jueves, 16 de octubre de 2008

Complejos Identitarios 1. Selección sexual

En mis tiempos adolescentes si una chica decía haber ligado con un “rubio con ojos azules” era como si le hubiera tocado la lotería. En eso consiste muy básicamente la selección sexual, en la preferencia por determinados rasgos somáticos en la pareja sexual. Dentro de ella podemos distinguir entre aquella selección sexual más biológica y entre otra de índole cultural.

 

El grado Homo Erectus supuso la aparición de una serie de rasgos anatómicos revolucionarios en lo sexual, y no exagero. Como esto es un blog podemos permitirnos traducirlo a lo bruto: un erectus nos podía “poner”, pues de cuello para abajo era indistinguible a nosotros, mientras que sentir morbo hacia un australopiteco es zoofilia. Hoy se opina que Erectus fue el primer homínido desprovisto totalmente del vello de los simios, así como el que afianzó definitivamente la postura erguida. Es un tema francamente fascinante cuya envergadura sobrepasa esta entrada y este diario entero, y está muy bien glosado en El origen de la atracción sexual humana de Manuel Domínguez-Rodrigo. Debemos saber que tuvo consecuencias tan importantes como el parto doloroso de las mujeres, o que el humano sea el primate con el pene más grande en los machos y los senos más grandes en las hembras. Pero sin duda la principal alteración consistió en que desaparecieron los períodos de estro o celo animal, porque ya no teníamos (con perdón) la nariz a la altura de los genitales y las señales olfativas no eran tan eficaces. Aligerando, tuvimos que hacer nuestra sexualidad más compleja, más simbólica, y por el camino nos hipersexualizamos tanto en la apariencia como en las costumbres. Este es el aspecto más biológico de nuestra selección sexual. Como ejemplo, las mujeres con caderas anchas dilatan mejor al parir, mientras que la cadera ancha en un hombre indica exceso de hormonas femeninas, por lo que las hembras seleccionan machos con caderas estrechas y estos ligan con las de cadera ancha. Del mismo modo y llegando hasta detalles insospechados, podemos encontrar que lo que entendemos por un humano atractivo sexualmente es realmente un individuo sano tanto fisiológica como genéticamente.

 

Existe un grado intermedio entre esta atracción puramente biológica y la complejidad de lo “erótico” como sexualidad culturizada. Por ejemplo, no todos estos factores biológicos eran universales porque existían diferentes adaptaciones climáticas. Así una noruega neolítica evitaría a los morenitos como una sahariana huiría del albinizado, porque la melanina es fuente de raquitismo en el norte, pero su ausencia desemboca en cáncer de piel al sur. Esto implica que cada rincón del planeta fue adaptando ese prototipo de hombre/mujer atractivos según sus necesidades, lo que a su vez conduce a la proliferación de modelos de selección sexual, lo que conlleva a su vez la diversificación acelerada de tipos humanos. Porque la selección sexual en cierta manera ya implica hacer trampas con la genética y por ello supone una direccionalidad y una aceleración. Es de vital importancia fijar el momento preciso de esta diversificación, porque es francamente reciente. Cuando en el ejemplo de la melanina especifiqué “neolítico” es precisamente porque antes no tenemos ni un indicio de que tal cosa fuera posible. En primer lugar porque no se pueden practicar criterios de selección sexual muy severos bajo un régimen de caza/recolección. Son grupos muy pequeños y aislados que necesitan de la exogamia sistemática para no acabar degenerados genéticamente. Encima, si consumes carne y pescado en cantidad no padeces raquitismo siendo moreno en los hielos, como ocurre con esquimales o tibetanos. Eso ayuda a sostener la teoría de que fue con el neolítico, y su cambio de dieta a cereales preponderantemente, la que nos hizo desembocar en eso que antes llamábamos “razas”. Tradicionalmente se había creído que la aparición de blancos, negros o amarillos fue producto de la pura selección natural, lo que lo convertía en un larguísimo proceso que incluso quisieron remontar antes de la aparición de los humanos modernos como especie. Pero con la selección sexual en juego todo se ve acelerado hasta el punto de que con 10.000 años basta y sobra para que un zulú se transforme en lapón. Antes del neolítico los arqueólogos no encuentran cráneos de blanco, negro o amarillo propiamente dichos sino que son cráneos “antiguos”, “genéricos”, y que a veces sí que muestran claras tendencias hacia determinada raza actual pero que aparecen en geografías carentes de sentido (negroides en Dinamarca y Brasil, caucasoides en Kenya y China,  o achinados en Zambia y Grecia). Es más, por los enterramientos y hallazgos colectivos se detecta una variabilidad mucho mayor que hoy, como si en la treintena de miembros de cada banda estuvieran presentes tipos de gran parte de las “razas” actuales.

 

De ahí pasamos a lo puramente cultural. Este tipo de selección sexual en nada se propone ayudar a la selección natural, y en no pocos casos la llega a perjudicar (recordemos por ejemplo los corsés y corpiños decimonónicos que malograron tantos embarazos). Sin embargo la selección sexual-cultural también tuvo sus fases, o al menos podemos establecerlas convencionalmente para aclararnos. Por ejemplo con 500 habitantes un poblado típicamente neolítico ya se puede permitir cierta endogamia (un rapto de chavalas de vez en cuando, un mozo de fuera que se instala, etc.) así que estableceríamos el primer estadio de selección sexual-cultural en aquello que se nos asemeja. Nos atraería nuestra gente, los que se parecieran a nosotros, porque eran tiempos de cerrar filas en torno a la propia comunidad y de producir como hormigas. No debe extrañarnos porque es un criterio que aún colea en mucha gente con prejuicios, y que podríamos bautizar como “xenofobia erótica”. Con el tiempo, avanzado el neolítico y en las edades del metal, aumenta la población, aparecen los mandones en general, las tan amadas “elites” de los académicos, y esto supondrá una nueva vuelta de tuerca. Hasta entonces sólo hay un objeto de deseo, lo propio; pero a partir de ahora aparece un segundo elemento de atracción sexual que es el aspecto físico de la aristocracia. No hace falta que esas elites dominadoras provengan del exterior, pues el aspecto diferenciado se produce ya desde el momento en que se separan las sociedades en clases. La jerarquización social implica una sexualidad determinada por el estamento que nos toca al nacer en la mayor parte de los casos, pero a veces también una vía de ascenso y descenso por la pirámide de poder. Y esto de una forma u otra acaba conduciendo a la admiración sexual hacia el jefe, la consabida “estética del poder”.

 

De ahí hasta hoy poco es lo que ha cambiado, aunque es cierto que lo hemos hecho todo bastante más complejo. Pero la triple atracción (animal, xenófoba y trepa) sigue ahí como el primer día. La complejidad llega a un grado que hemos tenido que inventar el moderno uso de “morbo”, que viene a significar “lo que íntima y realmente me pone sexualmente, más allá de lo que socio-culturalmente se espera que me guste”. Cuando un chico o una chica dice que le gusta tal o cual individuo está experimentando sin saberlo un triple jurado (bragueta, corazón y cabeza) que casi nunca coinciden en sus veredictos. Tenemos nuestra pareja ideal como Erectus salidos. Tenemos nuestra novia ideal para agradar a mamá o para que encaje en la pandilla. Finalmente, tenemos toda una serie de imposiciones estéticas por parte del Poder o la Cultura del momento (eufemísticamente llamado “canon de belleza”). Cuando las niñas de mi generación perdían la cabeza con la sola mención de un chico rubio de ojos azules, padecían sobre todo el tercer tipo de selección sexual, aquel más condicionado culturalmente. “Rubio con ojos azules” significa realmente "europeo" y traduce fielmente las aspiraciones españolas de entonces a las puertas de lo que aún se llamaba Mercado Común, así como estrenando ídolos pop del mundo anglosajón. Perdónenme los que tengan alguno de los defectos que voy a mencionar, pero es que a menudo ese “rubio con ojos azules” tenía orejas de elefante, dientes de conejo y con sarrillo, barriga de tabernero, pelo casposo, voz de pito, acné supino, por no hablar de que fuera bruto, aburrido, y le tufara el aliento. Ninguna de esas cualidades, que a los demás nos hubiera supuesto inmediatamente un suspenso en ligoteo, hacía mella en la atracción que aquel tipo despertaba. Aunque coincidía con nuestras necesidades del momento, se trataba de un criterio de atracción sexual mucho más antiguo y que podemos ver de forma indirecta en el origen de una expresión que todos conocemos. En España a los aristócratas los llamamos gente “de sangre azul”, y muchos desconocen por qué, o acaso lo asocian al príncipe azul de los cuentos. Pero en realidad la expresión proviene de que las venas se ven azules en las pieles muy blancas, propias de los que no tienen que trabajar bajo el sol, es decir, los señores frente a los vasallos. Dicen que proviene de la impresión que a los hispano-romanos causó la palidez goda, pero eso no es muy convincente toda vez que nuestra actual aristocracia tiene de goda lo que yo, pues surgen a raíz del proceso mal llamado Reconquista. Si alguien se impresionó de tanta palidez serían los andalusíes conquistados, y si la expresión se ha mantenido hasta hoy es porque no todos ellos acabaron expulsados, pero eso es harina de otra entrada de diario.

 

Debemos por tanto plantearnos si la Península Ibérica ha estado sujeta a criterios de selección sexual muy culturalizados, desde cuándo y en qué dirección de preferencia. Yo creo que si lo hacemos con franqueza todos debemos reconocer que Europa es nuestro más fuerte referente estético desde el Medioevo. Lo moreno, por no hablar de lo negroide, empieza a estar proscrito cuando equivale a “hereje” y “enemigo” musulmán. Luego pierde aún más de estima erótico-cultural cuando se añaden las connotaciones de gitano y de indio-negro sudamericano. El remate lo marca el definitivo batacazo del denominado imperio español y la aceptación gradual de que nuestro destino pasa por asimilarnos totalmente a lo europeo. No es raro encontrar descripciones de una supuesta belleza barroca o romántica de la que sólo nos describen el contraste entre su piel de marfil y sus labios granate. Invito a cualquiera a darse una vuelta por el pasillo de las recién paridas de cualquier hospital, y que se ponga a escuchar los piropos que se le dicen a los bebés, qué rasgos se les celebran más. Como nazca uno todo rosa, los ojos como la turquesa y un copete amarillo trigo, por allí circulará toda la planta en procesión, incluido el personal. Si se fijan bien notarán además que los currantes, la gente de pueblo y los gitanos son incluso más propensos a festejar que el niño haya nacido “rubico-rubico”. Si esto es así, si en España alguien por el mero hecho de parecer europeo ya es considerado atractivo, y si esto es así desde una fecha tan concreta como la Reconquista, hemos de reconocer  por fuerza también que antes de esa fecha éramos en general menos europeos de aspecto que en la actualidad. Esta es una de mis líneas de estudio que más trabajo me cuesta transmitir incluso en charla privada, porque los españoles tienden a bloquearse mucho con este asunto.

 

Si desde 1492 se impone en toda la Península el “white is beautiful”, ha existido selección sexual-cultural, lo que necesariamente supone un esfuerzo y una aceleración en esa dirección. Defender lo contrario es como decir que tras un sprint el corredor permanece en el mismo punto de partida. Pero además existen razones antropológicas, geográficas e históricas abrumadoras que demuestran que no sólo antes éramos más morenos que ahora, sino que cada vez que damos un salto atrás en nuestro pasado más africanos parecemos. Y pongo toda mi intención en el “éramos”, no “eran”, porque esta es la consecuencia de la selección sexual que más valoro. Hasta ahora cualquier cambio en el aspecto de los humanos de una región implicaba bien el mestizaje bien el reemplazo total por extranjeros, pero la selección sexual permite que un grupo razonablemente pequeño provoque una alteración anatómica absolutamente endógena que no sólo los diferencie drásticamente de sus parientes vecinos, sino que a veces los haga coincidir en aspecto con pueblos muy remotos en tiempo y espacio que casi nada tienen que ver con ellos a nivel genético. Por si fuera poco, esto puede dar un resultado ya evidente en diez o veinte generaciones. Todos nos sorprendemos de los gustos estéticos de nuestros mismos abuelos: Inés Sastre, tan alta, tan flaca y tan morena hubiera resultado demasiado andrógina, demasiado seca y demasiado moruna como para soñar casarla en época de Cervantes; sin embargo Paloma Gómez Borrero, de joven se entiende, hubiera hecho furor.

 

Pero no todo son consideraciones históricas. Reconozcamos que climáticamente no podemos decir que la selección sexual a favor de lo nórdico-albinizado sea nuestra mejor baza para sobrevivir. Al ser nuestra Península una zona templada con muchas horas de sol al año, como mucho podemos dejarlo en que el rubio surgido espontáneamente de la Península no corría graves peligros de supervivencia, pero reconociendo a la vez que el moreno sería el “más apto” según el argot de los evolucionistas. De otro lado, la cercanía de 14km con África no debería ser por más tiempo un tema por el que pasar de puntillas con los zapatos en la mano: aquí ha habido un continuo aporte de sangre africana hasta 1492. No existe por otra parte ninguna base antropológica (esqueletos desde el Paleolítico hasta lo medieval) ni iconográfica que verifique la existencia de un criterio de selección sexual europeizante o blanqueador para todo ese largo período en la Península. Si no hay razón para necesitar biológica ni ambientalmente una albinización en nuestra tierra, si tampoco hay constancia de ella en los cráneos, los frescos rupestres, en las decoraciones de cerámica o en los bustos exentos, y sin embargo si la constatamos evidente y enérgica (Inquisición incluida) a partir del fin de la Reconquista, ¿por qué es tan difícil aceptar que los ibéricos de la época romana o neolítica eran más agitanados, más morunos, más amulatados que hoy? Dos son las respuestas que se me ocurren. Unos son los prejuiciosos que ya he mencionado y otros son personas mal informadas que presuponen que decir “aquí hubo morenos” implica que aquí vivieron antes unos distintos a nosotros. Realmente somos los mismos (además de los mestizajes), únicamente teníamos antes un aspecto diferente.

 

Generación a generación y de modo sin duda imperceptible para sus agentes, este proceso de selección sexual fue provocando que las chicas más morunas o agitanadas tuvieran, si no estaban requetebuenas, más papeletas para monjas o para cuidar a sus ancianos padres, mientras que sus hermanas y primas más lechonas eran las que acababan casadas. En el hombre la cosa funciona algo diferente, principalmente a causa del machismo que ha dominado a la humanidad pasada, que ha permitido a los hombres conservar un grado mayor de selección sexual biológica frente a la cultural que las mujeres. No era raro, pero tampoco hasta el grado de costumbre, que un marquesito blanco como la leche acabara casándose con una morenaza de rompe y rasga y que incluso sus iguales lo aceptaran porque la atracción biológica que lo llevó a ello era tan evidente como compartida por ellos mismos. Pero jamás se daba lo contrario, es decir, la vía sexual era inútil para los hombres que querían trepar socialmente. Por eso en las mujeres había un mayor grado de selección sexual condicionada por los valores culturales y sociales de su tiempo, porque si los acataban podían permitirse ascender en la pirámide clasista. Sin embargo, no debemos deducir que la sexualidad masculina estaba libre de condicionamientos culturales. Si un hombre de baja cuna lograba con trabajo o con las armas trepar socialmente, no dudemos que acabaría casado con la chica más europeoide que pudiera permitirse. Lo anterior de la gitana y el marqués es eso, cosa de marqueses, de grandes de España que no tienen ningún temor a poner en solfa su abolengo y a ser quemados por el Santo Oficio. Existe un dicho criollo, repugnante éticamente, pero que refleja muy bien esto: había que buscar una negra en la cocina, una mulata en la cama y una blanca para pasear como esposa. Pero hay más, una especie de consecuencia indirecta del machismo que acaba siendo una forma de selección sexual. Desde niveles neolíticos y anteriores, lucir una mujer pálida es signo de que tú eres tan próspero que te puedes permitir liberarla del trabajo, porque las mujeres que tenían que labrar el campo acababan achicharradas por el sol (recordar el Cantar de los Cantares). Por eso ya existen pruebas de una selección sexual de este tipo en los frescos egipcios y minoicos, donde los machos son siempre marrón rojizo y las hembras amarillo ocre. Ese debió ser el canon de belleza de casi todo el resto de pueblos mediterráneos, aunque podemos rastrearlo en culturas tan distantes espacio-cronológicamente como la afroamericana actual. Pero esta manía afecta sólo a la piel, no al resto de rasgos que caracterizan una “raza”, y bajo ese modelo entraría perfectamente una belleza ibérica o magrebí, donde gustan las hembras de piel muy clara pero con pelo negro, labios negroides, nariz redondeada, ojos rasgados u “orientales”, etc. al estilo de Charo López o Maribel Verdú.

 

No puedo evitar desviarme del discurso para comentar algo que está relacionado y es muy curioso. Debido a que el canon sexual hegemónico durante estos últimos cinco siglos es sin duda el europeo, se da que un español moreno sí pasa por moro en Marruecos mientras que un marroquí que se tiene por pinta de español es visto como mero “moro pálido” en la Península Ibérica. ¿Por qué? Porque la “europeidad” o “españolidad” del marroquí es fruto forzado, dirigido y acelerado, precisamente por selección sexual-cultural, mientras que el negruzco ibérico es una pervivencia del pasado, en ningún caso potenciada sino todo lo contrario. Dicho de otro modo, los españoles morunos tienen realmente genes de moros (o de númidas, o de negros coloniales, o de lo que sea) que se quedaron aquí y que aparecen a traición para perjuicio de sus herederos, mientras que la mayoría de marroquíes claros que creen tener aspecto europeo son tan artificiales como los chihuahuas, producto de una severa selección sexual que favorece lo árabe sobre lo africano primero, y lo francés colonial sobre lo árabe después. Pero, ojo, exactamente igual pasa con los peninsulares que se creen “europeos” en sus facciones: luego viajan con otros españoles (morenos) al extranjero y allí nadie los distingue. En el caso norteafricano esto conduce a un mito que luego vamos a encontrar en numerosos tratados de Historia y Antropología: el de los bereberes rubios. Los propios independentistas amazighes han caído en tal creencia sin duda tentados por su inveterada, y justificada, arabofobia. Y esto es a su vez una más que probable razón para incurrir en selección sexual-cultural, con lo que a la vuelta de diez generaciones el Magreb litoral estará mayoritariamente poblado por moros rubios, como en su día pretendió el mito ahora vuelto profecía. Pero jamás pasarán por europeos, ni siquiera por peninsulares, como un acelerado guiso al microondas no se confunde con aquel hecho en orza y sobre brasas. Mutatis mutandi, los españoles pueden emplear siglos en su afán de europeizarse y blanquearse, pero será inútil.

 

Cerremos este artículo con una muy resumida panorámica a nuestros procesos de selección sexual. Partimos, como no, de los orígenes africanos del Homo Sapiens Sapiens u Hombre Moderno, así como de la muy probable llegada a la Península vía Gibraltar desde tiempos muy tempranos, ya que la navegación ya no es en absoluto un imposible para el Paleolítico (Hombre de Flores, Indonesia). Por puro sentido común si el origen del ser humano es África y si entró en Iberia directamente por Gibraltar, nuestra población primigenia hubo de ser forzosamente africana, y tener por tanto los rasgos anatómicos de los africanos. Al ser nuestra Península una región templado-cálida podemos establecer que, sin selección sexual-cultural de por medio, no hay ninguna razón para que aquellas pintas africanas mutaran a otra cosa. Nacerían ejemplares con rasgos que prefiguraran lo europeo, que duda cabe, y también con rasgos típicos de lo hoy definimos como pintas iberopeninsulares, pero la norma sería conservar lo heredado de África. Recordemos además que el propio régimen cazador-recolector obliga a la exogamia masiva y no permite entonces la aparición de “razas” regionales. Durante las Glaciaciones poco podíamos tener de “europeo” porque la propia Europa estaba casi despoblada, sino que fuimos precisamente lo contrario: fabricantes y exportadores de ancestros de los europeos. Somos Europa principalmente porque media Europa es hija nuestra a nivel genético. A medida que los hielos se fueron retirando el excedente poblacional de las regiones templadas fue ocupando la nueva tierra habitable, tanto en el caso de especies animales como de humanos. La Península Ibérica de la última glaciación es ya académicamente considerada junto a Italia, Grecia y demás como “refugios” de especies animales y vegetales que luego colonizarán Europa. ¿Por qué pensar distinto respecto a la especie humana? Nos plantamos por tanto en el nuevo ciclo climático (Holoceno), equiparable socioculturalmente al “neolítico” o paso de la depredación a la producción de alimentos, con un aspecto físico ibérico muchísimo más africano que europeo. Hasta que Europa no estuvo sobradamente poblada, y yo no estimo esto antes del Tercer o Segundo milenios a.C., no podemos permitirnos hablar de influencias europeas en la Península Ibérica, porque hasta que un cazo no está lleno no puede rebosar. Pero incluso en esas fechas tan tempranas el flujo sería débil y formado como ya vimos por descendientes de ibéricos, italianos, etc. Iban ya emblanqueciendo, por el mentado asunto de la melanina y el raquitismo bajo dieta cerealista, pero aún tenían rasgos de los ibéricos que fueron. Esto debe quedar muy claro: del mismo modo que nuestro argárico tenía pinta de libio, el neolítico inglés tenía pinta de andaluz actual, como el checo de los Campos de Urnas tenía pinta de turco. Sólo con la aparición de modelos socio-culturales más complejos, que prefiguran lo que hoy llamamos Estado, pudieron aparecer marcadas diferencias regionales en lo somático. Pero esto no es un valor histórico absoluto, pues en Egipto pudo acontecer en 6000aC, en la Península Ibérica en 3000aC, y en Alemania en el 1500aC. Por tanto hubo un tiempo en que las variedades “raciales” ibéricas estuvieron definidas y protegidas por unas sociedades lo suficientemente complejas para permitírselo, mientras que los europeos estaban aún en la fase anterior neolítica y por tanto “pre-racial”, aunque con clara tendencia a eliminar melanina. Hasta que dichas formas proto-estatales no desembocaran en verdaderos estados, y eso en la Península Ibérica no se admite hasta la Edad de Hierro justamente prerromana, no debemos suponer cambios respecto a nuestro tipo africano ancestral. Por supuesto, a más estatalización más regionalización “racial”, y a más complejidad socio-cultural, más tendencia a imponer criterios culturales a la selección sexual, pero no hay razones para suponer un deseo de parecer más europeos. Aún en tiempos de Roma las facciones nórdicas no eran tenidas por bellas porque sus pueblos eran considerados salvajes y no se deseaba flirtear con ellos. Un romano, como un ateniense clásico, prefería una esposa fenicia, ibera o egipcia antes que britana o germánica, porque entonces existía cierto racismo mediterráneo que consideraba rarezas deformes tanto a los negros como a los europeos nórdicos como a los extremo-orientales. Durante todo este tiempo se pueden argumentar cuantos testimonios se quiera sobre arribadas “célticas” y similares a nuestra Península, pero en nada cambiará el esquema expuesto. Primero porque en justicia debemos sumar la arribada de elementos, en mucha mayor cantidad, procedentes del Norte de África, Mediterráneo y Oriente. En segundo, porque como vimos, esto es un poco como los cantes flamencos “de ida y vuelta”, y al final del camino nos sorprenderemos de ver en qué consistían realmente los dichosos celtas. Estamos asistiendo a la caída del Imperio Romano y aún no hemos encontrado indicios para defender que hasta entonces existiera un solo motivo para querer tener aspecto de europeos actuales, y desde luego tampoco para hacernos europeos en origen. ¿Seguiríamos siendo “africanos”? En muchos aspectos los milenios trascurridos, la condición insular de Iberia, las mencionadas estructuras sociales endogámicas, etc., habían provocado la aparición de un tipo “racial” ibérico, con sus variedades, muy marcado y reconocible por los pueblos mediterráneos antiguos. Pero a la vez no tengo dudas de que la “etnología” greco-latina, hebrea, etc. lo catalogaba a caballo del mauritano y del galo, y si me apuran con más de origen africano, teniendo nuestra europeidad por invasión o mestizaje reciente. Por supuesto en el Tercio sur peninsular, Afroiberia, el aspecto africano sería mayoritario.

 

Pero llegamos a los visigodos y la cosa no cambia demasiado a pesar de que los académicos pretendan lo contrario. Estos invasores germanos llegaron para mandar y eran escasos proporcionalmente, además de muy endogámicos y racistas, así que salvo cuatro solteros que se casaron con ibéricas o cuatro espontáneos rendidos por la selección sexual sin culturas interpuestas, aquí no hubo mezcolanza con los visigodos. Y menos en el Sur peninsular donde más que ellos tuvimos a los bizantinos de los que no puede decirse precisamente que fueran supremacistas blancos o nordicistas, sino que incluso tenían más tragaderas raciales que los propios romanos por mera ubicación geográfica. Los llamados “ibero-romanos” sintieron además como opresivo y gratuito el dominio de los godos, así que no existen motivos para presuponer que los aborígenes trocaran su canon sexual para emular a los tiranos. Todo lo contrario, ser entonces moreno era síntoma de ser más romano, más mediterráneo clásico que toda esa marabunta de advenedizos rubios. ¿Dónde comienza entonces y por qué esta eurofilia en nuestra selección sexual-cultural? En términos muy generales aparece a partir de la Edad Media y la religión tuvo un papel fundamental, pero es más difícil dar una fecha y un culpable. Por un lado el Islam se extendió de forma natural por la ribera sur mediterránea pues al norte tenía nada menos que al tapón bizantino. Aparece entonces una falla cultural a lo largo del Mediterráneo dirección W-E como no se vivía desde las Guerras Púnicas o desde quizás nunca. Al Norte Cristianismo y tez clara, al Sur Islam y morenura. Pero esto es al menos posterior a la entrada de los musulmanes por Gibraltar. Yo, que llevo años mascando este tipo de información, aún me cuesta aceptar o imaginar que San Agustín era un moro que predicó en cananeo, no es broma, a los catetos de su diócesis, o que en el Congreso de Elvira, primero en España, acudieron más obispos norteafricanos que europeos. Durante el Imperio Romano no existía una preferencia de la metrópoli por sus provincias europeas, sino todo lo contrario. Vencidos los cartagineses, el litoral norteafricano se romanizó al mismo buen ritmo que los béticos, así que un romano se sentía mucho más identificado, pariente y “racialmente” similar a un tunecino o a un andaluz que a un francés o a un alemán, les pese a quienes les pese. En muchos sentidos la misteriosamente fácil penetración del Islam en la Península no viene sino a confirmar que aún entonces Gibraltar estaba en plena actividad, que era aún puente y no frontera, como lo siguió siendo para Al-Andalus durante ocho siglos. Son los de Covadonga los que reinterpretan toda nuestra Antigüedad y de paso se inventan un origen exclusivamente visigodo para sus castas. Entonces surge la falacia de un español blanco/europeo original invadido demográficamente por moros y árabes que tiene que “reconquistar” la patria, y entonces sí comienza a ser plausible que surgiera una selección sexual-cultural eurofílica. Esta eurofilia en nuestro cortejo erótico dura hasta hoy, porque realmente no han cambiado las estructuras socio-culturales y geoestratégicas de entonces. Al llegar a América descubrimos que allí eran más tiznados y en cierto modo morunos (indios les bautizamos) que nosotros, lo cual vino a redundar en el prejuicio racista y en nuestros criterios de selección sexual. Para colmo, nos llevamos para allá esclavos negros, al tiempo que en la metrópoli cundía el terror inquisitorial y proliferaban los gitanos. Estamos atestados de condicionamientos racistas presentes e históricos, y todos vienen a reforzar los criterios de selección sexual eurofílicos. Con Franco estábamos cerrados por Gibraltar y por los Pirineos. Luego aspiramos a la bicoca, a saber, abrir los Pirineos manteniendo cerrado Gibraltar. Pero con las subvenciones europeas vino la inmigración africana, latinoamericana y asiática, así que podemos decir que hemos pasado a tener las dos puertas abiertas. Que cada cual dando un paseo compruebe que el mestizaje es ya evidente en nuestras calles, y hablo de niños mestizos paseados por parejas mixtas, no del “mestizaje” en guetos estancos de estilo anglosajón. Entonces, cada vez que no encontremos datos que demuestren que en una época determinada Gibraltar estuvo obstruido, algo imposible antes de 1492, el mestizaje que hoy contemplamos nos servirá como tímido reflejo de lo que entonces aquí habitaría.

 

Queda mucho por decir de la morenura ibérica, y no duden que muchas entradas futuras del blog estarán dedicadas al mismo tema. Se trata de un asunto que necesita ser urgentemente modificado en nuestra percepción social, que genera mucha oposición irracional, pero que es capital si queremos afrontar coherentemente nuestro destino histórico. Al menos espero que tras estas líneas nos haya quedado claro que la apariencia “racial” se puede forzar y acelerar, fabricar a fin de cuentas, a partir de un fuerte prejuicio cultural o geoestratégico. Espero a su vez que seamos consecuentes en admitir que nuestros remotos ancestros nada tienen que ver con nuestro afán por palidecer de los últimos cinco siglos.

 

 

 

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