado más argumentos a los actuales creacionistas. La razón de tal despropósito es que Darwin y su teoría trascienden lo puramente científico para encarnar ideologías y conceptos entre los que destacan el laicismo y el evolucionismo socio-cultural. Por ello se acaba simplificando hasta el fanatismo pasquinero, más preocupados como estamos por acallar a los necon ultrarreligiosos que por saber cada vez más sobre los verdaderos procesos de evolución animal y humana. Eso es lo único que justifica que, además de valorar sus teorías, El País de 1/2/2009 publicara en un artículo (El ejemplo y las lecciones de Darwin) que “la vida del gran científico inglés estuvo llena de amor a la familia, decencia y ansia de justicia”. ¿Qué tiene que ver esta “hagiografía” con el trabajo del científico?, y peor aún: ¿acaso, antes de canonizarlo, no deberían haber reparado en las reflexiones radical y abiertamente racistas de Darwin? Sin duda volveremos a ello en un artículo monográfico sobre grandes padres de la cultura occidental eurocentristas y racistas, pero en este caso es más grave aún, porque racismo y genética/evolución son dos caras de la misma lenteja. Aunque suene terrible, si aceptamos el evolucionismo tal como Darwin nos lo legó tenemos que desembocar por fuerza en su mismo racismo. Del mismo modo pero a la inversa, si estamos totalmente convencidos de que el racismo es contrario al rigor científico Darwin tuvo que cometer forzosamente errores en su trabajo.

 

Debemos comenzar nuestra crítica diferenciando claramente entre dos partes del discurso. Charles Darwin constató una evolución en las especies vivas y buscó qué mecanismos podían provocarla. La primera parte, que los organismos evolucionan a partir de formas anteriores, no es darwinismo sino evolucionismo a secas, algo que ya vimos compartían por ejemplo con los lamarckistas y que yo suscribo igualmente. Darwinismo es entonces sólo la segunda parte, los mecanismos que Darwin creyó que eran los agentes del cambio y que distinguió sus tesis de otros evolucionismos. Básicamente los podemos resumir bajo los términos “mutación” y “selección natural”, que son los que vamos a ir discutiendo. Pero antes creo necesario criticar el propio concepto de “evolución” aplicado a la biología. Es cierto que existe una acepción primigenia del término que sólo quiere referirse a cambios, y en ese sentido soy yo el primer evolucionista convencido: las especies vivientes han sufrido esa “transformación continua” de mi diccionario. Pero todos sabemos que si el maestro dice que Jaimito “ha evolucionado mucho a lo largo del curso” no se refiere a meros cambios sino a un proceso de cambios acumulativos y positivos. Es decir, que Jaimito ha mejorado. El evolucionismo, y no sólo el darwinismo, pretende basarse en dichos cambios para parecer científica, pero deja de serlo cuando atribuye un valor “progresivo” a los mismos. Un hombre no es ni superior ni mejor a un trilobite, es simplemente otro aspecto mutado  y adaptado a partir de la misma chispa de vida original, y en todo caso tenemos aún por demostrar si somos capaces de sobrevivir como especie los 300 millones de años que el trilobite campó por esos mares. Esta absurda valoración es a todas luces presentista, antropocentrista y no se cuantos –tistas más, pero está muy arraigada en nosotros. La voy a tratar a fondo en una entrada muy próxima que trata de cómo el evolucionismo biológico contagia las ciencias sociales y como a su vez proviene de cierto evolucionismo filosófico de la Ilustración. Darwin, Wallace, Lamarck y compañía estaban imbuidos de ese progresismo-expansionismo de los s.XVIII al XX, imperialista y racista a la postre, y necesitaban que esos “mecanismos” evolutivos fueran acordes a esa filosofía. Tan negativa herencia me lleva a veces a preferir considerarme “mutacionalista” en vez de evolucionista.

 

Esto nos conduce directamente a conceptos como “selección natural”, “adaptación” y “ley del más apto” (a menudo llevada al extremo de “ley del más fuerte”). Los evolucionistas en su conjunto pensaban en la vida como una arena de combate donde los cambios aparecidos eran fomentados si conducían a la victoria. Considero subjetivo determinar qué cambio ha sido beneficioso para nuestra especie, no digamos para las demás.  “Más apto”… ¿para qué? Se sabe que las especies más adaptadas, y por tanto evolucionadas, a un entorno son las primeras en desaparecer cuando cambian las condiciones de dicho entorno. En un biotopo hay pavos normales y pavos polares, un ejemplo sin base real, y los segundos tendrán ventaja mientras allí domine el clima ártico, y con tales argumentos nos dejamos convencer. Pero pocos caen en la cuenta de que la longevidad de una especie suele exceder a la de un ciclo climático, luego a la larga es el pavo común el que “vencerá” evolutivamente a su versión hiper-adaptada. Por tanto eres apto según para qué y no durante demasiado tiempo. Otra crítica que se puede hacer es el sesgo con el que tratan de ejecutar sus argumentos, obsesionados como están con la búsqueda de la mutación vencedora. No conozco ninguna supuesta adaptación que no implique una inadaptación como contrapartida, de tal modo que el asunto se parece mucho a ver el vaso medio lleno o medio vacío. Y está claro que el evolucionista quiere verlo “medio lleno”. Cuando dicen que tal ave ha adaptado su plumaje para atraer hembras, ¿piensan que a la vez se inadaptó porque con ello se hizo más llamativo ante los predadores o incluso torpe en su movilidad y visión? Entonces nos vienen con una especie de cuenta de la vieja donde explican que a la especie le sigue conviniendo el tono chisporroteante pese al riesgo de ser cazado. Yo propongo que se lo preguntemos al pájaro. Finalmente, una filosofía del ganador sólo puede permitirse una ética de hechos consumados, lo que se traduce porque los evolucionistas abusen de argumentos circulares: “lo que hay ahora es lo más apto porque si no lo fuera no habría sobrevivido, ya que sólo sobreviven los más aptos”. En el siguiente artículo veremos el terrible impacto que esta filosofía tuvo al considerar intrínsecamente superior al europeo por ser circunstancialmente amo económico del mundo.

 

Hasta ahora hemos abordado principios del evolucionismo en su conjunto, incluso tanto del biológico como del social, y ya va siendo hora de que nos ocupemos de la marca darwinista por excelencia: la mutación o, mejor dicho, la arbitrariedad de la mutación. La aportación principal de Darwin en su campo es la de crear un muro impermeable entre el entorno y los genes. En realidad la porosidad es distinta según el sentido en que pretendas cruzar ese muro, porque las mutaciones sí son absolutamente independientes del entorno, pero según sus modos de vida los seres vivos aprovechan o desechan esas mutaciones casuales e impuestas. Hubo otros evolucionistas como Lamarck que postulaban un diálogo en ambas direcciones (la necesidad crea el órgano), y creo que ese es el argumento más lógico para los no inciados: si hay adaptación es porque en cierta manera esas especies pueden ponerse en contacto con sus centros de mutación y afectar su cantidad y su contenido en función a sus necesidades. Si Darwin suena aún especialmente científico es precisamente por ese carácter desmitificador del sentido común. Su teoría viene a atemperar los humos demasiados teleologistas de otros evolucionistas primigenios, pues como digo la idea de evolución va naturalmente asociada a la de un propósito y dirección para la misma: Darwin sostiene que no basta con pedir cambios sino que hay que esperarlos por azar. También atempera el aire igualitarista del evolucionismo primitivo, pues si basta demandar cambios para recibirlos no tiene sentido eso de ser “más apto”. Finalmente, aleja las sombras de una posible vuelta al influjo religioso sobre esta disciplina pues una direccionalidad o estrategia en las mutaciones puede sugerir una intervención o inteligencia a nivel casi divino, o al menos del tipo hipótesis Gaia. Sin duda el darwinismo es un producto perfectamente adaptado a las necesidades ideológicas del Occidente actual, pero más tarde o más temprano se descubrirá que sus ideas estaban condenadas a ser superadas. Para que nos hagamos una idea de sus conocimientos genéticos, Charles Darwin desconocía los trabajos de su coetáneo Mendel, de modo que apenas morir el gran científico hubo que crear un “neo-darwinismo” con el imprescindible añadido de los guisantes y los cromosomas. Como se ve, el principal problema de Darwin es que su único argumento distintivo es el de la mutación, precisamente un campo entonces aún por nacer y del que él sabía bien poco. Hasta hoy todo ha sido forzar la horma para que los nuevos datos “confirmen” las teorías de Darwin. En realidad no sólo no ha sido así, sino que incluso sus errores son algo público y compartido por los científicos del ramo y cualquiera que se acerque a su literatura. Pero parece que dado el respeto por la figura ideológica e icono Darwin se ha preferido que en su labor divulgativa el darwinismo siga mostrando su faceta más simplona, cientificista y eurocéntrica, y además que conserve el mismo nombre. Porque si cada aspecto del concepto “mutación” que tenía Darwin, y ese era su argumento distintivo, ha sido superado o contestado por la ciencia actual, el producto es evolucionismo a secas, no “darwinismo”.

 

Uno de los primeros escollos que encontró el darwinismo atañe al ritmo en que han evolucionado las distintas especies. Por ejemplo, existe la creencia de que las mutaciones “neutras” son constantes, es decir, que se produce una cada 10.000 o 100.000 años. Dejando aparte el hecho de que calibrar mutaciones en deletéreas, beneficiosas o neutras es algo subjetivo, nada ha podido mostrar hasta ahora trazas de dicha regularidad. Además, ¿no quedamos en que las mutaciones eran absolutamente caprichosas?, ¿o son sólo caprichosas con el material novedoso que proponen pero sin embargo son fieles cumplidoras de los plazos de salida? Personalmente no me suena coherente. Centrémonos en los mamíferos y tomemos un caso llamativo por lo rápido que evolucionó: los cetáceos. Hace sólo 9 millones de años los proto-cetáceos tenían aún la forma de una extraña mezcla de cerdo y nutria, con un hocico largo como el de un cocodrilo, y sus hábitos acuáticos se limitaban a los de un hipopótamo. Sin embargo, hace 8-9 millones los humanos se estaban separando del tronco Pan (chimpancés y bonobos), y creo que es patente que entre un cerdo y una ballena azul hay muchas más diferencias, y por tanto mutaciones, que entre un hombre y un simio (con los que compartimos más del 95% de los genes). Es decir, que la evolución de unas especies es acelerada en relación con otras y eso se opone a las “ratios de mutación” que tanto usan los especialistas. Mayor es el problema, luego lo veremos, cuando esa aceleración de mutaciones coincide además en un sólo rasgo o función de la especie, como la adaptación acuática de los cetáceos.

 

El siguiente aspecto en el que el Darwinismo se mostró simplista fue en que no previó la gran cantidad de genes implicados en el más mínimo rasgo o función de un organismo vivo. En el s.XIX y principios del XX era muy fácil defender que bastaba una sola mutación para alterar un órgano, y de hecho aún quedan los que dicen expresiones como “el gen del color de piel” o “el gen de la aleta dorsal”. Pero es algo hoy insostenible. De hecho es tal la cantidad de elementos genéticos implicados que sorprende cómo llegan a sincronizarse para producir un cambio. La verdad es que no hay manera empírica de explicarlo, al menos no bajo el nivel científico actual, y menos desde un panorama de mutaciones absolutamente arbitrarias como proponía Darwin.

 

La tercera carencia que quiero destacar del discurso darwinista es la propia potencialidad de las mutaciones. Para que la tesis de Darwin tenga paralelo en la realidad deben darse muchos más factores de los que al principio imaginamos. Hace falta en primer lugar que se de una mutación, cosa que si no eres antepasado de la ballena no ocurre cada dos por tres. Luego que esa mutación no sea una deformidad, atrofiamiento, bloqueo linfático, etc. que te lleve a la muerte. Además de darse y no ser contraproducente, debe ser positiva para la supervivencia de la especie, en el momento, clima y región que precisamente se beneficien más con ella. En cuarto lugar, el individuo concreto que ha mutado debe sobrevivir hasta la edad de apareamiento, reproducirse efectivamente, asegurar la supervivencia de su camada y finalmente que dicha descendencia se imponga genéticamente al resto de su comunidad biológica. Ahí es nada. Tan sólo con este recorrido nos hacemos una idea del milagro que supone la supervivencia de un mutante, pero no nos podemos imaginar cómo se puede aún complicar este asunto. De nuevo, en la época de Darwin era lógico imaginar las mutaciones como saltos patentes, exagerados incluso, conforme al esquema vigente de la especie. Pero lo cierto es que cuando las alteraciones son así de drásticas suelen causar la muerte del mutante antes incluso de alcanzar la fertilidad sexual. Por otro lado, aún no se ha constatado ninguna mutación drásticamente positiva en las especies actuales, siendo los ejemplos propuestos fraudes o estudios muy deficitarios (aquellas mariposas y el hollín). Como dijimos, la división entre mutaciones buenas, malas y neutras es subjetiva, pues sólo tenemos constancia actual de las mutaciones que causan lesiones y muerte. Las otras, las mutaciones positivas y las neutras las suponemos o las inferimos del estudio y comparación del paquete genético de las especies actuales y algunas extintas, pero nada apunta empíricamente a que supusieran un salto radical. Todo lo contrario, si no las hemos podido constatar actualmente será porque las mutaciones neutras o positivas son bastante discretas, cambios casi imperceptibles para no alterar demasiado el equilibrio orgánico y funcional del mutante. Creo que suena bastante lógico que las mutaciones que tenemos por malignas o mortales son realmente aquellas tan drásticas que desequilibran esa armonía estructural, funcional y energética que es cualquier forma de vida. De todas formas, y volviendo al párrafo anterior, ¿de qué serviría este salto drástico en un gen si para cambiar un rasgo son necesarios pongamos 300 genes? Debemos recordar de nuevo el carácter aleatorio y absolutamente ajeno al entorno de las mutaciones darwinianas, porque no se cómo casar que 300, 30, siquiera 3 genes acaben mutando drásticamente, de forma simultánea, con consecuencias positivas para el mismo órgano o función, y encima por pura casualidad.

 

Y ahora, algunos ejemplos para aplicar todas estas objeciones antes mencionadas. La teoría tradicional sobre bipedismo humano descansa en una suerte de mutaciones bruscas a la altura de la pelvis (la del australopiteco, la del habilis, etc.), pero hoy sabemos que un cambio semejante sería insoportable para el resto del cuerpo, para la distribución del peso, la forma en que descansan los órganos, el flujo sanguíneo, etc., por no hablar de que muy probablemente dejaría imposibilitada para parir a su primera portadora. Por eso dijimos que las mutaciones drásticas suelen ser nefastas, a menudo letales. Nuestras mutaciones deben ser casi imperceptibles para que el resto del cuerpo no las rechace y para que prepare los cambios que siempre suponen en el organismo general, y que por cierto necesitan de sus propias mutaciones. El problema de esto es que se carga toda la teoría de la pura casualidad de las mutaciones, porque si son tan arbitrarias no se pueden ordenar como una sucesión de capítulos con un fin predeterminado. Una mutación podría hacer al homínido más erguido y otras más encorvado, pues como hablamos de micras de milímetro cada vez no se traduciría en ventajas o perjuicios, y con ello lo que ahora desarticulamos es la mismísima teoría de la adaptación y la ley del más apto. En cuanto a la cualidad “sinfónica” de las mutaciones no sólo nos limitaremos a lo ya mencionado sobre la infinitud de genes implicados en un cambio de pelvis o de cornamenta, sino en que eso provoca además la necesidad de mutar otras partes del cuerpo como la orientación del foramen mágnum en los bípedos o el reforzamiento muscular del cuello en los astados. Como extremo, intentar explicar por adaptación del más apto, optimización de mutaciones casuales, etc. el aparato de sónar de un delfín suena casi surrealista, y más aún si tan sólo necesitaron 9 millones de años para fabricarlo.

 

Todos estos errores y carencias del darwinismo llevan a poner en duda que siga siendo válido como estandarte del evolucionismo. No voy a cansar con nombres y términos difíciles (“equilibrio puntuado”, “transferencia horizontal”, etc.), pero como dije hay un buen número de genetistas y paleontólogos reclamando una profunda reforma e incluso sustitución de la “teoría sintética” (i. e. Darwin+Mendel). Es muy necesario que la gente comprenda que criticar las tesis de Darwin no te hacen creacionista, porque lo que estos defienden es la negación de nuestra naturaleza mutante, algo casi medieval. Es injusto asimismo que por cuestionar una evolución como “mejora”, que no como cambio, seamos tratados de anti-evolucionistas. Tampoco es de recibo que por decir que no puede ser todo debido a la casualidad se nos acuse de defender una teleología divina o un “plan inteligente” como ahora postulan algunos creacionistas reciclados. Lo único que pretendo defender es que hoy conocemos los fenómenos genéticos con un detalle que impiden sostener el darwinismo, original o sintético, como la mejor representación del evolucionismo. Todo apunta a que en un mañana tendremos que aceptar una inteligencia en la evolución, pero no externa como quieren los finalistas y creyentes, sino propia de los genes: mutaciones inteligentes a partir de genes inteligentes. La sensación que se tiene, aunque jamás se confiese, cuando se lee algo de evolución de especies, es que ha existido un momento en el que la sabia naturaleza ha impreso en el gen de la especie que los cuellos se tienen que alargar, que el andar debe ser erguido o que cada pluma va a ir de un color a cual más chillón. No es tan descabellado si damos a la mutación un valor mucho más rico que el meramente anatómico, acordándonos de las más que contrastadas mutaciones que afectan a nuestra composición sanguínea, nuestro sistema inmunitario o nuestra debilidad ante ciertas adicciones y venenos. Vayamos mucho más allá e intentemos imaginar que determinada mutación no consiste en que su portador tenga un ojo de cada color, ni en ser propenso a la hepatitis, sino en algo mucho más general e ilocalizable como es la información para que su especie acabe caminando erguida. Imaginémoslo como un virus informático, algo que se instala en los discos duros de todos aquellos que heredan su gen, hasta hacerse tan universal como la trompa en los elefantes. Al final es la especie entera la que tiene dicho manual de navegación genética en cada célula de sus ejemplares. Y entonces sí podemos aceptar esas aceleraciones sospechosas que más bien parecen empujoncitos de algo más complicado que el azar, como cuando las distintas ramas de homínidos siguieron mutando por su cuenta en la dirección del bipedismo pese a ser ya estancas entre sí. El problema es que por ahí muchos querrán ver la mano de Dios, y lo peor es que lo intentarán imponer, con lo cual el diálogo seguirá siendo imposible.

No podemos cerrar sin detenernos en una polémica basada en mucho de lo que antes hemos tratado, como es el concepto de especiación: ¿cuál es el preciso momento en que un erectus progresivo pasa a pre-sapiens? Ahora el vacío paleontológico nos permite pintarnos un esquema muy simplificado, porque tenemos un resto por ahí y otro por allá con millones de años por medio, así que durante décadas se ha rehuido la cuestión. Sin embargo ha centrado el debate sobre la aparición de los primeros humanos modernos, que dejamos para otra ocasión y artículo. En cualquier caso se trata de un defecto heredado de las taxonomías propias de las ciencias naturales, a su vez impulsadas por la manía clasificatoria-cartesiana de la Ilustración. La actual investigación con genes han sacado los colores a un número considerable de géneros y especies antes tenidos por incuestionables, ofreciendo parentescos hasta hoy inverosímiles. La manía antigua consistía en inventar categorías estancas en las que encorralar la realidad, y así debía existir un erectus diferente de un sapiens, cada uno con su lote de características pintorescas, y por tanto debía existir una clara línea entre el origen de uno y la desaparición del otro. Recuerdo que en el colegio los aprendíamos consecutivos, como si para nacer el nuevo prototipo humano tuviera que extinguirse el antiguo, y reconozco que era ya mayorcito cuando me enteré que en el planeta han coincidido, hace 175.000 años, erectinos asiáticos con sapiens modernos africanos y neandertales europeos. Los distintos homo no son tanto consecuencia unos de otros sino vecinos y primos, aunque por supuesto todos han de proceder de cierto tipo de homo anterior. Pero esto último no significa que el viejo se extinga frente al nuevo, y de hecho puede ocurrir todo lo contrario: los erectinos pigmeos de Flores sobrevivieron a la extinción de los neandertales, que se supone son al menos dos grados más “evolucionados”. ¿A qué se debía esta tendencia a mostrarlos sucesivos? A que con ello los mostraban también estancos, libres de impurezas de unos y de otros, y por tanto fácilmente caracterizables y clasificables, sobre todo para aislar al humano moderno de su parentela cavernícola. Pero tal momento inflexivo en que un mamífero pasa de ser una especie a ser su capítulo posterior no existe. Ninguna sapiens arcaica tuvo la dicha de parir al primer sapiens moderno, porque sencillamente son conceptos sociopsicológicos sin base fisiológica o genética que los avale. Nuestro proceso de hominización no se compuso de cinco pulcros pasos (autralopiteco-habilis-erectus-sapiens arcaico-sapiens moderno), ni en siete ni en diecisiete, sino en miles de ellos, distribuidos además por una amplia gama de rasgos a cambiar: volumen cerebral, postura erguida, pérdida de vello corporal, habla, etc., cada uno de los cuales implica la mutación de al menos una decena de órganos y funciones corporales. Muchos de esos cambios se operaron desde muy pronto, otros han tardado más, y otros los adquirimos antesdeayer, así que no podemos establecer grados de humanidad en el tiempo. Si el humano es definido como el simio que camina preferentemente erguido, ya somos humanos “modernos” desde el habilis; los erectus eran totalmente “modernos” de cuello para abajo, tanto en sus proporciones como en su gestualidad; finalmente, el volumen cerebral de los neandertales no sólo merece el calificativo de moderno sino de “futuro” toda vez que es superior al nuestro. Se trata de una locura provocada por nuestro evolucionismo y progresismo radicales que imponen la inferioridad intrínseca de lo antiguo y que volveremos a tratar en la serie de entradas Afroiberia social.

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